EL NARCOMUSICAL QUEER EMILIA PÉREZ

Jacques Audiard (París, 1952), veterano cineasta francés que ha sido ampliamente reconocido por su habilidad para explorar la condición humana y las complejidades sociales, da un giro radical en su carrera con Emilia Pérez, un musical producido por Netflix que invirtió 26 millones de euros, 11 millones más de lo que ya gastó en Roma (2018) de Alfonso Cuarón. Tanto dinero para no lograr calar en el gusto de las audiencias. Al menos así lo dicen los sitios especializados. Según los rankings de IMDB (internet movie data base), el filme no goza de los favores de la audiencia: 6,2% en USA y 3,5% en México. En la red social de cinéfilos, Letterboxd, tiene apenas un 2,2%. Cada año Netflix lanza un caballo de carreras para la competencia del Óscar, y nosotros los suscriptores somos los que pagamos esas producciones. Esa obsesión de Netflix por ganar el premio a la mejor película ya lo transitaron los siguientes filmes en años anteriores: El Irlandés (2019), Historia de un Matrimonio (2019), Mank (2020), El Poder del Perro (2021), No Mires Arriba (2021) o Maestro (2023). En un mes sabremos si el narcomusical queer logra romper la maldición anual.
Audiard, que a sus 72 años lo ha ganado todo en Europa, tiene una trayectoria envidiable que incluye filmes como Un prophète (2009) –ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes y nominada al Oscar–, y Dheepan (2015), que obtuvo la Palma de Oro. Esta última película resultó una revelación por el magisterio del director para crear un docudrama muy genuino sobre migrantes de Sri Lanka en los suburbios de París. No se queda atrás The Sisters Brothers (2018), un western descarnado, con Joaquin Phoenix y John C. Reilly en los roles protagónicos como los hermanos forajidos, de apellido SIsters, que van sembrando el terror por doquiera que van. Memorable también es Un héroe muy discreto (1996), con Mathieu Kassovitz en el rol del impostor que forja información biográfica que lo lleva a ser venerado como un líder de la resistencia antinazi. Tan grande es la ambición estética de este venerable realizador que ahora se atreve con un nuevo género, el musical.
La colaboración, que el septuagenario Audiard ha hecho con Netflix, refleja la apuesta de la plataforma por un cine de alto presupuesto que combina elementos comerciales con una supuesta innovación artística, aunque con un formato claramente influido por los parámetros industriales de un modelo de distribución global. Pese a este prestigio, las salas de cine en Guayaquil lucen prácticamente vacías con pocos espectadores interesados. Seguramente los que no han ido están esperando que la estrenen en la plataforma Netflix de Latinoamérica.
El director viajó algunas veces a México, con su equipo de producción, buscando locaciones para su musical, pero desistió al no encontrar lugares que lo satisficieran. Lo que sí hizo fue filmar algunas calles para poder usarlas como gigantografías de fondo. Por esta razón, decidió hacer un filme en modalidad de sound stage, grabando todo en interiores y con back projections (pantallas que proyectan imágenes). En lo referente a la parte musical decidió que los actores hicieran lip synch de grabaciones previamente realizadas por ellos.
El musical aborda temas de género, justicia y redención con un enfoque estilístico peculiar que ha polarizado a la crítica. Desde su estreno, ha logrado 13 nominaciones al Oscar (es el filme extranjero con la mayor cantidad de nominaciones en la historia del premio), incluyendo las categorías de Mejor Película y Mejor Actriz, y se ha alzado con premios internacionales como el Globo de Oro a mejor comedia o musical, además de tener éxito en festivales como Berlín y Venecia, consolidando su impacto europeo.
Parte del éxito del filme es el contexto problemático que toca: el mundo del narcotráfico, además del asunto de la transexualidad. El hecho de que Donald Trump sea el nuevo inquilino de la Casa Blanca, desde enero de 2024, constituye también una coyuntura: todo el odio racial (más la transfobia) proyectado por el segundo periodo del mandatario, es un caldo de cultivo donde se fermenta toda una resistencia. Ese contravenir la norma es lo que hace del filme algo que hay que ver y de lo que se debe hablar.
El centro de la discusión es y será la actriz española Karla Sofía García Gascón (que en su etapa anterior de vida fue actor de películas como Nosotros los nobles (2013) o telenovelas como Corazón salvaje (2009). Ella inclusive escribió un libro (disponible en Google Books), titulado Karsia, una historia extraordinaria (Ediciones Urano, 2018) en el que cuenta en clave ficcional su viaje de transformación. Desde el año de la publicación de tal obra se asume públicamente con el nombre que la acredita profesionalmente.
