«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para octubre, 2021

GAFAS AMARILLAS, UN JUEGO DE ESPEJOS QUE SE DESPLAZAN

Marcelo Báez Meza

Hacer cine en Ecuador es una quijotada a contracorriente. En el auge de las plataformas de streaming y en la sobreoferta de filmes de franquicia, es realmente de soñadores el atreverse a filmar y luego comercializar una película. Estos pensamientos rondan en la mente de este crítico que vio absolutamente solo Gafas amarillas de Iván Mora Manzano. Mientras las otras salas se regodean en espectáculos comerciales como James Bond, Duna o Venom, nos llega otra muestra del cada vez más sólido cine ecuatoriano. Al contrastar los afiches a la entrada de la cadena de cines sobresale una verdad absoluta: un minuto de esas superproducciones de Hollywoodlandia financia un título del cine latinoamericano contemporáneo.
Iván Mora Manzano (Guayaquil, 1977) debutó con el corto post-apocalíptico Silencio nuclear (2002) que nos inserta en un mundo distópico posterior a la tercera guerra mundial que aniquiló a ciudades y personas y “se destruyeron también la lógica y la percepción”.
Descolló con Los estudiantes: Vida del ahorcado (2004) que adapta un fragmento de la nouvelle homónima de Pablo Palacio. En ambos filmes Mora empezó a destacar por la creación de atmósferas enrarecidas, paisajes sonoros muy particulares, a más de un virtuosismo en la sintaxis cinematográfica. Este don para el ordenamiento se nota en Crónicas y Con mi corazón en Yambo, filmes para los que fue contratado como montajista.
Este cortometraje de ocho minutos dista mucho de ser el ejercicio videográfico de un principiante. Es el trasvase de un brevísimo episodio de la novela corta de Pablo Palacio y que empieza con la frase “Al fin los chiquillos de la Universidad tuvieron una idea genial. Antes de ir a clase hicieron una mañana azul, abundante provisión de pistolas, de tal manera que para cada chiquillo había una pistola”.
La apertura de la narración nos enseña en contrapicado a los universitarios ingresando al templo de saber. Unas escaleras conducen a un frontispicio con columnas de inspiración grecorromana entregando con claridad la metáfora del ingreso al templo. Se ve al pedagogo extraer de la biblioteca un mamotreto que opera aquí como instrumento simbólico del “profesor sabio que había acabado por ponerse majadero”. Como Palacio no menciona qué asignatura imparte, el guion cinematográfico lo convierte en un maestro de lenguas clásicas que no deja de parlotear mientras los jóvenes receptan la clase de manera pasiva.
El filme retoma la idea de la viñeta narrativa del profesor que “se puso a buscar a gatas por la clase las palabras inútilmente perdidas”. Aquí se destacan los creativos efectos visuales en la escena en la que el maestro empieza a vomitar el alfabeto latino para dejar clara su verborragia. El aporte del guion se revela al final, en el momento en el que el docente recoge sus palabras caídas, las limpia de la sangre y las guarda en su maletín.
El salón de clases se convierte en el escenario para la performance colectiva en el que los jóvenes gritan al unísono: “Hemos resuelto suicidarnos en masa porque usted es un majadero”. El popular dicho “La letra con sangre entra” se manifiesta aquí visualmente al revés. Los signos salen con la sangre inocente derramada en lo que se supone debe ser el espacio de aprendizaje.
Los alumnos están vestidos a la vieja usanza (chaquetilla y corbatín de lazo) contextualizando la historia en la década en que fue publicado el libro de Palacio. El profesor parece estar dando una clase de historia según lo que ha anotado con tiza blanca en la pizarra: “Capítulo XX, máxima victoria”. La derrota parece ser clara para los educandos que en el siglo del progreso se suicidan en grupo para rebelarse contra los procesos pedagógicos. Este vencimiento se aprecia en el símbolo de la llave que aparece al principio y al final: sólo el profesor tiene el acceso al conocimiento y lo guarda perennemente en el maletín con el resto de saberes.
Las letras nunca llegan a oídos del alumnado. De hecho, el suicidio (del cual se ven los preparativos del alumnado antes de la hora de clase) es una forma de expresar que los conocimientos no pudieron ser transmitidos. Aquí radica el acierto del guion al interpretar visualmente lo que apenas sugiere el texto literario: “Y el profesor sabio, dejando de hacer gestos, se puso a buscar a gatos por la clase las palabras inútilmente perdidas”. La inutilidad del saber y de los tradicionales métodos de enseñanza quedan reflejados en la metáfora de las letras caidas. La imagen final de las llaves colgando de la pared queda como una advertencia: quienes custodian la enseñanza seguirán teniendo las llaves de acceso al conocimiento.
