«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para septiembre, 2024

UN CABARET PARA TODAS LAS ÉPOCAS

Asistimos al  tradicional Auguste Wilson Theatre, en Broadway, a ver una representación de Cabaret. Elsubway nos deja en una estación de Times Square que está muy cerca de nuestro lugar de destino. Hacemos la fila correspondiente con el boleto previamente comprado en línea. Menos mal que conseguimos, a última hora, butacas en la platea alta. El show ha estado algunos meses en cartelera y cerrará su ciclo el 14 de septiembre. Una anfitriona nos pide amablemente el teléfono móvil y nos coloca un sticker adhesivo con el logotipo que han creado para el Kit Kat Club que es el nombre del cabaret en el que se desarrolla la trama original de esta obra estrenada en 1966.

La puerta principal de ingreso está vedada a los que hacemos fila. Se nos lleva a un costado, hacia la puerta de escape número dos a través de la cual procedemos al ingreso (la puerta uno es para quienes van a la platea baja). Descendemos y se nos ofrece a los que tenemos más de veintiún años un pequeño trago de Moët Chandon Imperial. Luego ascendemos y ya estamos en el bar berlinés de tonos verdosos de los años treinta del siglo anterior que han montado cerca de las puertas de acceso de la platea alta. El golpe se ha dejado sentir: hace unos minutos estábamos en la calle 52 con todo el bullicio neoyorkino encima y ahora estamos en un antro kitsch del Berlín en la segunda guerra mundial.

Desde la platea alta se obtiene una vista perfecta del escenario circular donde se va a desarrollar la obra. En la parte baja los usuarios van tomando posesión de sus mesas y butacas. Un grupo de bailarines (que interactúa con la gente que va llegando) empieza a ensayar deleitándonos con un abrebocas de la música de John Kander. No es un simple calentamiento. Es parte de la obra que vamos a espectar. Nosotros, los asistentes, somos también personajes. Estamos de visita en un teatro de larga tradición que ha sido remodelado para convertirse en el Kit Kat Club “original”.

Mientras esperamos que se apaguen las luces, le echamos un vistazo al programa de mano del show impreso por Playbill, la revista mensual para aficionados al teatro, que se imprime desde 1884. La historia original fue de autoría de John Van Druten. La tituló I Am a Camera, que a su vez fue una adaptación de Goodbye to Berlin de Christopher Isherwood. Mientras esperamos a que empiece el show, leemos en el folleto que el musical explora los sórdidos bajos fondos del Berlín de los años treinta a través de la lente del Kit Kat Club. La producción original, dirigida por Harold Prince, fue –según Playbill– innovadora por su atrevida narración y por el uso de números musicales para hacer avanzar la historia y su temática, supuestamente, desafia al público con su franca descripción de la sexualidad, la agitación política y la ambigüedad moral.

Como espectadores vamos con la experiencia de haber visto algunas veces la película Cabaret de Bob Fosse cuya adaptación de 1972, protagonizada por Liza Minnelli y Joel Grey, que fue para muchos la versión definitiva. La reposición de Broadway de 1998, protagonizada por el británico Alan Cumming en el papel de Emcee o master of ceremony, reinventó el espectáculo para una nueva generación, eliminando parte del brillo del original para centrarse en los matices más oscuros y cínicos de la historia. Esta versión destacó por su inmersiva puesta en escena y la electrizante interpretación de Cumming, que se convirtió en un maestro de ceremonias sexualmente juguetón y sin miedo a mostrar su lado más queer. La reposición de 2014, también con Cumming, siguió explorando los elementos crudos y provocativos del musical.

La versión que vamos a ver de Cabaret en Broadway, en el Kit Kat Club, cierra su temporada el 14 de septiembre de 2024 y es la última en la que actúa Eddie Redmayne que se ha dedicado a este rol tanto en su versión londinense como neoyorkina. No se trata de un remake o una adaptación más, resulta ser una vívida reinterpretación del original que amplía los límites del potencial inmersivo del espectáculo. Dirigida por Rebecca Frecknall, esta reposición aporta una nueva perspectiva a la historia atemporal, con una escenografía que sitúa al público directamente en medio del club, creando una experiencia mucho más íntima. La producción difumina los límites entre público e intérpretes, reforzando los temas centrales del espectáculo: el voyeurismo y la complicidad. Esta versión es más oscura, más descarnada y más actual, y aprovecha el clima cultural del primer cuarto del siglo XXI para trazar inquietantes paralelismos entre los años treinta y la actualidad.