En el mes de enero estalló una polémica alrededor de unas publicaciones en social media que la actriz hizo años atrás. Si su libro daba fe de su ansiedad de ser escritora (muy mala, por cierto), su cuenta de Twitter resultó ser un dietario en el que la actriz pontificaba con desparpajo sobre cualquier tema que le venía en gana. Después de ganar premios internacionales por Emilia Pérez, como mejor actriz, una estrategia lógica era que la actriz purgara la línea de tiempo de su cuenta de X, pero no fue así: empezaron a aparecer mensajes de odio contra el Islam («foco de infección para la humanidad que hay que curar urgentemente»), George Floyd («un drogata estafador»), Selena Gómez («es una rata rica que se hace la pobre») y la vacuna contra el Covid 19 (“la vacuna china, aparte del chip obligatorio, viene con dos rollitos de primavera”). También se encontró una publicación contra los Premios Oscar («una gala fea fea»).
A renglón seguido, la actriz arremetió contra los detractores que supuestamente tiene alrededor del equipo de producción de I’m still here (Ainda Estou Aqui) de Walter Salles. Acusó al equipo de redes sociales del filme brasileño de publicar comentarios contra ella y el filme de Audiard. Las reglas de la Academia de Hollywood son muy claras: durante la carrera por el Oscar no se puede hablar mal de una película o de quienes trabajan en ella. En tal caso, el odio que señala Karla Sofía Gascón en los demás es el que ella ha generado, en el pasado, contra un gran un número de personas e instituciones. Todo esto abre el camino para que la norteamericana Demi Moore (protagonista de The Substance) gane la estatuilla con la brasileña Fernanda Torres (I’m still here) como segunda favorita.
Este asunto no deja de causar asombro en términos empresariales: cómo el departamento de relaciones públicas de una gran corporación como Netflix no destinó una mínima parte de su gran presupuesto a manejar la imagen de la actriz española. Otro habría sido el destino de este filme en premios y festivales si se hubiera hecho un monitoreo de las cuentas sociales de la actriz (y de sus entrevistas) para eliminar cualquier exabrupto que pudiera perjudicar a la circulación del filme. Habrá que ver cómo se resuelven cuatro temas mediáticos: la actriz debería ir a todas las ceremonias de premios a los que está nominada, debe asistir a una mesa redonda previa que siempre hacen los nominados, debe atender (perdón el gringuismo) a una cena con todos los candidatos y, por último, debe afrontar la noche de la premiación en la que cinco actrices que han ganado previamente el Óscar deben presentar a las candidatas.
Estos errores no disminuyen sus aportes al filme y tampoco minimizan los logros de la actriz española por la comunidad LGTBIQ. En España ha recibido el premio Arcoíris del ministerio de la igualdad del gobierno español y el premio Trailblazer de la prestigiosa revista Elle. Hasta ahora su logro más importante es la Orden de las Artes y las Letras impuesta por el ministerio de cultura del gobierno francés.
Quizá la actriz está mejor como Manitas del Monte y su retrato apabullante del narco sin escrúpulos. Su voz, su rostro, sus gestos, su maquillaje dan vida a un narco desalmado. Ver después a la actriz, transformada en Emilia Pérez plantea una boutade que va demasiado lejos cuando ella maltrata a Selena Gómez diciéndole que no se llevará a sus hijos (momento en el que Jessie confiesa que se va a ir con otro hombre que también es narco). Es como si lo trans reculara hacia un estado masculino que se ve en su lenguaje corporal y se escucha en su repentino vozarrón.
Para abonar la polémica el cineasta Audiard también ha sido víctima de la policía de Internet. Han salido a luz declaraciones descontextualizadas sobre el idioma en el que fue rodado su musical: “es un idioma de países emergentes, de países modestos, de gente pobre y migrantes”. Estas afirmaciones las hizo, a fines de 2024, en francés, y han sido vistas como un supuesto ataque a una de las lenguas más usadas en el mundo. Ataques realmente fuera de lugar si tomamos en cuenta que Audiard ha filmado en cingalés e inglés, ampliando su abanico lingüístico al hacer un filme en español.
