«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para agosto, 2025

Frida Kahlo, retrato de la artista cachorra en animación 2D

 

Qué delicia para la vista el gozar de una película animada que geográficamente no pertenece a los Estados Unidos o al Japón. «Hola Frida” (2025), dirigida por Karine Vézina y  André Kadi, es una cinta de animación que va para su tercera semana en cartelera y que explora los años de infancia de la simbólica pintora mexicana Frida Kahlo. Inspirada en el libro infantil «Frida, c’est moi” de Sophie Faucher y Cara Carmina, esta producción francocanadiense ofrece una visión delicada y adaptada al público infantil sobre la formación de la artista, centrándose en su creatividad y su contexto cultural.

La cinta combina una estética visual de vivaces colores que equilibra lo educativo con lo onírico. Los directores buscaron destacar la niñez de la artista, un período menos conocido pero fundamental en su desarrollo artístico y personal. Realizada en los estudios de Toon Boom Harmony  y Du Coup Animation (Canadá), con la colaboración de  Tobo Media  y  Haut et Court (Francia), un equipo de 30 artistas trabajó arduamente en estudio, priorizando la autenticidad histórica y visual mediante la investigación de campo, tanto en Coyoacán como Ciudad de México.

La película adopta una estética similar a la de los libros ilustrados, con fondos coloridos y diseños de personajes de cabezas redondas y líneas limpias, inspirados en las ilustraciones de Cara Carmina. La vibrátil paleta de colores evoca el universo pictórico de Kahlo, mientras que las secuencias oníricas incorporan elementos de sus obras futuras, como “Las dos Fridas».

La trama sigue a Frida niña (voz de Emma Rodríguez/Layla Tuy-Sok) en Coyoacán, donde explora su entorno con curiosidad e imaginación. La narrativa se estructura en dos actos: 1.  Infancia y enfermedad: Frida contrae polio a los 6 años, enfrentando aislamiento y rehabilitación. Sus ensoñaciones la llevan a interactuar con una versión idealizada de sí misma y a negociar con La Catrina (representación de la muerte en la cultura mexicana), quien le concede más tiempo de vida. 2. Superación y empoderamiento: Tras recuperarse, lucha contra el acoso escolar (encarnado por el niño Rafael) y aspira a ser médico, desafiando los roles de género de la época.

El apoyo de su familia—especialmente de su padre Guillermo (fotógrafo)—y su amigo Toñito son claves para su crecimiento. Los colores vivos representan la vitalidad de México y la imaginación de Frida, mientras que las escalas de gris ilustran el dolor y la enfermedad. Las secciones oníricas—donde la niña dialoga con su alter ego y La Catrina—son las más eficaces desde el punto de vista narrativo, integrando elementos de la cultura zapoteca y las alusiones a pinturas kahloianas sin explicitarlas directamente ya que pueden herir la sensibilidad del público infantil.

La película incorpora referencias a la Revolución Mexicana, el patrimonio zapoteca de Frida (por vía materna) y tradiciones como el Día de los Muertos, aunque su representación prioriza la accesibilidad para niños por encima del rigor histórico.

La versión original en spanglish genera debates sobre autenticidad versus alcance comercial, aunque se ofrece una versión doblada al español para mercados latinos como la que vimos en Supercines.

La idea de la Frida adulta es implantada en el mundo infantil del filme: se usa el arte para sobrellevar el dolor, reflejando la idea de que «el arte cura, libera y eleva». La relación con su padre—quien la anima a crear—y la compasión hacia su acosador (Rafael, que sufre por la pérdida de su padre) son subtramas aleccionadoras que actúan como imanes de interés.

La narración simplifica o altera eventos; por ejemplo, la inclusión de una carrera de patines como metáfora de superación, y omite aspectos complejos de su vida adulta (sexualidad, affaires, dolor crónico).

El enfoque en el público preescolar (a partir de 5 años) hace que veamos un tratamiento excesivamente edulcorado pues es pensado en espectadores familiarizados con la intensidad estética de Kahlo. La representación de La Catrina y rituales zapotecas, como por ejemplo, el talismán «sagrado», podrían confundir a niños pequeños, especialmente sin una contextualización cultural.

