«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para abril, 2025

The White Lotus como el paraíso del turismo de élite

¿Qué sentido tiene gastar $9000 la noche por estar en un resort internacional? Esta pregunta parece resonar con más fuerza en la tercera entrega de la popular serie de Mike White que transmite HBO Max y que ha ganado más de una veintena de premios incluyendo el Emmy y el Globo de Oro. Antes de empezar mi crítica debo resaltar que una noche en el Pikaia Lodge, en la Isla Santa Cruz en Galápagos, roza los $ 7000. No quiero entrar en detalles como su ubicación: está construido al borde un volcán extinto y que Leonardo di Caprio estuvo hospedado allí en 2021. Superado el dato curioso, entramos de lleno a nuestro tema.

La tercera temporada de “The White Lotus” continúa su mordaz exploración del turismo de élite, esta vez trasladando su punto de vista crítico desde las costas de Hawái y los paisajes mediterráneos de Sicilia, a las exóticas playas de Tailandia. Como en sus predecesoras, White utiliza el microcosmos de un lujoso resort para su autopsia cultural de privilegios, neurosis, fobias y la insatisfacción perpetua de sus adinerados huéspedes.

A diferencia de las temporadas anteriores, donde el misterio central se revelaba desde el principio, esta nueva entrega juega su Póker con astucia, reservando la revelación del autor de la matanza para el episodio final. Esta decisión de estructura, al máximo arriesgada, genera una tensión acumulativa que se sostiene a lo largo de los episodios, manteniendo al espectador en constante especulación con la pregunta Whodunit.

La banda sonora de Cristóbal Tapia De Veer merece especial reconocimiento. Su composición, inquietante y hipnótica, se ha convertido en un sello distintivo de la serie, amplificando la sensación de paraíso perdido que impregna cada escena. Sus arreglos evocan tanto la belleza seductora como la inquietante extrañeza del entorno, subrayando la dualidad que atraviesa este atado de ocho episodios.

El verdadero tour de force de esta temporada reside en el extraordinario don de Mike White para crear y entretejer una pléyade de personajes complejos y memorables. Parker Posey deslumbra como Victoria Ratliff, cuyo acento sureño se ha convertido en un fenómeno viral en redes sociales. Su interpretación de una mujer privilegiada, y a la vez profundamente insatisfecha, encuentra el contrapunto perfecto en Jason Isaacs, quien da vida a su atormentado esposo al borde del suicidio.

La constelación familiar se completa con Patrick Schwarzenegger y su controvertida relación incestuosa con su hermano, mientras que el personaje de Piper, obsesionada con unirse a un templo budista que está cerca del complejo turístico, aporta un contrapunto irónico entre la búsqueda de espiritualidad y el entorno de excesos materiales.

El trío conformado por Carrie Coon, Michelle Monaghan y Leslie Bibb, como las amigas cuarentonas que convierten su viaje en una expedición de turismo sexual, ofrece algunos de los momentos más hilarantes de la temporada. El trío en búsqueda de validación y juventud perdida resulta algo tan cómico como trágico.

La fauna de personajes extraños incluye a Walton Goggins que interpreta a un hombre amargado cuya experiencia turística se transforma en una misión de venganza, añadiendo una capa de oscuridad a la trama. Se parece intencionalmente al personaje principal de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, buscando al Coronel Kurtz por la selva del Congo belga para matarlo. En esta subtrama resulta notorio el cameo de Sam Rockwell como amigo de Goggins.

La incorporación de la cantante Lisa, del grupo Black Pink, al elenco como parte del personal del resort y su amistad con el guardia de seguridad (Tayme Thapthimthong) ofrece una perspectiva desde “el otro lado” como excusa para escuchar diálogos en lengua nativa; mientras que el regreso de Natasha Rothwell y John Gries (de la temporada anterior) proporciona un hilo conductor narrativo que enriquece el universo de la serie. Es una lograda subtrama que se desprende la anterior entrega.

Pese a las virtudes anotadas, este White Lotus no está exento de defectos. El tratamiento sensacionalista de temas como el incesto o la relación entre el joven Schwarzenegger y el personaje interpretado por Charlotte Le Bon roza por momentos la provocación gratuita. Parece ser parte de elementos que parecen más orientados a generar controversia que a profundizar en la caracterización.

Otro punto débil radica en la postergación excesiva de la intriga central. A diferencia de las dos temporadas anteriores, donde el misterio servía como marco para explorar a los personajes, aquí la revelación tardía del responsable de la matanza diluye parte del impacto dramático y resta coherencia a ciertos arcos narrativos.

Las conversaciones entre los personajes, aunque brillantemente interpretadas, caen ocasionalmente en la superficialidad, reflejando de manera demasiado literal el vacío que impera en sus vidas privilegiadas, pero sin ofrecer la profundidad que caracterizó otros momentos de la serie. También extrañamos esas intertextualidades de la historia del cine (tan sólo recordemos a Aubrey Plaza recreando una escena de La aventura de Michelangelo Antonioni en la temporada anterior). En esta tercera entrega la única sutileza es interpolar imágenes simbólicas de la fauna, la flora o las peleas de ese deporte nacional que es el box tailandés llamado muy Thai. Esos clips de pugilato sirven como un comentario de la matanza que se avecina.