En menos de diez minutos, Mora Manzano ha logrado captar la atmósfera de pesadilla de la novela subjetiva, entregándonos una parábola sobre la educación castradora, la verborragia profesoral, la clase magistral que impide el desarrollo del pensamiento crítico. La aparente derrota de los muchachos es una victoria contra la soberbia y la opresión. El final recuerda a otra pequeña viñeta de Vida del ahorcado: “He perdido la medida: ya no soy un hombre: soy un muerto”.
Su interés por el documental como género hizo que nos traiga La bisabuela tiene Alzheimer (2012) que bien podría ser visto como la continuación de Silencio nuclear que termina con el siguiente epígrafe “Dedicado a la memoria cuando funciona”. Memoria audiovisual en primera persona en la que Mora Manzano une y reúne a su hija pequeña hija con su bisabuela que sufre demencia senil intentando responder la pregunta que parece planteada por Jorge Luis Borges “¿Se puede filmar cuando ocurre el olvido?”. Se trata de un ejercicio de casi una hora de duración en el que el realizador intenta capturar la ciudad donde nació. Su instrumento de captación de la urbe es su tierna hija a la que ve como una hoja en blanco que se puede llenar con recuerdos. El personaje de la bisabuela también es visto como un papel vacío que alguna vez estuvo lleno de recuerdos. Ambos personajes crean un encuentro excepcional: la infante que aún no desarrolla su memoria y la bisabuela que la ha perdido.
Pero no sólo de Palacio o de Borges vive este cineasta. El primer largometraje de Mora Manzano, Sin otoño sin primavera (2012), alude a una frase de Hermann Melville en Moby Dick que precisa que Ecuador es un país sin dos estaciones climáticas por su ubicación geográfica (“en nuestro puto invierno hace calor y en el verano tenemos lluvia”, dice Antonia, uno de los personajes de la película). Desde este título ya hay una propuesta para escarbar en el tema de la identidad. Los jóvenes de esta historia (casi todos perdidos en el mundo de las drogas y la alienación) quieren saber quiénes son en una ciudad “de cien mil habitantes y tres millones de extras”. Son de clase media guayaquileña, no tienen grandes ambiciones en la vida y son aficionados a las frases hechas, repletas de filosofía barata. El futuro nunca llega para ellos, lo cual hace más evidente el estado en que se encuentra nuestra generación.
Sin otoño, sin primavera se encaramó en la historia del cine ecuatoriano como un alarde técnico en los campos que Mora Manzano mejor domina. Banda sonora encomiable. La música punk resuena en toda la película, copando cada rincón. Los paisajes sonoros están diseñados de manera perfecta, según los ambientes que se quiere recrear. Bien construidas las atmósferas de soledad, angustia, rebeldía. Lo primario es el manejo de las perspectivas sonoras urbanas que incluyen sonidos de autos, motos, murmullo de gente y hasta los silencios que son interpolados de manera sugerente. La película abruma y desafía al espectador normal. No es de sencilla asimilación, sobre todo por la compleja armazón del relato audiovisual. Mora Manzano no se ha ido por el lado fácil. La estructura que nos presenta juega con el tiempo, contando a ratos una subtrama de manera desfasada, enseñándonos primero un flashforward de una situación y luego retrocediendo al presente.
Esa anarquía de la imaginación que pregonó Mora Manzano de la mano de Rainer Werner Fassbinder no está presente en Gafas amarillas. No hay urbe underground, no hay punk, drogas, palabras procaces. Sin otoño sin primavera debe ostentar algún récord por contener la palabra “verga” un centenar de ocasiones. Otras son las preocupaciones casi una década después.
Gafas amarillas, coproducción brasilero ecuatoriana, es un buen ejemplo de cómo hacer literatura en el cine. La historia gravita alrededor de la figura de Clara Lunares, escritora apócrifa con una biografía específica y un sinnúmero de novelas. En la película aparecen sus libros y se habla de ella como la celebridad literaria internacional que necesita el Ecuador literario. La protagonista es Julia, una especie de Alicia en el país de las pesadillas. Regresa a Ecuador después de estudiar Filología en España. No encuentra trabajo. Va a una entrevista laboral en la que sale “premiada” con el puesto de asistente de un profesor de contabilidad. Una de las actividades para la que es contratada es para borrar pizarras. Aquí aparece el fantasma del cortometraje Vida del ahorcado. El profesor tiránico está ausente del aula, pero se siente ese pesimismo tan lúgubre cuando Julia borra la tiza. Al igual que en el corto sobre el relato de Palacio hay una crítica al proceso pedagógico. No existe un proceso educativo, parece decirnos el director en ambos salones de clase.