Pese a estos reparos, “Hola Frida” funciona como introducción accesible (para niños) al arte y a la cultura de México, aunque se recomienda complementarla previamente con recursos biográficos para que los pequeños espectadores tengan una visión más integral. «Hola Frida” es, en definitiva, una obra bien intencionada que logra capturar la esencia imaginativa de la artista surrealista en formato infantil. Su mayor acierto radica en humanizar al símbolo Kahlo desde una narrativa visual antihollywoodense, con mensajes inspiradores sobre la diferencia y la creatividad; sin embargo, su elección de forzarse a ser accesible para los niños deviene en poca profundidad histórica y espiritual, y la convierte en un retrato incompleto, ideal para jóvenes espectadores, pero insuficiente para puristas del arte o la historia. Como puerta de entrada al universo kahloiano, cumple su rol de gustar y sensibilizar, invitando a su audiencia a preguntarse cómo pudo haber sido la artista durante su decisiva niñez.

TERENCE STAMP DEJA SU ESTAMPA EN LA HISTORIA DEL CINE (1938-2025)

Terence Stamp, el actor británico cuyo atractivo andrógino lo convirtió en uno de los intérpretes fundamentales de la historia del cine, ha fallecido a los 85 años, dejando una estela que trasciende generaciones. Nacido en Stepney, Londres, en 1938, Stamp emergió como una figura singular en el panorama cinematográfico de los años sesenta, época en la que el cine británico experimentaba una renovación sin precedentes.

Su debut cinematográfico en “Billy Budd” (1962), dirigida por Peter Ustinov, fue una revelación que anunció el desembarco de un talento de excepción. En esta adaptación de la novela de Herman Melville, Stamp encarnó al joven marinero con una vulnerabilidad y una intensidad tales que interesaron tanto a la crítica como al público, estableciendo desde el primer momento los parámetros de lo que sería una carrera marcada por elecciones arriesgadas y colaboraciones con algunos de los directores más visionarios del siglo XX.

La década de los sesenta del siglo anterior vio a Stamp convertirse en un símbolo de la contracultura cinematográfica europea. Su colaboración con Federico Fellini en el episodio “Toby Dammit” de “Tre passi nel delirio” o Historias extraordinarias (1968) resultó en una de las más recordadas interpretaciones de su carrera. En el corto inspirado en el personaje de Edgar Allan Poe, Stamp dio vida a un actor shakespeariano decadente y autodestructivo, ofreciendo una performance que combinaba el histrionismo teatral con algo que él manejaba muy bien: la introspección genuinamente perturbadora. La dirección de Fellini, magistral en la exploración de los límites entre realidad y pesadilla, encontró en Stamp al actor ideal para materializar sus visiones oníricas más oscuras y decadentes. Fun fact: Se dice que Michael Keaton construyó su personaje de Beetlejuice a partir del Toby Dammit de Stamp.

Aún más emblemática fue su participación en “Teorema” (1968) de Pier Paolo Pasolini, película que se convirtió en un hito del cine de arte y ensayo. En esta obra, provocadora como todo lo de Pasolini y filosóficamente compleja, Stamp interpretó a un misterioso visitante cuya presencia transforma radicalmente la vida de una familia burguesa de Milán. Su actuación, caracterizada por una sensualidad ambigua y una presencia casi sobrenatural, sirvió como catalizador perfecto para las reflexiones pasolinianas sobre la sexualidad, la clase social y la hipocresía burguesa. La película, que generó controversia y debates en su estreno, ha pasado a las enciclopedias de historia del cine como una obra maestra del cine europeo, y la interpretación de Stamp como elemento central de su poder perturbador.

Sin embargo, fue su interpretación del General Zod en “Superman” (1978) y especialmente en “Superman II” (1980) lo que catapultó a Stamp hacia el lugar menos pensado: la inmortalidad de la cultura popular. Su encarnación del villano kriptoniano se convirtió en una de las interpretaciones más simbólicas del género de superhéroes, estableciendo un estándar difícilmente igualado para todos los antagonistas cinematográficos que le siguieron.