Lo anterior no quita que haya pasajes en Emilia Pérez que parecen pasados por la aplicación de Translate Google. Basta con citar a Selena Gómez que en vez de decir «de nada», masculla un «bienvenida». Está también el uso incorrecto de la palabra «buen». Por lo general, a ese vocablo se le añade un sustantivo. No sucede así en la película. Aparece «buen» de manera solitaria sin que nadie complete la frase. Otros errores que aparecen son los siguientes: se aprecia en un letrero enorme que dice «Tribunal del distrito federal». El DF desapareció como nomenclatura en 2017 para rebautizar la capital como CDM o Ciudad de México. También aparece un letrero que dice «cárcel» para designar a la prisión cuando sabemos que ninguna de esas instituciones lleva ese rótulo.
Vamos ahora con las otras actuaciones. Selena Gómez, de padre mexicano, quien interpreta a Jessie, la esposa de Manitas del Monte, ha enfrentado críticas debido a su marcado acento estadounidense. Su personaje interpola algunas frases breves en inglés y el español es el idioma que se ve forzada a usar porque es el que hablan en el círculo del narcotráfico. A Giancarlo Exposito, y su personaje de Gustavo Fring, se le tolera su pésimo español en la serie Breaking Bad, pero a Sofía Vergara se la crucifica por una supuesta desconexión sintáctica y taras en la pronunciación durante su primera etapa en Estados Unidos. Ambos ejemplos evidencian un problema cultural: no se puede satisfacer ni a los anglófilos ni a los hispanófilos. Sin embargo, uno pensaría que por tratarse de Selena Gómez por lo menos la canción «Mi camino» va a estar interpretada de manera correcta. El resultado es una balada a lo Fey en la que su español tampoco suena muy correcto. En contraste, Adriana Paz, en el papel de Epifanía, destaca por su capacidad para aportar profundidad y credibilidad al reparto, siendo la única actriz azteca en una película que se desarrolla en un contexto cultural mexicano. Y canta mejor que Selena Gómez.
La gran revelación es Zoe Saldaña, actriz de origen dominicano (así lo dice su personaje dos veces en la pantalla) que deslumbra por sus dotes vocales y por su background de ballet clásico que la ayuda en sus números musicales. La abogada Rita Mora Castro es un personaje de armas tomar que logra organizar de manera expedita la nueva vida de Manitas del Monte; luego será la segunda de a bordo de la fundación que Emilia crea para asistir a las víctimas del narcotráfico.
La banda sonora, compuesta por Camille y Clément Ducal, es la que realmente merece la categoría de trans, pues se trata de uno de los puntos supuestamente más elogiados de la película. Es una mescolanza transcultural de géneros como hip-hop, pop, rock, ópera, música electrónica, techno, punk, rap y balada, que intenta crear un universo sonoro vibrante. Camille (París, 1978) es una música importante de la escena vanguardista francesa. Su trabajo llamó la atención de Disney que la contrató para musicalizar la secuencia de créditos de Ratatouille (2007). Hans Zimmer la llamó para que componga una canción para El principito (2015). Su consagración ha sido el Globo de Oro para la canción “El mal” de Emilia Pérez.
El diseño de producción de Emanuelle Duplay y la dirección de arte de Virginie Montel reflejan la estética extravagante y colorida del musical, aunque la falta de consultores mexicanos en los estudios Bry-sur-Marne ha sido evidente en la representación superficial del entorno cultural. Este aspecto ha suscitado críticas por la desconexión entre la puesta en escena y las realidades del contexto mexicano.
El guion también presenta grietas: desde la incredulidad que genera ver al personaje de Selena Gómez no reconocer a su marido (al que no ha visto en años) convertido en transexual, la audacia narrativa de cambiar de sexo a un narcotraficante, o el improbable arco redentor de Emilia al crear una fundación para las víctimas que él mismo generó como líder criminal. Estas inconsistencias han sido señaladas como problemáticas para el desarrollo narrativo y nos han hecho acuerdo de Hanna Arendt quien fue muy clara al hablar de la banalidad del mal. La pregunta es muy simple: ¿Se puede banalizar la desaparición forzada de personas? La respuesta para Audiard parecería ser que sí.
A pesar de sus efectos y defectos, Emilia Pérez representa un paso audaz para el cine contemporáneo al abordar temas controversiales como el narcotráfico y la identidad de género en un formato popular. Netflix, por su parte, ha logrado convertir la película en un fenómeno cultural, pero no en un éxito económico o de crítica, ya que no ha recuperado ni siquiera la mitad de lo invertido. Pese a esto es irrelevante cuantos premios Oscar le den o le quiten en marzo. Siempre será recordada como el filme que nos hizo discutir sobre lo queer, lo narco y lo trans.



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