«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para octubre, 2022

ILEGALLY BLONDE O EL MITO DE MARILYN MONROE COMO PROPAGANDA DE LA HEGEMONÍA MASCULINA

Al parecer, la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos. Durante muchos siglos, en el arte cristiano las descripciones del infierno colmaron estas dos satisfacciones elementales (..) También se tenía el repertorio de crueldades, que es duro mirar, proveniente de la antigüedad clásica; los mitos paganos, aun más que las historias cristianas, ofrecen algo para todos los gustos. La representación de semejantes crueldades está libre de peso moral. Sólo hay provocación: ¿puedes mirar esto? Está la satisfacción de poder ver la imagen sin arredrarse. Está el placer de arredrarse.

Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (2003).

Blonde (2022) del director neozelandés Andrew Dominik (Wellington, 1967), basada en Blonde (Harper Collins, 2000; Alfaguara, 2012), puede entenderse como una serie de reenactments sobre material existente de Marilyn Monroe (1926-1962). Sesiones fotográficas, escenas de películas, apariciones públicas de la actriz norteamericana aparecen recreadas en el filme a la manera de viñetas no siempre bien ensambladas. Hay cierta torpeza en la forma que se arma esta colcha de bregué. La justificación es el orden cronológico convencional escogido, pero ese recurso no disimula el artificio.

Queda entonces el gran desafío para el espectador: 166 minutos de una película sin identidad cinematográfica que nunca se decide por precisar el aspect ratio o la coloración de las escenas. Tanto el espectador neófito como el experto se preguntan por qué la pantalla tiene un formato en tales pasajes y en otros adopta un tamaño distinto. No hay simbolismo certero detrás de este recurso. Todo parece ser aleatorio.

Lo que pudo haber sido la fortaleza del filme se convierte en una debilidad. El CGI y el diseño de la producción recrean de manera perfecta una época (véase la secuencia del incendio de L.A. en el primer acto y el plano de Times Square de los años 1950 con escombros). Todo se queda en la apariencia, en lo bien que debe lucir una película sobre el mito de doble M. Las referencias a otros autores se convierten en un imperativo cuando no se puede generar un discurso estético propio. Las escenas en blanco y negro recuerdan a la estética de Milton Greene, fotógrafo de la afamada sesión conocida como «Black Seating». Los planos de cama son una referencia a las célebres sesiones de Cecil Beaton. Y así, hay escenas en las que se puede reconocer la autoría de otros y no del director. Más visibles para el ojo conocedor resultan las tomas a lo Terrence Malick (el after party de la boda con Arthur Miller), David Lynch (primeros planos de rostros caricaturizados en blanco y negro) o Federico Fellini (los paparazzi atacando a la protagonista en algunas escenas).

Los reenactments inundan la pantalla de manera predecible. Que la escena del Subway en la que se le alza el vestido blanco. Que el beso volado a la cámara en la premiere de The Seven Year Itch. Que la escena en Some Like it Hot en la que su personaje confiesa ser corta de pensamiento. Que la coreografía de Diamonds are a Girl´s Best Friend. Por algún extraño milagro no se incluyó el Happy Birthday Mr. President.

Párrafo aparte merece el vestuario clonado hasta la saciedad. Bien conocido es el gusto de la Monroe para llevar las marcas mejor posicionadas de su época. «Dress porn», le dicen los entendidos a esta obsesión por la vestimenta de celebridades. No es extraño ver en cualquier escena el vestido de tal sesión fotográfica. El citar «ropa» se vuelve demasiado evidente y repetitivo porque no está al servicio de la historia. El suéter de lana de la playa o el de cuello de tortuga. El vestido de cocktail blanco legendario. Los pantalones blancos Capri cortados justo debajo de la rodilla. El vestido celeste con pecas blancas. Es, simplemente, una actitud de social media trasplantada a la pantalla.

El enlatado de NETFLIX intenta seguir hasta donde le es posible la novela del mismo nombre de Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938). Mientras la escritora presume de una rigurosa documentación en la que cada capítulo está sostenido por una puntillosa investigación histórica, la película prescinde de ese marco. A Oates le interesa sobremanera la época que le tocó vivir a la actriz. A Dominik sólo le importa el hatillo de lugares comunes sobre el mito cinematográfico. Mientras la novelista analiza minuciosamente (con la lente de la ficción) cada etapa de la vida de Norma Jeane Baker, a Dominik le interesa la espectacularidad de ciertos momentos biográficos.