Stamp transformó lo que podría haber sido un papel unidimensional en una creación fascinante y compleja. Su General Zod no era simplemente un villano megalómano, sino un aristócrata caído, un militar desposeído de su reino que mantenía una dignidad férrea incluso en el exilio. La famosa frase “Kneel before Zod!” se convirtió en una de las líneas más memorables de la historia del cine de superhéroes, pronunciada con una mezcla perfecta de desprecio aristocrático y furia contenida que solo Stamp podía lograr.

La presencia física de Stamp resultó fundamental para el éxito del personaje. Su estatura imponente (1,83 cms), combinada con esa belleza andrógina que había definido ya su carrera, creaba una figura tan seductora como amenazante. El actor entendió instintivamente que Zod debía ser el reflejo oscuro de Superman: donde Kal-El representaba la esperanza y la humildad, Zod encarnaba la arrogancia y el despotismo. La dinámica shakespereana entre ambos personajes, el de Stamp y el Superman de Christopher Reeve, añadió una dimensión trágica a la saga, pues ambos eran los últimos vestigios de una civilización perdida, condenados a ser enemigos eternos.

Lo extraordinario de la interpretación de Stamp fue su capacidad para dotar a Zod de una malevolencia natural, producto de una cultura militar rígida y de la pérdida traumática de su mundo. Esta complejidad psicológica elevó las películas de Superman por encima del entretenimiento superficial, convirtiéndolas en reflexiones sobre el poder, la responsabilidad y el legado de las civilizaciones perdidas, elementos recogidos posteriormente por las franquicias de superhéroes.

Décadas después, la interpretación de Stamp seguiría siendo el punto de referencia para otros villanos de cómic. Su influencia se puede rastrear en las posteriores adaptaciones cinematográficas y televisivas, donde otros villanos han intentado capturar esa alquimia única de elegancia, amenaza y dignidad trágica que Stamp logró de manera tan natural.

La versatilidad de Stamp se manifestó también en su incursión en el cine español de la mano de Pilar Miró con “Beltenebros” (1991), una compleja adaptación de la novela de Antonio Muñoz Molina ambientada en la España de la posguerra. Su interpretación de un agente republicano que regresa clandestinamente a Madrid para ejecutar una misión imposible demostró su capacidad para adaptarse a diferentes contextos culturales y lingüísticos, en una trama profundamente española sobre memoria histórica y culpa colectiva.

El cine estadounidense también se benefició del talento de Stamp, quien supo encontrar su lugar en producciones de gran presupuesto sin perder su esencia artística. En “Wall Street” (1987) de Oliver Stone, aunque en un papel secundario, Stamp aportó con su característica elegancia decadente al retrato que Stone hacía de la codicia financiera de los años ochenta. Su participación en “Young Guns” (1988) mostró una faceta diferente, adaptándose al género western con la misma convicción que había demostrado en el cine de autor europeo. En “Éxtasis” (1997) de Lance Young, volvió a demostrar su afinidad con cineastas que buscaban explorar los límites de la narrativa cinematográfica convencional: hizo de un coach sexual experto en terapia íntima con parejas problemáticas.

Después del General Zod su interpretación más memoriosa fue la de Bernadette Bassinger en “Adventures of Priscilla, Queen of the Desert” (1994). En esta obra señera de Stephan Elliott, Stamp logró algo extraordinario: despojarse completamente de su inquietante presencia masculina para encarnar a una mujer transgénero con una vulnerabilidad y autenticidad que pocos actores de su generación se habrían atrevido a explorar.

Stamp demostró en “Priscilla” una versatilidad actoral que redefinió su legado cinematográfico. Su Bernadette no era una caricatura ni un ejercicio de travestismo cómico, sino un retrato profundamente humano de una mujer enfrentando el envejecimiento, la soledad y la búsqueda de aceptación en el hostil paisaje del down under australiano.

La película de Elliott llegó en un momento crucial del cine de los noventa, cuando la representación LGBTQI+ comenzaba a ganar complejidad narrativa más allá de los estereotipos. Junto a Guy Pearce y Hugo Weaving, Stamp formó un trío actoral que equilibró perfectamente el humor irreverente con momentos de genuina emotividad.

