
Adolescence, de Philip Barantini, con Stephen Graham como protagonista, es una serie de NETFLIX de apenas cuatro capítulos que emplea magistralmente la técnica del plano secuencia para sumergir al espectador en una narración singular. Este plano de larga duración es la unidad espacio-temporal que mejor representa las posibilidades expresivas del cine. La toma interminable logra sintetizar un lugar y un tiempo específicos, de tal forma que asistimos a un momento de realidad que no está mediado por el corte. De todos los planos existentes, este resulta el de mayor eficacia para transmitir un efecto de realidad que es lo que más persigue el cine. Este mismo recurso técnico, que también fue usado en Boiling Point, el drama de cocineros dirigido por el cineasta Barantini en el año 2021, en el que también colaboró con Stephen Graham, realza la narración al proporcionar una experiencia no depurada y en un presente continuo. En Adolescence, cada episodio se desarrolla a través de una toma que se interrumpe nada más para dar paso automáticamente al siguiente capítulo, metiendo al público de lleno en la vida de los personajes, y acompañándolos en la creciente tensión que rodea al trágico suceso.
Cada capítulo le hace un zoom in al drama cotidiano de la familia que cae en desgracia. Se escoge una hora crucial del día a día, y se ausculta con bisturí y escalpelo el pulso trágico de la situación. Cada episodio está tan bien filmado que es inevitable recordar la ironía de James Stewart cuando filmó La soga (1948) de Alfred Hitchcok, también rodada a través de un plano secuencia. Stewart comentó en voz alta, quejándose de las arduas semanas de entrenamiento, que la única persona que estaba en verdad ensayando era el camera man. Bromas aparte, la coreografía de la cámara está muy bien llevada y, como siempre sucede en este tipo de casos, se trata de una proeza tanto física como técnica. Gracias a este triunfo la serie nos hace recordar el plano secuencia más largo de la historia del cine que es El arca rusa (2002) de Aleksandr Sokurov, con 99 minutos de duración, y que tiene lugar dentro del Museo del Ermitage, en San Petersburgo. Aquí (no importa repetir este dato fundamental) son cuatro horas y cuatro planos secuencia.
La serie profundiza en temas contemporáneos como la dinámica familiar, la omnipresente influencia de las redes sociales y la búsqueda de la aceptación social en una pequeña ciudad británica. La familia de clase media, de apellido Miller, lidia con la acusación contra su hijo de 13 años, Jamie, por el asesinato a cuchilladas de una compañera de clase. La narración explora las desventajas del tiempo que nuestros hijos pasan ante una pantalla sin ningún control o monitoreo, y la exposición a contenidos nocivos en línea que pueden llevar a los jóvenes a hechos de sangre con algunas consecuencias devastadoras. Todo esto se pone en el tapete cuando los padres reflexionan sobre el posible papel que cumplieron (sin querer queriendo) en la debacle, reconociendo negligencia involuntaria. La hija también sufre en esta dinámica familiar ya que ella queda señalada como hermana del brutal asesino, y tiene que lidiar con la ausencia de su hermano como si este estuviera muerto.
La serie examina con seriedad el papel de las redes sociales como Instagram en la formación del comportamiento adolescente, enfatizando en cómo la búsqueda de validación a través de likes y emojis puede conducir a resultados peligrosos (curiosa la explicación que el niño le da a la psicóloga sobre el significado particular de los emoticonos en forma de frijol). La descripción del acoso y las presiones de la aceptación social se retratan con cruda autenticidad, arrojando luz sobre los retos a los que se enfrentan los adolescentes en la era digital actual. Las cofradías digitales, un tema tan en boga, se resumen aquí en la alusión de una secta virtual llamada Incel (adhesión incondicional de los adolescentes al celibato). En la conversación que tienen la psicóloga y el acusado, en el capitulo 3, se menciona sutilmente al influencer de extrema derecha, Andrew Tate, como el posible incitador de este tipo de crímenes de odio.
Stephen Graham ofrece una interpretación tan convincente de Eddie Miller, un padre que lucha por comprender las acciones de su hijo y sus posibles defectos, tan conmovedora que uno como espectador se solidariza inmediatamente. Su interpretación es desgarradora y abunda en matices, cambios de expresión y actitudes, captando la confusión de un padre que jamás podrá salir de aquella situación dolorosa. El reparto, que incluye al recién llegado Owen Cooper (dulce y tierno, pero también perverso y cruel, en el papel de Jamie) y a Erin Doherty como la psicóloga Briony Ariston, que es la que le da a la serie la profundidad emocional que no transmite ningún policía, abogado o juez dentro de la historia. Memorable la escena de la conversación a puerta cerrada que tiene la profesional de la salud mental con el joven trastornado. Su personaje llega a sentir miedo genuino al verse en peligro ante la explosión de carácter del pequeño homicida. Todo esto hace de Adolescence, no sólo un drama criminal atípico, sino una sagaz exploración de los problemas de la sociedad en que vivimos.
Hay que aplaudir esta serie inteligente, no solo porque nace en NETFLIX (que no tiene por qué acertar siempre dentro de su profusa producción industrial), sino porque surge de la misma narrativa audiovisual generada por social media. El mejor instrumento de narración resulta ser el formato de una hora en una plataforma de streaming. Menuda paradoja: la serie la proyecta la transnacional en la que los adolescentes consumen su cuota diaria de audiovisuales. Stephen Graham, el inolvidable irlandés rechoncho del filme Snatch (2000), sobresale (ya lo dijimos más atrás) no solo como protagonista, sino también como productor ejecutivo y co-guionista. Graham invitó a Brad Pitt, su compañero de reparto en el filme de Guy Ritchie, a financiar parte de la serie, razón por la que el actor norteamericano también consta en los créditos de la producción.
Adolescence es un testimonio de la destreza de Barantini como contador de historias. Imposible no recordar la cita de Wim Wenders quien afirmó, con sabiduría, que ahora abundan los storysellers en vez de los storytellers. Enhorabuena que hay aún narradores que piensan más en explorar una historia que en venderla. Esto se nota en algo muy elemental de observar: la serie no tiene el más mínimo hálito sensacionalista (no es 13 reasons why que, con temática similar, hizo furor en la misma plataforma de streaming en 2017). Hay que ponderar también el éxito pedagógico que puede haber detrás: el espectador común y silvestre por fin sabrá lo que es un plano secuencia.
Inútil afirmar que esta serie es de visionado obligado porque ya está rompiendo todos los récords posibles de audiencia, se trata de un producto útil para quienes buscan una televisión que invita a la reflexión, con episodios que no hacen más que desafiar al espectador que se ve obligado a repensar su rol parental y su entendimiento de las complejidades de la adolescencia en la era digital. Vale.
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