La fotografía de Xavier Grobet, si bien es técnicamente impecable, resulta excesivamente preciosista. Su captura de los paisajes tailandeses, aunque deslumbrantes, se asemejan tanto a postales de turismo que por momentos parecen extraídas directamente de una campaña promocional del ministerio de turismo de Tailandia, contradiciendo irónicamente la crítica social que pretende articular la serie. Es como cumplir con las instituciones pero al mismo tiempo punzarlas.

A pesar de estos tropiezos, “The White Lotus” sigue siendo una de las propuestas más sólidas del vasto panorama del streaming actual en el que las series han reemplazado a las telenovelas de antaño. Su mayor acierto continúa siendo su incisiva crítica al turismo de lujo, exponiendo con agudeza los contrastes entre la opulencia de los huéspedes y la precariedad de las comunidades locales que los acogen. Resulta particularmente irónico que la serie, concebida como una crítica al turismo de élite, haya impulsado, en estos últimos meses, significativamente el turismo en Koh Samui, convirtiendo la locación real en un destino codiciado para los espectadores deseosos de experimentar el “auténtico” White Lotus.

Entonces, ¿qué sentido tiene gastar $9000 la noche por estar en un resort internacional? Quizás ninguno, o talvez el mismo que impulsa a los personajes de White: la ilusión del dinero como catalizador no solo de exclusividad y belleza, sino también de una evasión temporal de los problemas que, inevitablemente, viajan con nosotros doquiera que vayamos (tan sólo hay que ver cómo sufre el personaje de Jason Isaacs en su subtrama de fraude financiero). La brillantez de “The White Lotus” (que contiene el apellido del director Mike White) radica precisamente en mostrarnos que, por muy paradisíaco que sea el destino, el equipaje emocional (aquel en el que aún no se fijan las aerolineas) siempre supera el límite permitido.

UNA OBRA MAESTRA DEL HORROR AUSTRÍACO

No es usual que una película de horror en alemán se proyecte en los cines locales. Entre tanta maleza de Marvel, Disney y filmes hechos con IA, aparece esta joya de sórdida belleza. Des Teufels Bad (El baño del diablo), ganadora del Festival de Sitges 2024, tiene doble crédito en la realización: Veronika Franz y Severin Fiala. La pareja de directores ha creado una extraña obra de horror folclórico, ambientada en un pueblo de la Alta Austria en 1750.

La película se basa en los registros de archivos históricos de ciertas regiones rurales de la Austria del siglo XVIII de casos de mujeres que cometían asesinatos, no por maldad o venganza, sino como un intento desesperado de ser ejecutadas y recibir así la «absolución» de la muerte cristiana. Este ciclo ritual de violencia y culpa, nacido de la desesperación espiritual y el abandono social, es la semilla del diablo de esta fábula de pesadilla.

Qué rareza ver una película con parajes verdosos naturales o el río en el cual pescan los aldeanos. Sin teléfonos móviles (obvio, por el siglo en el que se desarrolla la trama). Todos los actores ostentan rostros auténticos, genuinos. Nadie es conocido, ninguno es una súper estrella. Las imágenes más turbadoras son las de los chivos que son destripados sin piedad frente a la cámara. Sobre todo, la del cadáver decapitado de la mujer al principio del filme. En lo alto de una colina se exhibe el cuerpo sentado en una silla, mientras a su diestra se aprecia su cabeza en una jaula colocada en un pedestal. Con esta economía de elementos basta para inquietar a cualquier espectador inteligente.

La pelicula no trata sólo del descenso a la locura de una joven recién casada, sino de una comunidad enloquecida por la represión. El personaje principal llamado Agnes -interpretado con una profundidad y una contención devastadoras por Anja Plaschg quien también hace la música del filme- es un cuerpo que cae por el peso del silencio y el pecado. Plaschg es fascinante: pálida, con los ojos muy abiertos y apenas aferrada a la realidad, ofrece una interpretación de un fatalismo casi en trance. No pide compasión. Exige que el espectador sea testigo.

La aldea, por su parte, es un personaje en sí mismo. El diseño de producción rural es meticuloso (caminos cubiertos de barro, vigas de madera podridas, huesos de animales colgados como campanas de viento) y la dirección artística se adentra en una oscuridad milenaria. Vale la iluminación con velas. La luz no penetra entre estos muros. Los trajes no son estilizados trajes de época; están raídos, llenos de piojos, pesados con el hedor de la grasa animal y el sudor frío. Son ropas para ser enterradas. Prendas de cadáveres.

El director de fotografía Martin Gschlacht capta la estética gótica con una elegancia brutal: su cámara se detiene en viñetas estáticas, evocando un horror vacui que recuerda el género pictórico de la naturaleza muerta. No es horror estilizado, es horror vivido. Inevitable pensar en el sol de Midsommar (2019) de Ari Aster, Des Teufels Bad también encuentra su horror en la claridad de su entorno, pero aquí la luz es gris, fría e indiferente. No hay catarsis. Sólo el lento avance de la Parca que se acerca.