Mientras el Emcee de Joel Grey era una especie de marioneta que se mantiene incólume ante el público, el Emcee de Alan Cumming era decididamente andrógino. Grey era puro vodevil con su voz cantarina y teatral, de mucho autocontrol; Cumming es físicamente más fluido, con gestos animales, más parecido a un depredador con la voz áspera que mezcla habla y canto con gruñidos para inquietar y seducir. 

La interpretación de Eddie Redmayne, como el maestro de ceremonias, es toda una revelación. Conocido sobre todo por su trabajo en el cine, Redmayne aporta una intensidad cinematográfica a su interpretación, combinando carisma y amenaza a partes iguales. Su Emcee es un maestro de ceremonias seductor, encantador y aterradoramente impredecible; es una figura fantasmagórica que encarna una locura que no se parece a la libidinosa actuación de Cumming o al pulido espectáculo de Grey. Así lo constatamos en la escena de apertura del show. Lo vemos aparecer en un claroscuro con sus brazos formando provocadoramente una cruz esvástica, dejando desde la primera escena una diferencia con los actores que anteriormente han interpretado este rol. Los versos de la canción de apertura resultan atemporales en boca de Redmayne:

Willkommen, bienvenue, welcome!

Fremde, etranger, stranger.

Gluklich zu sehen, je suis enchante,

Happy to see you, bleibe, reste, stay.

Willkommen, bienvenue, welcome

Im Cabaret, au Cabaret, to Cabaret

El gran aporte del actor británico en esta canción de bienvenida a los espectadores es que le aumenta un adjetivo posesivo a la última línea. Redmayne dice “my cabaret”, tomando posesión no sólo del espectáculo sino también de todo el lugar. 

El físico de Redmayne es sorprendente, ya que se contorsiona y se desliza por el escenario con una gracia inquietante, captando la decadencia y el peligro del personaje más cercano a un arlequín o a un payaso circense. De hecho, en un programa de The Tonight Show le manifestó a Jimmy Fallon que había estudiado en una escuela francesa de clown en la que recibió entrenamiento intensivo que lo llevaría a moldear su MC. La anécdota referida termina con la confesión de cómo en una clase de improvisación, en la que había que usar máscaras, sus tretas de actor ganador de Óscar fueron interrumpidas por el instructor que lo mandó a sentarse. 

 Su interpretación vocal es igualmente convincente, moviéndose sin esfuerzo entre susurros sensuales y poderosos gritos, haciendo que cada canción parezca una seducción, una amenaza o una súplica. Sus movimientos son deliberados pero inconexos, a menudo espasmódicos e inquietantes, como si su cuerpo no estuviera sincronizado con su mente. La voz de Redmayne oscila entre susurros espeluznantes y estallidos maníacos, utilizando un falsete para inquietar e incomodar a todos los que asistimos al Kit Kat Club. Hay una sensación de distanciamiento en su interpretación, una frialdad que diferencia a su MC de las encarnaciones anteriores, sobre todo en el detalle del gorro de cumpleaños en forma de cono que corona su testa. Su coreografía, aunque sigue siendo sugerente, es menos sensual pero más perturbadora, y a menudo hace hincapié en movimientos bruscos y discordantes que reflejan la naturaleza fracturada tanto del personaje como del mundo que habita.

El reparto es igualmente sólido, con actuaciones destacadas de Gayle Rankin como Sally Bowles y Bebe Neuwirth como Fraulein Schneider. La Sally de Rankin es un personaje profundamente imperfecto y complejo, retratado con una cruda vulnerabilidad que la hace tan identificable como trágica. Su interpretación de «Maybe This Time» es un momento desgarrador de esperanza y desesperación, mientras que su interpretación de la canción «Cabaret» es un escalofriante descenso hacia la desilusión. Neuwirth aporta una matizada seriedad a su papel de Fraulein Schneider, equilibrando el pragmatismo del personaje con momentos de tierna vulnerabilidad, especialmente en sus dúos con Herr Schultz, interpretado por David Krumholtz.