La gran aspiración de Julia es entrar a un máster de creación literaria para volver a la madre patria. Quiere ser escritora. Una noche entra a un bar que tiene en casi todas las paredes la fotografía de Roberto Bolaño. Allí conoce a Darío, un joven poeta cartonero, como se le conoce a esa especie abundante de nuestro medio que cae en la autopublicación. El ligue le permite conocer a Ignacio, compañero de piso de Darío, que se dedica al teatro. De esta manera se arma una triangulación amorosa casi a la manera del Jules & Jim de Truffaut. Julia se apunta en el taller literario conformado por Darío y dos amigos más que se destacan más por excentricidad y no por sus valores literarios.
De esta manera queda retratada esa fauna de la que tanto escribía Roberto Bolaño: los escritores menores. Se teje así una intriga intelectual a la manera de Los detectives salvajes con la gran diferencia de transcurrir en Quito y no en México D.F. Cesárea Tinajero es aquí Clara Lunares que se convierte en la figura tutelar de estos aprendices de poeta. Al final, los personajes aparecen como si fueran inventados por esa novelista lunar, matricial, así se lo da a entender cuando Julia va a buscar a la escritora que, oh casualidad, está viviendo en la capital. Esta resolución del conflicto apunta a lo siguiente: Ecuador también es capaz de inventar una versión femenina de Marcelo Chiriboga.
Quien mejor ha reflexionado sobre este tema es Ignacio Echeverría en Las literaturas pequeñas: un debate: Por una literatura pequeña. Él plantea que escribir (filmar en este caso) desde una nación pequeña constituye una oportunidad para ensanchar la cosmovisión. La cita de Lev Tolstói tan manida de “Pinta tu aldea y pintarás el mundo” o “Describe tu aldea y serás universal” parecería ser una ilustración de esta categoría.La opción que le queda al escritor [cineasta, añado] es la de conformar sus perspectivas y sus estrategias personales a su propio país, obrando, en la medida de lo posible, por dilatar sus horizontes. Lo cual pasa, al menos, en una primera instancia, por sacar partido a la relativa pequeñez de su medio que, si por un lado limita su campo de acción, por el otro admite más fácilmente ser alterado y transformado. Gafas amarillas nos restriega una verdad insoslayable: la literatura ecuatoriana es una página en blanco que está por escribirse. Es un lienzo que aún espera ser acariciado por pinceles literarios. Ese vacío es llenado a través de una historia por lo demás imaginativa, sugerente en cada escena, en la decisión del punto de vista, en las atmósferas cromáticas y sonoras. Aquí van algunas de esas gemas en las que aparece esa actriz revelación que se llama Paloma Pierini: las escenas en la bañera en ese servicio higiénico que parece de película de terror, los paseos en bicicleta que nos llevan por las calles de un Quito no oficial, las dos veces que Julia pierde un taxi amarillo por mirar a otro lado, las gafas amarillas que permiten ver la realidad de otra manera, el cine fantasma al que van Julia e Ignacio como caracteres de la Nueva Ola, los memorables Bruno y Mafalda, aprendices de poeta del taller literario, y más que nada esa escena de la primera sesión a la que asiste Julia en la que Bruno llama a los personajes “que están fuera de cuadro” como si fueran actores de teatro.
El plan de acción que propone el crítico español está hecho para escritores, pero puede servir igual para pintores, músicos y en este caso particular, cineastas. En el caso de Mora Manzano él ha aprovechado toda la compleja riqueza de la capital ecuatoriana para reflexionar sobre el espíritu del tiempo. Aparecen calles poco transitadas, recovecos, peatonales, escalinatas… Se elude el postalismo, las tomas de monumentos y todo lo que pueda parecer city branding. De hecho, no aparece la Virgen del panecillo en las logradas tomas nocturnas de Julia escribiendo en la terraza de su apartamento. El filme de Mora Manzano termina enseñándonos que vivir en la mitad del mundo puede ser una experiencia universal que puede dilatar nuestros horizontes como espectadores. Le ha sacado amplio partido al medio ambiente capitalino captando sus recovecos y lo que representa la angustia de los jóvenes intelectuales que viven en ella. El director ha hecho exactamente lo que Echeverría pregona: no se ha evadido del medio cultural, sino que más bien ha operado dentro de su campo reducido.