El reparto secundario es una galería de rostros amenazadores, curtidos y mórbidos. Destaca la madre del esposo de Agnes. Visita diariamente la casa de los recién casados y exige que la nuera sea una excelente cocinera, sin dejar de preguntar cuándo quedará embarazada. Wolf, el esposo, vive para el dictamen de su madre, y para tareas comunitarias como la recolección de peces en el río. Son personas que no le temen al mal, sino que se ofrecen a él. Viven en simbiosis ritual con la madre naturaleza, no como fuente de alegría o generosidad, sino como una deidad cruel a la que hay que apaciguar. Su fe no es cristiana, sino pagana en su sufrimiento. Aquí no hay redención posible, sólo el ritmo de tres estaciones: el nacimiento, la sangre y el entierro.

El horror en Des Teufels Bad no está en los sustos ni en las visitas demoníacas. Quienes esperen ver al diablo pierden el tiempo. El mal está presente en cada acto humano de una aldea donde se mata en nombre de Dios. Está en la mirada de un marido que ofrece deber pero no amor. En la comunidad que responde a la locura con sermones y desprecio. En el acuerdo silencioso de que la muerte es mejor que la desgracia y que matar a la loca de turno es lo que engrasará el engranaje del pueblo para que siga funcionando.

En una época en la que los estudios apuestan cada vez más por los fantasmas hechos en CGI y los monstruos digitalizados, Des Teufels Bad nos recuerda que el terror vive en el suelo de nuestra aldea, en el pasado que nos persigue, en la silenciosa desesperación de vidas condenadas de antemano. Se trata de una película excepcional: un descenso al horror histórico, tan artesanal como conmovedor. Y demuestra, sin lugar a dudas, que el género todavía está vivo, pues resulta capaz de ofrecernos una historia genuina y desgarradora, sin una pantalla verde de por medio.

Parthenope, el canto de la sirena de Sorrentino

En Parthenope (2024) Paolo Sorrentino esculpe un relieve cinematográfico que contempla con añoranza su natal Nápoles, el Mediterráneo y la belleza del fracaso. En el centro de la trama se encuentra una mujer cuyo nombre es demasiado simbólico, Parthenope, como la sirena mitológica que se ahogó al ser ignorada por Odiseo; también es el nombre ancestral de la ciudad de Nápoles. De hecho, la primera escena del filme nos enseña a una mujer dando a luz, al personaje principal, en plena agua de mar, enfatizándonos su origen ultramarino. Pero la Parthenope de Sorrentino no se ahoga como en el mito original, sino que perdura y, al hacerlo, se convierte en una de las creaciones más recordadas del director, sobre todo por la primeriza artista que la interpreta.

Celeste Dalla Porta (Milán, 1997), la actriz principal, radiante e inteligente, nos ofrece una Parthenope de contrastes: sensual y cerebral, etérea y, al mismo tiempo, con los pies en la tierra; desnuda o vestida, fumando un cigarrillo a lo Lauren Bacall; coqueta, recibiendo cual una Sofía Loren o una Mónica Bellucci la adoración del género masculino, ya sea vestida de tul o bikini. Hay algo de fatalidad en su belleza que es como una carga que tiene que llevar por doquier («la belleza como la guerra, abre puertas», dice un personaje). Aunque no tiene la voluptuosidad de la Loren o la Bellucci, tiene el encanto de un mito y la complejidad psicológica de un personaje shakespereano.

Particular la escena rodada en el interior de la Iglesia de San Gennaro. Después del rito público de la licuefacción de la sangre del santo, Parthenope se disfraza de papisa y tiene un acercamiento erótico con el obispo de la ciudad. La cámara juega de manera minuciosa con todos los ajuares que visten a una autoridad religiosa, en pleno espacio sacramental. Aunque la cópula no se concreta, la cámara no deja de explorar la iglesia más emblemática de la ciudad. Si en el rito público la sangre no se licuó (para desazón de los feligreses), una vez que Parthenope alcanza el orgasmo de la mano de su obispo, vemos cómo el líquido enseguida se mueve dentro de la ampolla de vidrio, dejando atrás su estado sólido. Parthenope obra así uno de los tantos «milagros» que aparecen a lo largo del filme.

Su temprana ambición de convertirse en actriz no se trata, en el segundo acto, como un capricho juvenil, sino como un hambre metafísica, un anhelo de visibilidad, trascendencia y belleza. Cuando este sueño se malogra, su arco narrativo no se derrumba en una tragedia; por el contrario, se inclina hacia una dimensión pedagógica. Ella se convierte en profesora de filosofía, no por resignación, sino por descubrimiento vocacional y una reorganización de sus valores morales. Queda, sin embargo, el sabor de la derrota, de lo que se pudo haber sido y no fue. No es gratuito que Sorrentino ponga a Stefania Sandrelli (Viareggio, 1946), una de las actrices más hermosas que ha dado el cine italiano, en el papel de la Parthenope mayor.

Un elemento memorable del filme es el cameo de Gary Oldman, como el escritor estadounidense John Cheever, que se convierte en la fuerza sísmica del primer acto. Oldman interpreta a Cheever como un oráculo alcoholizado: irónico, melancólico, empapado de ginebra y perspicacia. Tiene un aire al Dirk Bogard de La muerte en Venecia. Su presencia es fugaz, pero crucial: se convierte en la persona que reconoce lo más latente en Parthenope, algo que es a la vez, literario y trágico, pero, sobre todo, obstinadamente vital.