Desde una perspectiva histórica, “Priscilla” representa un hito en la evolución de la road movie, subvirtiendo las convenciones masculinas del género para crear un espacio narrativo donde la feminidad performativa se convierte en acto de rebeldía y supervivencia. Stamp comprendió intuitivamente que Bernadette no era simplemente un hombre disfrazado de mujer, sino una mujer completa cuya identidad trascendía las limitaciones biológicas.

El impacto cultural de la película sigue resonando hasta nuestros días, inspirando posteriormente el exitoso musical teatral. Pero es la actuación de Stamp la que permanece como su corazón emocional, recordándonos que el mejor cine de género es aquel que logra trascender sus propias categorías para tocar algo universal en la experiencia humana.

La muerte de Terence Stamp cierra el capítulo de una generación de actores británicos que no temieron reinventarse constantemente. En “Priscilla”, encontró quizás su papel más desafiante y revelador, uno que seguirá resonando indudablemente.​​​​​​​​​​​​​​​​

Una de sus últimas apariciones significativas fue en “Last Night in Soho” (2021) de Edgar Wright, donde su presencia añadió una dimensión nostálgica y siniestra que enriquecía la compleja estructura temporal de la película. A sus más de ochenta años, Stamp seguía demostrando que su magnetismo trasciendía las décadas, conectando con nuevas generaciones de espectadores.

Lo extraordinario de la carrera de Terence Stamp no residió en los premios que acumuló – de hecho, nunca ganó un Oscar, un Globo de Oro o una Palma de Oro – sino en la singularidad inquietante de su presencia cinematográfica. Su rostro, de una belleza casi cruel, se convirtió en lienzo perfecto para directores que buscaban explorar la ambigüedad moral y sexual de sus personajes. Su voz, de dicción impecable y resonancias teatrales, le permitió transitar entre idiomas y registros con una naturalidad pasmosa.

Stamp nunca necesitó el reconocimiento oficial de la industria porque su verdadero premio fue el estatus de leyenda que tiene entre los historiadores del cine. Sus colaboraciones con maestros como Fellini y Pasolini lo situaron en el centro de algunas de las obras más influyentes del cine posmoderno, mientras que su trabajo en producciones más comerciales como la saga de Superman demostró que era posible mantener la integridad artística sin renunciar al entretenimiento popular. Su General Zod permanecerá para siempre como uno de los villanos más carismáticos y complejos de la historia del cine, un personaje que trasciende su género para convertirse en arquetipo cultural. Su legado perdurará no solo en las películas que protagonizó, sino en la influencia que ejerció sobre generaciones de actores que vieron en él un modelo de cómo construir una carrera basada en la autenticidad y la búsqueda constante de la excelencia artística.

Un viaje que nunca termina: Spirited Away o El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) de Hayao Miyazaki

Vi esta película, hace casi un cuarto de siglo, en el cine Guayaquil, situado en el Gran Pasaje de mi ciudad natal. La he vuelto a ver en este feriado, en uno de los mejores centros de proyección en la actualidad: uno de los supercines de la avenida Orellana. Veinticuatro años después de su estreno original, “El Viaje de Chihiro” regresa a las salas comerciales no como un relicario nostálgico, sino como una experiencia cinematográfica que continúa revelando nuevas capas de significado. La obra cumbre de Hayao Miyazaki no solo resiste el paso del tiempo, sino que parece haberse vuelto más relevante en esta era digital y globalizada.

La película funciona como un diagnóstico de la condición de Japón en el cambio de milenio. Los padres de Chihiro, transformados en cerdos por su glotonería, representan una generación perdida en el consumismo de la burbuja económica japonesa. La casa de baños, con su jerarquía laboral rígida y su obsesión por la limpieza ritual, refleja tanto la estructura social tradicional como la alienación del trabajo contemporáneo.

La película presenta una cosmovisión animista (en su sentido más zen que junguiano) donde cada elemento del mundo natural posee conciencia y dignidad propias. Esta perspectiva, profundamente arraigada en las tradiciones sintoístas japonesas (todos a googlear esta tendencia filosófica), ofrece una alternativa refrescante a las narrativas occidentales que típicamente posicionan a la humanidad como separada (y superior) a la naturaleza. En el contexto de la crisis climática actual, esta visión animista se revela como un marco filosófico esencial para cambiar nuestra relación con el planeta. La pregunta es si podremos hacerlo o no.