El diseño de producción y la dirección artística son espectaculares y transforman el teatro en una parte viva del Kit Kat Club. El escenario circular, que se mueve continuamente a lo largo del espectáculo, crea un efecto que al principio desorienta, pero que a medida que avanza la historia sumerge al público en el caótico mundo del Berlín de la preguerra. La plataforma giratoria permite transiciones fluidas entre escenas, dando a la producción una calidad casi cinematográfica. La escenografía y el diseño de la iluminación son evocadores y atmosféricos, utiliza fuertes contrastes entre luces y sombras para reflejar las dualidades en el corazón de la historia: el glamour y la decadencia, la libertad y la opresión, el amor y la traición.

La coreografía y los arreglos musicales son un guiño a la producción original y una audaz reinvención. Los números de baile son frenéticos y crudos, capturando la energía desinhibida del Kit Kat Club, pero con un toque moderno que resulta fresco y urgente. A diferencia de la coreografía más pulida y estilizada de las versiones anteriores, esta producción adopta un enfoque más descarnado y visceral que acentúa la sensación de peligro e imprevisibilidad del contexto político donde imperaba el nazismo. Los arreglos musicales, aunque se mantienen fieles a la partitura original de Kander y Ebb, incorporan elementos contemporáneos que resuenan en el público de hoy, haciendo que las canciones conocidas tengan una nueva vigencia e impacto.

En conclusión, esta reposición de Cabaret en el Kit Kat Club es una clase magistral de teatro musical, una producción que desafía y provoca tanto como entretiene. El hecho de que la obra siga evolucionando y resonando con cada nueva generación, reflejando el cambio de los tiempos y manteniéndose fiel a sus temas centrales, es un testimonio de su poder perdurable. Esta producción, con su inmersiva puesta en escena, su innovadora dirección y sus potentes interpretaciones, destaca como una de las versiones más convincentes hasta la fecha. No sólo honra el legado de este espectáculo emblemático, sino que lo redefine para el público contemporáneo, consolidando su lugar como uno de los mejores musicales de la historia de Broadway. Salimos del teatro Auguste Wilson extasiados de la experiencia de ver un show de este calibre en vivo. Privilegiados de ver a uno de los mejores actores de esta generación interpretar un rol histórico. 

CINE Y TEATRO ESTÁN HECHOS DE LA MISMA SANGRE: LA SECUELA DE RATAS VA A LAS TABLAS

Sebastián Cordero, siempre reconocido por su película Ratas, ratones, rateros (1999) regresa con La misma sangre, una obra teatral que retoma los personajes y conflictos de su simbólico largometraje para ofrecer una nueva perspectiva. En esta secuela, Cordero demuestra una vez más su condición de pontífice del realismo sucio, con su habilidad para contar historias crudas y realistas, logrando trasladar el lenguaje cinematográfico a las tablas con una maestría que no deja de sorprender. Utiliza únicamente a dos actores que copan el escenario con sus dinámicas verbales particulares que son producto del hacinamiento. El mejor punto de encuentro para ambos caracteres es la cárcel, ese lugar donde confluyen todos los problemas de la sociedad ecuatoriana contemporánea. Entre ambos se van a dar diálogos que proyectan un país cada vez más enfermo por el asedio del narcoterrorismo. Ambos personajes están en la antesala del infierno, a la manera de los personajes de A puerta cerrada de Sartre o, si se quiere, son Vladimir y Estragón que están esperando a una muerte llamada Godot.

La obra se abre con una silla vacía mientras se escucha el audio de una llamada telefónica que Ángel le hace a Salvador. El primero le dice al segundo que ansía poner su vida en orden y que ha cambiado para bien. Luego Ángel aparece sentado en la silla para contarnos de su proceso de transformación. Ninguna de sus palabras toca la puerta de la verdad. Lo que veremos a lo largo de toda la obra es cómo su condición de ángel caído se ha recrudecido en pleno confinamiento. En todo momento él intentará convencer a su primo de que es otro cuando en realidad ha refinado sus tácticas de supervivencia y sigue siendo una rata, un ratón o un ratero.