Su encuentro no está cargado de ningún tipo de romanticismo, sino más bien de reconocimiento metafísico. Él la ve como ella realmente es, y es este acto de reconocimiento intelectual lo que constituye el gran giro de la trama vital de la protagonista. Difícil de olvidar es el momento en el que Parthenope se le insinúa y él le dice de manera tajante que no, que no desea robarle ni un solo minuto de su juventud. Cheever, en manos de Sorrentino, se convierte en una especie de bisagra entre el primer y el segundo actos. Habla, como en sus relatos, de vidas a medio vivir, de anhelos nunca del todo cumplidos, y al ser una criatura oracular, ofrece a Partenope un espejo en el que vislumbrará un camino doloroso, pero más duradero.

La cámara de Sorrentino queda embelesada por Nápoles y por Celeste Dalla Porta. La ciudad se convierte en protagonista por derecho propio: dorada, sagrada, carnal. Parthenope en un traje de baño de dos piezas mientras lee un libro. El Mediterráneo brilla como un mito líquido, reflejando no sólo la luz, sino también la memoria, el dolor y la libertad extática. Parthenope aparece en una escena con el busto desnudo. Lo sagrado está en todas partes: en el mar, en los rostros de las ancianas que rezan en las iglesias, en la reverencia con la que la cámara trata el tema del fútbol que es tan sagrado en esa ciudad. La protagonista sale del mar con su larga cabellera mojada. Maradona, el santo no oficial, aparece en la película como un fantasma benévolo en una bandera, como un símbolo de la perfección perdida, del hermoso fracaso. Parthenope apareciendo ligera de ropas de manera inquietante recordando a una extensa tradición de hermosas actrices italianas (Ornella Muti, Laura Antonelli, Mariangela Melato, Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Mónica Vitti, Stefania Sandrelli, Monica Bellucci, Edwige Fenech) que hicieron también todo aquello que sus respectivos directores les dijeron: muestren vuestros hermosos cuerpos de las maneras más sutiles y hagan soñar a todos los espectadores que puedan. La debutante Celeste Dalla Porta es una mujer delgada de 27 años que constituye un importante descubrimiento por parte de Sorrentino, aunque a ratos parezca ser una portavoz del director en cuanto a ideas, ocurrencias, declaraciones, metas estéticas. Su presencia magnética permite constatar que los símbolos eróticos en el cine, aún son posibles. Ahora que social media lo ha contaminado todo y le ha quitado la magia a la esfera sensual, la cámara que se enamora de Parthenope, termina enamorando al espectador.

En el filme de 132 minutos hay resonancias filosóficas y cinemáticas por todas partes: ecos de Platón y Pasolini, además de un determinismo mítico y cierto nihilismo existencial. El guion es literario en el mejor sentido: está lleno de gracia aforística, con silencios que significan más que las palabras. Sorrentino no sólo escribe diálogos; compone un pensamiento audiovisual que ya está presente en sus anteriores filmes como La Giovanezza (2015) o La Grande Bellezza (2013). Y a pesar de todo, Parthenope perdura. No como la sirena ideal, sino como una mujer que al final se decide por la cátedra: lee, enseña, recuerda. Una mujer que no se casa, no tiene hijos, pero se convierte en algo más duradero que una actriz: es una mente brillante que será faro intelectual para las generaciones por venir.

Parthenope es una carta de amor no sólo a Nápoles, a la belleza femenina o al mar, sino al acto de elegir una vida con sentido cuando la luz de la sala de cine se enciende. Es, en definitiva, un mito reescrito: una sirena que entra y sale del océano, se convierte en humana y luego en criatura marina, que se va y luego regresa para quedarse, pero que enseña a otros a ver.

París no es una fiesta en este filme de Woody Allen

Coup de chance (2023) de Woody Allen, que está disponible en Amazon Prime, pasó desapercibida para el pequeño y gran público desde su fecha de estreno. En el 2020 pude ver, casi solo en la sala de Supercines, el filme Rifkin Festival que se desarrolla en San Sebastián y que quiso ser una sátira de los festivales de cine europeos. Con la financiación en Estados Unidos ya vedada -debido en gran parte a las acusaciones y polémicas que rodean su vida personal desde hace tiempo- Allen se ha parapetado en Europa y ha montado su quincuagésima película en los esplendorosos barrios de París. El resultado es un noir, hablado en francés, que se hace eco de sus preocupaciones de siempre: el destino, la culpa y el deseo, todo empaquetado en elegantes envoltorios que son atrayentes por fuera, pero no tan seductores una vez abiertos.

La trama, que parece extraída de un personalísimo cuaderno de clichés, sigue a Fanny (Lou de Laâge), una hermosa joven que aparentemente vive la vida perfecta: casada con un carismático multimillonario, Jean (Melvil Poupaud), y viviendo en la cima del lujo parisino. Pero cuando se cruza con Alain (Niels Schneider), un joven escritor en apuros y antiguo amor de instituto, el destino -o el azar, según el título del filme- pone en marcha un enredo romántico insoportablemente previsible y estilizado.