Es como si se quisiera legitimar una biopic al conectarla con Joyce Carol Oates. No le ayuda mucho el mostrarse como la adaptación de una voluminosa novela que es el tratado más completo sobre el mito de Marilyn. No le ayuda porque se trata de un libro de referencia. La publicidad es engañosa. El filme se basa, supuestamente, en la máxima biografía novelizada y resulta que no se adscribe completamente a ella. El que ha leído Blonde echa de menos la escrupulosidad con la que se narra cada fase vital: «La niña 1932-1938», «La adolescente 1942-1947», «La mujer 1949-1953», «Marilyn 1953-1958», «La otra vida 1959-1962».

Lo que más le falta a la película es algo que a la novela le sobra. La explicación de las técnicas de actuación que ella dominaba como buena alumna del método de Stella Adler y Lee Strasberg. Para los historiadores del cine, Monroe es una de las artistas que mejor dominó el oficio (the craft), detalle que ni siquiera es mencionado en el filme. Solo en una escena se da una pista del genio de la artista cuando, en la primera conversación que sostiene con Arthur Miller (interpretado por Adam Brody), ella reconoce el carácter analfabeto de uno de los personajes de una obra de teatro de Miller. Este no puede creer que tal elaboración conceptual sea de la mujer que tiene enfrente. Hasta tiene el empacho de acusarla de haber recibido tal información de Elia Kazan. El resto de la historia es una crucifixión de un personaje que es siempre plano, con el mismo tono de voz, los mismos tics retóricos del mito público, la misma gestualidad mostrada en la pantalla, infantilizado al máximo, diciéndole «daddy» a todos los hombres de su vida. Solo ante Billy Wilder parece rebelarse cuando abandona el set a gritos, acusándolo de burlarse de ella en los diálogos que ha escrito especialmente para su personaje de Some Like it Hot.

Blonde no deja de ser una mera propaganda de cómo la hegemonía masculina ve el mito de Marilyn. Capas de contemplación superpuestas desde la mirada misógina. La mujer como objeto es un lugar común, pero Monroe como objeto es un lugar común del lugar común. Un cliché dentro de otro cliché. Su desnudez constante es gratuita e injustificada. No basta ponerle, a esa excelente actriz que es Ana de Armas, una cicatriz en el vientre, justo donde la tenía Marilyn. Esa supuesta verosimilitud no es bienvenida cuando todo el conjunto narrativo adolece de estereotipos inexactos.

Andrew Dominik y sus productores (tres varones y dos mujeres) salen impunes en este ejercicio de necrofilia. Ideas u ocurrencias con pretensiones de cine de auteur resultan en extremo ridículas. El feto que le habla a Marilyn. La toma desde el interior del útero. El borde de la cama, en pleno acto sexual, que se convierte en las cataratas del Niágara. La toma desde el interior del toilette más el vómito que lanza la protagonista es literalmente hacia nosotros, los espectadores. De eso se trata exactamente el filme: una masa escatológica arrojada contra el espectador. La violación por parte de un ejecutivo del estudio es también un ultraje al mito. La constante desnudez de Ana de Armas no es ningún ejercicio de sensualidad y mucho menos de iconoclastia. No hay erotización en ese cuerpo sometido constantemente al sufrimiento (véase las escenas abortivas). Es más bien, una visión pagana de la diosa del celuloide. Como bien lo dice Susan Sontag en Ante el dolor de los demás, solo está la doble provocación: la de mirar sin arredrarse o el placer de arredrarse. Cada espectador encontrará la forma de resolver este dilema.

Película que quizá logre nominaciones al Óscar en aspectos técnicos pero que será olvidada prontamente. De mejor factura resultan My week with Marilyn (2011) con Michelle Williams y Eddie Redmayne o Insignificance (1985) de Nicolas Roeg, con Theresa Russell. Hasta un telefilme menor como Norma Jean & Marilyn (1996), con Ashley Judd como Norma y Mira Sorvino como Monroe, resulta más interesante que este insoportable bodrio de casi tres horas que se empeña por enseñarnos todo, hasta el sedoso calzón blanco que está a la vista del ávido consumo popular. Los catorce minutos de ovación de pie, en el festival de Venecia, seguramente se dieron por la celebración de algo muy esperado: que el filme concluya y se baje el telón. Tarea pendiente la biopic que esté a la altura de uno de los mitos más grandes de la cultura de masas.