Mientras el espectador espera, con paciencia, que se abra el telón, se escucha por los parlantes toda la banda sonora de Ratas, ratones, rateros, la película señera del cine ecuatoriano. La historia de los primos, Ángel y Salvador, terminaba con el escape del primero hacia la frontera con Colombia. El personaje nada de angelical y mucho de marginal había descendido a los infiernos con los demás personajes a cuestas. El destino o el desatino pone a los primos en la misma cárcel de máxima seguridad. Salvador acepta la invitación de Ángel para visitarlo en su celda donde lo recibe un primo que dice haber cambiado. La realidad dista mucho de la verdad. Es un personaje mucho más oscuro. Dice que quiere redimirse pero solo guarda rencores hacia el mundo. Lo único que parece despertar sus sentimientos es el relato que hace su primo sobre la abuela muerta.

Esta secuela de Ratas no se olvida de cerrar las subtramas de la original. Se hace mención a Marlon, el compinche de Salvador en los robos en el centro histórico, de quien se dice que su destino también fue la Gran Colombia; se alude a Carolina, la chica que es el interés sentimental de Salvador y que había estado previamente con Ángel. También se menciona al papá de Salvador. La mejor parte del recuento es aquella que incluye la subtrama de cómo hizo para deshacerse del cadáver que estaba en su casa en durante el último acto de Ratas. De la abuela se revela que estuvo sus últimos días en un hospicio, consumida por la enfermedad que le impedía hablar. Resulta revelador cómo al final de sus días (según el relato de Salvador) logra recuperar el habla, justo antes de morir, para rezar la plegaria al ángel de la guarda, hecho que emociona sobremanera al aparentemente imperturbable Ángel. De hecho, cuando Salvador abandona la celda, Ángel rompe en un llanto desgarrador que no sólo humaniza al personaje sino que da fe del poder histriónico del actor Carlos Valencia.

Salvador se ha convertido en un cínico. Los rencores lo han moldeado negativamente. Aún hay vestigios de su inocencia, sobre todo cuando habla de su abuela o menciona a Carolina. Pero lo que más hay en su discurso es un resentimiento que no puede disimular. Este es el aporte del personaje que logra un equilibrio si lo ponemos al lado de Ángel que es (ya lo conocemos) una fuerza huracanada que trasciende más allá del escenario. La picardía que proyecta Valencia está intacta y la vemos, sobre todo, cuando rememora sus aventuras de malandro en los Estados Unidos.

Lo primero que llama la atención de la obra es el constatar cómo la dirección de Cordero conserva la intensidad y el ritmo que caracterizan a toda su obra cinematográfica, aprovechando al máximo el espacio escénico para generar una atmósfera de tensión constante. La narrativa se expande para explorar más a fondo las complejidades de sus personajes, permitiendo al público conectar emocionalmente con sus luchas internas y sus conflictos morales en un entorno brutal.

La misma sangre capta con precisión la realidad cruel de las cárceles ecuatorianas, un microcosmos de la sociedad afectada por el narcoterrorismo y la corrupción institucional. La obra no escatima en retratar las condiciones inhumanas de estos espacios: hacinamiento, violencia y un sistema que perpetúa la marginalización. Se hace una crítica soslayada a la política antiterrorista del Estado. Particular resulta el momento en el que Salvador habla de la situación caótica del cantón Durán, con toda la violencia que caracteriza a ese sector, incluyendo el tema de las decapitaciones. Ante esto Ángel responde de manera despectiva que Durán siempre ha sido así.

Echémosle ahora un vistazo a la celda. Una inscripción enorme se lee desde cualquier punto del teatro. La leyenda «Primero Dios, luego mi bala» provoca un efecto turbador por su tipografía gótica. Parece una inscripción callejera de cualquier pandilla, cartel o grupo armado. Vamos decodificando el escenario. Un lecho modesto de metal. Un cubrecamas con el escudo de Barcelona Sporting Club. Un microondas barato. Un televisor que al ser encendido muestra rayas debido a la mala conectividad. Paredes con recortes de periódicos donde se aprecian noticias de la violencia cotidiana y mujeres en paños menores. «Santa MANTAnza», «Vuelve el sicariato», «Durán es una bomba de tiempo» son algunos de los titulares que se aprecian en el decorado. Una mesa donde se aprecia la pequeña estatua del Divino Niño. Dos mecheros debajo de la cama. Un sillón viejo y decolorido. Un crucifijo enorme en la pared, al igual que una imagen popular de Cristo en forma de póster. Un par de pesas en el suelo. Esta es la celda de La Lagartera donde está confinado Ángel, ahora reconvertido en un vacunador que trabaja telefónicamente con sus contactos en el mundo exterior. La puesta en escena minimalista que acabamos de describir, con un diseño de iluminación que acentúa la claustrofobia y una grabación con la atmósfera sonora carcelaria que se escucha en todo momento, complementa a la perfección las actuaciones, creando una experiencia inmersiva y ciertamente perturbadora.