El director que alguna vez hizo carrera inyectando, a situaciones ordinarias, ampolletas de ingenio mordaz y ambigüedad moral, inserta giros a la maldita sea que se desarrollan de manera mecánica. El ama de casa reprimida. El escritor solitario y sensible. El marido obsesivo y celoso que recluta a un investigador privado para que persiga a su mujer. Estos personajes parecen retazos de personas de guiones perdidos hace tiempo, revividos con acento francés y ropa de alta costura.

Sin embargo, lo que salva a Coup de chance de la mediocridad es su señorío visual. El director de fotografía, el italiano Vittorio Storaro, de 84 años, en su cuarta colaboración con Allen, baña cada fotograma con el tono dorado de los sueños recordados (ah, París, Ciudad Luz). Los exteriores brillan con una melancolía otoñal, pero son los interiores los que más fascinan y le hacen a uno olvidar las tonterías que se van contando en la pantalla. Storaro elige una paleta distinta para cada ambiente interior: azules fríos para la estéril opulencia de la casa de Jean, ámbares cálidos para los espacios clandestinos de la aventura de Fanny, sepias crudos y sombras a lo Da Vinci cuando la paranoia se instala en el interior. La iluminación no sólo es bella (perdón la cursilería), sino también expresiva, y tiene más peso emocional que el guion no tiene.

Más allá de los interiores, es la propia capital de Francia la verdadera protagonista de la película, algo que ya sucedió con Midnight in Paris (2011) que ganó el Oscar al mejor guion original. Storaro no sólo ilumina la ciudad, sino que la venera sin pudor alguno. El resplandor dorado de la mañana en el Parc Monceau. Las sombras moteadas a lo largo del Sena. La discreta elegancia de las tranquilas calles del 7º arrondissement. Cada lugar es tratado con reverencia pictórica, como si Storaro canalizara los espíritus de los impresionistas franceses a través de su objetivo. En una escena destacada, los amantes caminan por el Bois de Boulogne bajo un dosel de hojas otoñales, cada una iluminada como si hubiera sido insertada manualmente. La película es tan perfecta visualmente que a veces parece haber sido hecha con el odioso 4K. Lástima que esa perfección no está en otros aspectos del filme.

Spoiler alert. El final, sin embargo, es puro Allen. Como para recordarnos que el azar lo gobierna todo, El esposo celoso muere, no por sus propias maquinaciones o por los pecados que descubre, sino por un accidente fortuito, un golpe narrativo tan agudo que parece la declaración de una tesis doctoral sobre Albert Camus. Es un encogimiento de hombros nihilista, que recuerda a Match Point (2005) o a Crimes and Misdemeanors (1989), pero esta vez sin la gravedad emocional y sin todas las genialidades situacionales. Se podría sospechar que Allen, a sus 89 años, recurre a material conocido no porque tenga más que decir, sino porque son las únicas historias en las que quiere apoyarse, como igual confía en el jazz de siempre para su banda sonora o la misma tipografía Windsor que usa para sus secuencias de créditos.

Hay una perfección esterilizada en Coup de chance, como la sala de un museo que ha sido preparada para una exhibición grande, pero que carece de alma artística. A pesar de su esplendor visual y sus correctas interpretaciones, la película parece un palimpsesto de obras mejores, tanto de Allen como de otros. Es una cinta hecha por un director exiliado no por la geografía sino por el momento cultural del Me Too. Es su forma de decir que puede conseguir con facilidad, en otro continente, el tan negado financiamiento norteamericano.

El repetir esquemas narrativos ya manoseados por él mismo en filmes previos es una rabieta de viejo que no se le puede perdonar aunque sea Woody Allen. Tanto si se trata de su canto del cisne como de otro título de una filmografía interminable, Coup de chance funciona (o mejor dicho, es disfuncional) como un refinado eco de una voz que alguna vez fue poderosa. Vamos a ver qué nos regala Allen después de los 90 años de existencia. Ya ha filmado en Francia, España e Italia. Veremos qué rumbo final tomará una filmografía que está a punto de concluir.

HA MUERTO VAL KILMER, EL JINETE DE LA TORMENTA

Valentine Edward Kilmer, el carismático y versátil actor cuyas interpretaciones cautivaron al público durante cuatro décadas, falleció el 1 de abril de 2025 a la edad de 65 años debido a complicaciones derivadas de una neumonía. Nacido en Los Ángeles en 1959, Kilmer pasó de ser un actor de teatro, formado en Juilliard, a convertirse en un símbolo de Hollywood gracias a una serie de papeles memorables que mostraron versatilidad y dedicación a su oficio.

Vi por primera vez a Kilmer en 1984, en los Policines, del centro comercial Policentro, en Guayaquil. Era una comedia desopilante llamada Top Secret de Jim Abrahams y los hermanos Zucker. La retina de mi memoria guarda ese rol principal en el que Kilmer propone una especie de sátira contra los héroes de los filmes de espionaje. Un contra-James Bond que hacía fonomímica de «Tutti-Frutti» de Little Richard, salvaba a la heroína de turno de los nazis y participaba en persecuciones hilarantes.