CALAMAR AHOGADO EN SU TINTA, UN JUEGO INOCUO QUE PARECE LA HECHURA DE UN FAN

El juego del bingwatching en la era post-fandom. Gore. Snuff. Slash films. Manga. Animé. Reciclaje de los juegos de supervivencia del cine gringo. De la misma cultura que nos trajo el k-pop vienen los juegos del hambre coreanos.

El juego del calamar es sólo eso, un juego ligero y de mínima cuantía audiovisual.  Lo único interesante es que ya no hay que mirar a Occidente para recibir las referencias intertextuales. Esta vez la plataforma post-capitalista de Netflix nos obliga a mirar hacia el reino del K-Pop. Mientras grupos como BTS y Black Pink reciclan la estética de la cultura pop de los años 90, los del calamar juegan a poner en el microondas cultural referencias manga y animé. Dicho a la pasada: no debe asombrarnos que una sitcom como la que nos ocupa ahora sea tan vista y comentada. El género del K-drama tiene su masa de adeptos en todas partes. Las telenovelas coreanas (también disponibles en Neflix) ya tenían sus fans antes de la pandemia.

Si bien los juegos de supervivencia tuvieron su auge en el cine norteamericano (Juegos del hambre y Saw son apenas dos botones de muestra), es Oriente quien ha buscado desarrollar más esta tendencia, sobre todo en la animación estática (manga) o móvil (animé). 

Sólo habría que ponerse a revisar los lugares comunes visuales de la serie de moda que son evidentes: la estética del gore y de las snuff movies, además de los slash films. 

El diagnóstico de este crítico apunta a esto: el modo fan está cada vez más difundido, la microvisión (más que cosmovisión del fanático) cada vez lo copa más y más desautorizando cualquier práctica cinéfila tradicional. 

Lo vigente es eso: el audiovisual lo define el fan, ese tirano de las interacciones consumistas. Se habla ya de una narrativa post-fandom que implica que todo lo que vemos está escrito en modo fan, es decir, carente de la seriedad dramatúrgica del pro. Esto se lo puede demostrar en cualquiera de las franquicias tipo Star Wars. Vemos una docena de personajes cuyas subtramas no están bien orquestadas. Se recurre a personajes estereotipados que están allí como pirotecnia. Una y otra vez se recurre a una gráfica violencia de cómic-snuff-slash que resulta un recurso agotado y agotador dentro de la trama.