El concepto de “contaminación espiritual” que Miyazaki explora a través de personajes como el dios del río envenenado anticipa nuestra comprensión contemporánea de cómo la contaminación industrial no solo degrada el ambiente físico, sino que erosiona el vínculo espiritual y cultural que las comunidades mantienen con sus paisajes ancestrales. Los gases invernadero son invisibles, pero sus efectos—como la “enfermedad” del dragón-río—se manifiestan en síntomas que alteran la identidad de los ecosistemas.

La película se adelantó por más de dos décadas a la verdad incómoda de las discusiones del mainstream sobre el calentamiento global y la crisis climática que ahora dominan el discurso público mundial. La capacidad de Chihiro para mantener su esencia mientras se adapta a circunstancias extraordinarias ofrece un modelo de resiliencia especialmente relevante para una humanidad que debe transformarse radicalmente para sobrevivir a la crisis ecológica. La niña es, esencialmente, una refugiada en un su «franja» onírica que debe aprender nuevas reglas para sobrevivir—una experiencia que millones de personas enfrentarán debido al desplazamiento forzado por eventos climáticos extremos.

La secuencia del Río Kohaku representa una de las metáforas más pertinentes sobre la degradación ambiental en el cine contemporáneo. El dragón-río, contaminado y enfermo por la basura y los desechos industriales arrojados a sus aguas, encarna los efectos de la contaminación descontrolada. Su agonía física refleja el estado de los ecosistemas fluviales reales no solo en el Japón industrializado, y también funciona como una alegoría sobre la destrucción de los sistemas naturales por la actividad humana irresponsable.

Miyazaki se adelanta a la teoría de la ecocrítica y presenta el concepto de “enfermedad ambiental” décadas antes de que términos como “eco-ansiedad” entraran al vocabulario intelectual. El Río Kohaku no puede recordar su nombre original porque su identidad fundamental ha sido corrompida por la contaminación, metáfora precisa sobre cómo el cambio climático está alterando irreversiblemente los patrones naturales que han definido a los ecosistemas durante milenios.

La casa de baños funciona como una alegoría de la economía extractivista. Su operación constante, la explotación laboral de sus trabajadores-espíritu y su enfoque en la limpieza superficial mientras ignora la contaminación sistémica reflejan las dinámicas del postcapitalismo industrial que recién ahora reconocemos como los principales motores del cambio climático. La criatura pestilente que resulta ser un dios de río contaminado constituye una representación visceral de cómo la industrialización ha transformado entidades naturales sagradas en monstruosidades tóxicas.

Los aspectos técnicos de la película siguen siendo (perdón el gerundio) un tour de force de la animación tradicional. Miyazaki y su equipo en Studio Ghibli emplearon más de 144,000 cels (hojas transparente de acetato) pintadas a mano, creando un universo visual de una riqueza táctil que las técnicas digitales contemporáneas siguen hoy en día luchando por igualar. La fluidez de la animación es algo fuera de lo ordinario: desde los movimientos sutiles de Chihiro al caminar descalza por los pasillos de madera, hasta la majestuosa presencia del encapuchado Sin Rostro, logrando que cada cuadro respire vida propia.

La paleta merece especial atención. Los tonos terrosos y dorados de la casa de baños contrastan con los verdes vibrantes del mundo natural y los azules profundos de las escenas nocturnas. Esta conciencia cromática no es meramente estética; funciona como una herramienta narrativa que guía las emociones del espectador a través del laberíntico mundo espiritual.

El diseño de personajes alcanza un equilibrio perfecto entre lo familiar y lo fantástico. Chihiro es dibujada con un realismo que permite la identificación inmediata, mientras criaturas como el Sin Rostro (Kaonashi) o los trabajadores hechos de hollín, logran simultáneamente ser grotescos y entrañables. Esta dicotomía visual refleja la complejidad moral del universo miyazakiano, donde no existen villanos absolutos ni héroes inmaculados (a tomar nota los que han visto todos los filmes de este indiscutible genio).