Cordero utiliza el escenario como un espejo de esta realidad, haciendo que el público se sienta atrapado junto a los personajes. La crudeza de los diálogos y la puesta en escena permiten vislumbrar cómo el narcotráfico no solo afecta a sus involucrados directos, sino que corrompe todos los niveles de la sociedad, incluyendo a quienes, en teoría, deberían protegerla. De esta manera, el director hace una crítica incisiva a las estructuras de poder que permiten y perpetúan estas condiciones.

Las excelentes actuaciones de Marco Bustos y Carlos Valencia son el núcleo de esta obra de teatro de 80 minutos. Bustos, quien interpreta a un hombre que lucha por redimirse en medio del caos, ofrece una actuación llena de matices, logrando transmitir la desesperación y la esperanza con igual intensidad. El personaje del primo menor aún conserva el candor y la inocencia, pero mezclados con un resentimiento profundo que alberga deseos de revancha. Valencia, por su parte, encarna a un personaje endurecido por la vida carcelaria, cuya dureza externa oculta un profundo dolor (tomar nota de la conmovedora escena en la que rompe llanto de manera desconsolada). Su presencia en el escenario es magnética, capaz de llenar cada rincón del teatro con una mezcla de amenaza y vulnerabilidad. Su vulgaridad sigue siendo encantadora, sobre todo cuando recurre al uso de la coba o jerga callejera. El talento actoral se manifiesta especialmente en las llamadas telefónicas que hace a una de sus víctimas: la cínica entonación no sólo revela un modus operandi usual en los extorsionadores sino que muestra la facilidad del personaje para impostar de manera perfecta el proceder fuera de la ley. De más está decir que la química entre ambos actores eleva la tensión dramática de la obra, manteniendo al público al borde de sus asientos.

Cordero utiliza la teatralidad de manera innovadora, fusionando elementos de cine y teatro para crear una narrativa visual que es tan impactante como la historia misma. La obra desafía las convenciones del teatro tradicional, presentando un montaje dinámico que combina proyecciones, música en vivo y una coreografía que refleja el caos interno y externo de los personajes. Este enfoque multidimensional no solo enriquece la experiencia del espectador, sino que también amplía los límites de lo que el teatro contemporáneo puede ofrecer.

La trama maneja un conflicto que va ascendiendo hasta el punto de explotar literalmente en los últimos minutos. Las acciones de Ángel como vacunador tienen sus consecuencias: su intento de extorsionar a un potentado local hace que éste busque ayuda en un grupo armado que está en la misma prisión. Esa banda encarga a Salvador el asesinato de su primo. Al final el espectador sabrá si se cumple o no dicha misión. El final (que recuerda mucho al cierre de Butch Cassidy and the Sundance Kid) mantiene en vilo al público con una serie de recursos sonoros y pirotécnicos que son prestados del cine.

En conclusión, La misma sangre de Sebastián Cordero es un experimento teatral audaz que ofrece una reflexión profunda sobre la violencia y sus raíces en la sociedad. A través de esta obra, Cordero continúa su exploración de temas que han marcado su carrera, utilizando el teatro como un medio para cuestionar y desafiar las estructuras sociales y políticas. La obra no solo es un comentario sobre la realidad carcelaria en el Ecuador, sino también una parábola universal sobre la capacidad del ser humano para hacer tanto el bien y el mal. Con esta obra Cordero nos ha demostrado una vez más, que tanto el teatro como el cine están hechos de la misma sangre, con una historia que es tanto una advertencia como un llamado a la acción, un testimonio del poder transformador de las artes de la representación.