El papel más destacado de Kilmer llegó en 1986 con «Top Gun», de Tony Scott (el hermano de Ridley), donde encarnó al aviador naval Tom «Iceman» Kazansky. Su performance no sólo fue el complemento perfecto para el Maverick de Tom Cruise, sino que también consolidó su estatus de actor principal en Hollywood. 36 años después Kilmer volvió a interpretar este emblemático papel en la secuela de 2022, «Top Gun: Maverick», con una interpretación que resonó para las nuevas y anteriores generaciones. Con la ayuda de tecnología de avanzada se le dio la voz que había perdido debido al cáncer de garganta que lo aquejaba desde hace más de una década. El actor tenía en su cuello un hueco, producto de una traqueotomía, que le obligaba a llevar siempre una bufanda. Se comunicaba a través de un sencillo sistema de un parlante conectado a su traquea.

En 1991, Kilmer asumió el rol por el que seguramente será más recordado, el de Jim Morrison en «The Doors», de Oliver Stone, en particular por su interpretación en vivo de «L.A. Woman». En este época donde abundan las biopics de cantantes (y hasta ganan Oscars por hacer fonomímica) la interpretación del vocalista de la legendaria banda de rock californiana fue aclamada por la crítica. La dedicación de Kilmer era evidente: pasó meses aprendiéndose las canciones de The Doors (él las canta en la banda sonora), y su encarnación del Rey Lagarto no pasó desapercibida para el público y la crítica (recibió el premio MTV Movie Award), aunque la academia de Hollywood lo ignoró en las nominaciones a mejor actor pincipal.

En 1995 Kilmer no tuvo vergüenza de hacer el ridículo y de enfundarse la capa y la capucha en «Batman Forever», dirigida por Joel Schumacher. Metido en el papel de Bruce Wayne/Batman, aportó una intensidad melancólica al personaje, equilibrando la dualidad del Caballero Oscuro y su alter ego multimillonario. La película fue un éxito comercial (canciones incluidas: «Hold me, Thrill me, Kiss me» de U2 y «Kiss from a Rose» de Seal) y aunque no consolidó el lugar de Kilmer en el panteón de los superhéroes cinematográficos siguió siendo un actor de referencia.

En el género del western, la interpretación de Kilmer del pálido y febril Doc Holliday en «Tombstone» (1993) es una de sus más celebradas. Su interpretación del pistolero enfermo de tuberculosis está ya en la galería de los mejores personajes de las películas del Oeste, pronunciando frases con una mezcla de ingenio y amenaza que desde entonces se han convertido en perlas cultivadas. La película alcanzó un estatus de culto, y la interpretación de Kilmer suele destacarse como lo más memorable. Como secundario también brilló con la misma intensidad en Heat (1995) de Michael Mann, como el lugarteniente desalmado de Robert de Niro.

El histrionismo de Kilmer brilló en películas como «El Santo» (1997), donde interpretó al ladrón y maestro del disfraz Simon Templar (interpretado por Roger Moore en la serie de televisión). Su capacidad para adoptar sin problemas varios personajes (con diferentes voces) dentro de la película demostró un talento que nunca fue del todo reconocido. En lo particular recuerdo con mucho afecto dos filmes: el primero es At First Sight (1999) de Irwin Winkler en el que interpreta a un masajista ciego que se enamora de Mira Sorvino. La trama adquiere un giro insospechado cuando un tratamiento (operación incluida) le devuelve la vista perdida en Vietnam. Un mundo nuevo de sensaciones y sentimientos se abre ante el personaje que vuelve a perder la vista al final del segundo acto. El segundo filme es «Kiss Kiss Bang Bang», de 2005, en el que Kilmer interpretó a «Gay» Perry, un detective privado de agudo ingenio y personalidad compleja. Su química con el coprotagonista Robert Downey Jr. y su sentido de la comedia añadieron profundidad a la comedia neo-noir. La premisa de este filme fue retomada por Barry, la serie de HBO en la que Bill Hader interpreta también a un criminal de poca monta que se mete en un curso de actuación.

Val (2022), un documental para recordar a Kilmer

Pocos documentales alcanzan el nivel de intimidad y autoexploración de Val (2022), el retrato personal y poético del actor norteamericano Val Kilmer. Dirigida por Leo Scott y Ting Poo (dos jóvenes videoastas a los que originalmente había contratado para digitalizar sus archivos audiovisuales), la película (disponible en Amazon Prime) es más que una retrospectiva de su carrera; es una meditación existencial sobre la identidad, el legado y el precio de la devoción artística. Es también un testamento en el que vemos al actor dar sus últimos suspiros vitales.

Construido en gran parte a partir del extenso archivo de vídeos caseros del propio Kilmer -que abarca décadas y captura momentos íntimos entre bastidores en películas como Top Gun, The Doors y Batman Forever-, Val ofrece una mirada sin precedentes a la vida de un actor que fue tan venerado como rechazado. Egomaníaco, conflicto, pagado de sí mismo, vanidoso al extremo, confrontado dentro y fuera del set. Se podrá decir de él lo que se desee, pero siempre será incontestable el amor de Kilmer por la interpretación y sus luchas contra la maquinaria de Hollywood quedan evidenciadas en el filme, revelando a un artista cuyas ambiciones a menudo chocaban con las expectativas de la industria.