El último capítulo es el que mejor ilustra ese toque de fan fiction que tiene toda la serie. Hagamos un pequeño inventario de la excesiva falta de imaginación: el enfrentamiento final entre los dos amigos de la infancia, la reaparición del viejo moribundo que resulta ser el master mind de todo el juego (verdadero truco barato de guionista), el maletín lleno de dinero que es entregado a la madre de uno de los participantes muertos, la obsesión del protagonista por regresar al juego. Todos estos artificios narrativos son válidos si los vemos desde el punto de vista de un guionista principiante. Es la estilística de cualquier franquicia: está la impronta del receptor, como si los consumidores decidieran cómo resolver cada uno de los aspectos que aparece en pantalla. 

Si la pandemia nos regaló una serie enmarcada dentro de lo clásico, como sucedió con Queen´s Gambit, la post-pandemia nos está imponiendo un producto que está más cerca del mundo zombie que nos dejó el coronavirus. Las dos están promocionadas como “las series más vistas de Netflix”, pero con toda seguridad serán destronadas en cualquiera de los futuros posibles.

Estos productos generan audiencias que operan a la manera del fan. El comentario viral (que antes se decía el «boca a boca») y la admiración hacia este tipo de narraciones audiovisuales provoca un culto amateur. Son las nuevas cinefilias. El post-cine (todos esos filmes marcados por la tecnofilia) ya no se disfruta únicamente en la pantalla de un cine. Se ha empequeñecido para caber en pequeñas pantallas donde se transmiten las series y películas de Netflix. Se agradece este gesto más que posmoderno que hace que transitemos del medio al hiper-medio. 

La figura del amateur ha ido desapareciendo para dar paso a la del fan que todo lo sabe sobre un tema específico de la cultura de masas. El mejor ejemplo de la entronización del fan es The Big Bang Theory, con personajes que durante doce temporadas se dedican a pontificar sobre todos los temas vigentes de la cultura pop contemporánea. El amateur pretendía saber sobre determinados temas. El fan domina todos los temas que saldrán a colación en cualquier red social, incluyendo la mensajería instantánea de WhatsApp. Social media es el único espacio en el que el fan puede presumir de lo que sabe: escribe, opina, corrige, aumenta, descalifica, destruye a cualquiera que aparente saber menos que él. Después de todo no hay que perder de vista que es un juego de apariencias.

Los espectadores de la era post-fandom necesitan sentirse parte de la comunidad que ve este tipo de series. Arrojados a una narrativa transmedia en la que deben saltar de una página web a otra, de TikTok a Instagram, de una serie a otra, de Facebook a Twitter, sin más mediación que la del murmullo de la pantallósfera, son los habitantes de este espacio en el que todos se creen expertos en todo y se atreven a opinar de cualquier tema. Las sub-culturas post-fandom hacen de cada producto audiovisual adorado algo personal. Internalizan cada producto de moda hasta incorporarlo a la subjetividad. Estos productos (llámense El juego del calamar o Alice in borderland) proveen a estas cofradías recursos simbólicos para administrar la cotidianidad, se convierten en eventos importantes de la biografía personal y permiten la construcción de la identidad digital.

Este es otro mal, mucho más virulento, pero con el cual tendremos que convivir para siempre: las plataformas están formateadas por el modo fan, es decir, del aficionado joven (o con alma de joven) que moldea los productos audiovisuales a su imagen y semejanza. Escribo esto un día antes del DC FanDome 2021 que se publicita con estas frases: «Manténte atento a nuestras redes para obtener más detalles». Se pide además que los fanáticos vayan haciendo bingwatching con títulos como La Liga de la Justicia, Aves de presa o El caballero de la noche. La invitación no puede ser más evidente: «Calentamiento de un DCnauta porque un verdadero fan se prepara». Eso es verdad. Se prepara como si fuera un profesional, un sabio de su área de conocimiento que es el mundo del cómic y sus productos aledaños.