El propio Kilmer, que ha perdido la voz debido a un tratamiento contra el cáncer de garganta, narra su historia a través de su hijo Jack Kilmer, cuya voz evoca inquietantemente el tono juvenil de su padre. Esta elección creativa añade una capa de humanidad, como si Kilmer hablara desde el pasado y el presente, rememorando una vida que, a pesar de sus triunfos, ahora se siente dolorosamente distante.

El documental no rehúye la reputación de Kilmer de ser una persona con la que resultaba difícil trabajar, pero en lugar de presentar una contranarrativa defensiva, ofrece una visión de la profundidad de su compromiso artístico. Clips de sus días en Juilliard y su obsesiva preparación para los papeles -en particular su asombrosa transformación en Jim Morrison para The Doors– revelan a un hombre entregado a su oficio, casi siempre en detrimento de sus relaciones personales con Hollywood.

Sin embargo, Val no trata sólo de ambición profesional. También es una película profundamente personal sobre la familia, la pérdida y el renacimiento. Los momentos con los hijos de Kilmer, en particular con su hijo Jack, sirven como anclas emocionales, recordándonos que detrás de la personalidad de Hollywood siempre hubo un hombre en busca de conexión intelectual y emoción artística.

Las partes más conmovedoras de Val llegan en su segunda mitad, cuando Kilmer, frágil y con dificultades para comunicarse, se enfrenta a sus limitaciones físicas con humildad y humor. Su cuerpo le ha traicionado, pero su espíritu permanece intacto. La película nos permite ser testigos de su reconocimiento de la mortalidad de una forma que pocos actores se permitirían en la pantalla. Esto se va en contra de la egomanía de la que siempre se le acusó al actor. Su baño de humildad al borde de la muerte hace de este filme un documento único.

Val no es sólo un documental sobre un actor, es una meditación sobre la fugacidad de la fama y el poder perdurable de la narración. Scott y Poo elaboran una narración que es a la vez elegíaca y edificante, celebrando una carrera repleta de interpretaciones emblemáticas, a la vez que se enfrenta a las dolorosas realidades del envejecimiento y la enfermedad.

Para quienes crecimos viendo las películas de Kilmer, Val es un conmovedor homenaje a un artista complejo y a menudo incomprendido. Para quienes no estén familiarizados con su obra, es una introducción a un hombre que vivió para su arte, incluso cuando le costó su posicionamiento dentro del star system al cual nunca perteneció del todo. Al final, Val no habla de nostalgia, sino de lucha, la que permite a un artista seguir contando su historia, incluso cuando su voz (literalmente) ya no está. En este sentido la figura del scrap book de Kilmer (ese mamotreto en el que el actor guarda sus recortes, anotaciones y fotos) resulta una metáfora visual enriquecedora. Más aun ese diario íntimo que es la serie de videos domésticos en los que lo vemos compartir momentos privados con personajes como Marlon Brando. Kilmer se adelanta a los videologs y las historias de redes sociales ofreciéndonos un documento valioso para la eternidad.

EL FUNERAL DE BLANCANIEVES O EL LIVE ACTION FALLIDO DE DISNEY

La adaptación de acción real de Blancanieves, realizada por Disney en 2025, se ha convertido en el epicentro de la crítica cinematográfica y del debate cultural de social media. Este remake del clásico animado de los años 30 del siglo anterior se enfrenta a retos que ponen de manifiesto la complejidad de actualizar cuentos audiovisuales para el público contemporáneo.

La película original Blancanieves y los siete enanitos (1937) es un logro monumental de la animación, celebrado por ser el primer largometraje animado de la historia del cine, con sus composiciones musicales que son consideradas clásicas. La versión de 2025 pretende honrar ese legado e inyectar al mismo tiempo una sensibilidad contemporánea. La interpretación de Blancanieves por parte de Rachel Zegler (la protagonista de West Side Story) introduce una heroína con alegada profundidad y capacidad de acción, supuestamente alejada del estereotipo de damisela pasiva; sin embargo, esta poco clara evolución que se ve en pantalla ha suscitado reacciones contradictorias. Los críticos sostienen que los esfuerzos de la película por contemporizar la narración hacen que se pierda la encantadora sencillez de la original.

Musicalmente, la película se esfuerza por mezclar melodías clásicas con nuevas composiciones. Aunque se mantienen canciones tradicionales como «Heigh-Ho», otras nuevas como «Waiting on a Wish» pretenden reflejar el deseo de autonomía de esta nueva versión. Estas adiciones, creadas por Benj Pasek y Justin Paul, muestran la destreza vocal de Zegler y tratan de dotar al personaje de un arco narrativo aparentemente más definido. A pesar de estos esfuerzos, algunos críticos consideran que las nuevas canciones carecen del encanto memorable de la partitura original, lo que las hace menos impactantes.

La estrategia de Disney de reimaginar los clásicos animados como películas de acción real refleja la evolución de los valores sociales y tecnológicos contemporáneos, pero la decisión de elegir a una actriz latina para el papel principal desafía las percepciones tradicionales, y ha suscitado debates sobre la falta de verosimilitud en la representación. Mientras algunos aplauden este paso hacia la inclusión, otros cuestionan cuanto se aleja Rachel Zegler de los orígenes del personaje, poniendo en riesgo la coherencia de toda la trama.

Un importante punto de controversia es la representación de los siete enanos. En respuesta a las anticipadas críticas de los fans sobre la perpetuación de estereotipos, Disney optó por representaciones hechas con CGI (computer graphic images), refiriéndose a los enanos como «criaturas mágicas». Esta decisión, que pretendía contemporaneizar la representación, marginó involuntariamente a los actores con enanismo, lo que dio lugar a acusaciones de supuesta insensibilidad y oportunidades perdidas para una representación auténtica. El actor Peter Dinklage (el de Juego de tronos), por ejemplo, criticó particularmente el remake por la artificiosidad con la que los enanos fueron representados. La verdad es que no es necesario pararse en los hombros de los gigantes para señalar que la gran falla de la película es combinar acción real con estos personajes diseñados por computadora, echando de menos las cuatro palabras «y los siete enanitos» en el título de esta nueva versión.

Los anteriores no han sido los únicos problemas que le han caído a esta Blancanieves, también se ha visto ensombrecida por las posturas políticas opuestas de sus actrices principales que interpretan tanto a la bruja malvada como a la heroína del título. El pasado de Gal Gadot en el ejército israelí y el apoyo público de Rachel Zegler a la liberación palestina han polarizado notablemente al público, entrelazando cuestiones geopolíticas con otras que son las que verdaderamente hay que discutir: las bondades o defectos del discurso cinematográfico. Estos puntos de vista divergentes han saturado los debates, denotando la imposibilidad de separar el arte cinematográfico de las convicciones personales de los actores.

La elección de Zegler como Blancanieves, un personaje representado, desde su origen literario, con «una piel tan blanca como la nieve», ha suscitado discusiónes en las legiones digitales sobre la falta de una fidedigna representación cultural. Mientras unos celebran el avance hacia la inclusión, otros lo ven como una desviación de la intención original. Esta fruslería ya se discutió cuando una actriz de color interpretó en 2023 a la sirenita, en el live action remake de Disney. Esta reacción deja en evidencia las complejidades étnicas y culturales que aparecen cuando se adaptan cuentos clásicos que quieren reflejar la diversidad contemporánea.

El resultado es visible: no se puede complacer a la comunidad que tiene acondroplasia (enanismo), como tampoco satisfacer a los devotos del cuento de los hermanos Grimm que reclaman a sus enanitos y a su princesa Disney tan blanca como un copo de nieve. Zegler es una cantante de voz excepcional (ya lo demostró en el remake que hizo Spielberg de West Side Story) pero no hay que ser un genio para señalar que hay un error de casting en el rol principal. Gal Gadot tampoco está acertada en su papel de villana, causando inclusive hilaridad por sus gestos acartonados y frases hechas.

De manera prospectiva, el compromiso de Disney, de hacer nuevas versiones de live action de clásicos animados, está en peligro por el panorama político cada vez más cambiante. El resurgimiento de ideologías conservadoras, ejemplificado por figuras como el presidente Donald Trump, podría presionar a empresas como Disney para que se alineen con valores más tradicionales. Este nuevo contexto politico puede obligar al imperio del viejo Walt a reevaluar su enfoque inclusivo y la representación de raza y género en futuros proyectos, buscando un punto de equilibrio entre la innovación artística, la taquilla y las expectativas de la sociedad.

Todo esto con el fin de cuidar cualquier tipo de inversión que se haga. De hecho, una de las lecciones que deja este fracaso financiero es que hay que recuperar la inversión sea como sea. De más está decir que los 270 millones de dólares que costó el filme no se han recuperado, más aún cuando la actriz principal (al estilo de Karla Sofía Gascón) ha tomado el megáfono de las redes sociales para expresar sus posturas políticas e ideológicas. Uno de sus más graves desaciertos es el haber afirmado en una entrevista que el príncipe original es un acosador. Parece ser que la generación Z tiene el hábito de dirimirlo todo en redes sociales y nadie les hace ver que no están en la obligación de decir todo lo que piensan.

En conclusión, la película Blancanieves sirve de caso de estudio para cualquier puesta al día que se quiera hacer, de ahora en adelante, de los clásicos de Disney World. Aunque se esfuerza por reflejar ciertos valores contemporáneos, navegando por un laberinto de desafíos musicales, tecnológicos y políticos, la película fracasa en la forma de presentar la complejidad actual de las relaciones humanas, no se diga las sentimentales, que están siempre en el escrutinio de las esferas virtuales.

Nos queda para la posteridad la frase de Zegler en una de sus publicaciones de social media: «To everyone who hates when I win, the Winged Victory came to the Louvre in pieces». En su post la joven de origen latino (madre, colombiana; padre, polaco) dice que a la Victoria de Samotracia van a verla pese al hecho de haber llegado en pedazos a un museo de París. El gran problema es que los que fuimos a ver Blancanieves nos encontramos con que la historia del cine aparece rota en cada fotograma. Se trata de un filme insípido, mal actuado, en el que todo está fuera de su lugar. Un musical para olvidar. Habrá que ver cuanto tiempo deja pasar Disney para hacer otro remake del primer hito de la historia del cine de animación.