La partitura de Joe Hisaishi representa uno de los trabajos más sofisticados en la música cinematográfica contemporánea. Sus composiciones oscilan entre la melancolía nostálgica de la canción “One Summer’s Day” y la tensión dramática de las secuencias de transformación. Hisaishi emplea una orquestación, que combina instrumentos occidentales con elementos de la música tradicional japonesa, creando un paisaje sonoro que es tan universal como profundamente vinculado con su cultura de origen.

El diseño de sonido es igualmente draconiano en su confección. Los crujidos de la madera, el goteo del agua, los susurros de las criaturas espirituales y el rugido de la locomotora fantasma son parte de un ambiente inmersivo que trasciende la bidimensionalidad de la animación (¡Toma, Disney!).

La estructura narrativa de “El Viaje de Chihiro” funciona a través de una multiplicidad de niveles simultáneos. En su superficie, es una historia de coming-of-age en la que una niña aprende valores como la responsabilidad y empatía; en un nivel más profundo (miren lo bien que uso el punto y coma), constituye una alegoría sobre la pérdida de la inocencia en el Japón contemporáneo, una crítica al consumismo desenfrenado y una reflexión sobre la relación entre tradición y modernidad.

La esencia del arte de Miyazaki radica en que él logra construir su mundo con una lógica onírica que respeta la inteligencia del espectador infantil sin alienar jamás al público adulto. Las reglas del mundo espiritual son consistentes, pero nunca completamente explicadas (la sobreexplicación es un error que la animación de Occidente siempre comete), obligando al espectador a navegar entre la incertidumbre y el sueño junto con la protagonista. Esta ambigüedad narrativa es una de las marcas distintivas del director y lo que eleva su obra por encima del entretenimiento familiar de fin de semana (o de feriados como el del 10 de agosto).

“El Viaje de Chihiro” marcó un punto de inflexión en la historia de la animación japonesa. Su triunfo en los Premios de la Academia en 2003 —fue la primera película de animé en ganar el Oscar a Mejor Película Animada— legitimó el medio ante audiencias occidentales que previamente consideraban este arte como entretenimiento exclusivamente infantil. Ese año el filme de Miyazaki le ganó a Spirit, Lilo & Stitch y La era del hielo, que eran títulos de poderosas empresas como Dreamworks, Disney y Blue Sky, respectivamente. El año pasado el Oscar a El niño y la garza fue un nuevo homenaje a este genio que lleva años anunciando su jubilación (recomiendo fervientemente «Miyazaki and the Heron», el documental de Netflix de dos horas con el viejo genio como protagonista único).

El viaje de Chihiro demostró que la animación tradicional en 2D podía competir artística y comercialmente con las producciones digitales de Pixar y DreamWorks que dominaban el mercado. Su éxito inspiró una generación de animadores (no daré nombres porque la lista es vasta) a explorar técnicas híbridas que combinan lo artesanal con lo digital, influencia visible en obras posteriores como “Your Name” de Makoto Shinkai o los trabajos más recientes del propio Studio Ghibli.

Más allá de sus méritos individuales, “El Viaje de Chihiro” estableció una plantilla o template para el cine de animación de autor que continúa influenciando realizadores contemporáneos. Su demostración de que la animación puede ser simultáneamente comercialmente exitosa y artísticamente ambiciosa abrió puertas para directores como Mamoru Hosoda, Masaaki Yuasa y Naoko Yamada (prometí no dar nombres pero ahí se me fueron 3 y uno en el anterior párrafo).

Spirited Away (qué hermoso título en ingles) también preservó y revitalizó las técnicas de animación tradicional en un momento en que la industria se volcaba masivamente hacia lo digital. Su insistencia en la importancia del trabajo artesanal inspiró a estudios como Cartoon Saloon y Laika a mantener aproximaciones más táctiles en sus propias producciones.

Técnicamente, la película estableció nuevos estándares en la integración de elementos digitales con animación tradicional. Aunque principalmente dibujada a mano, incorpora efectos digitales en lo concerniente a elementos como el agua y el vapor, y transformaciones físicas de una manera tan sutil que impulsa la narración audiovisual sin distraer al espectador. Esta aproximación “invisible” a la tecnología digital constitiye el sello distintivo de las producciones de Ghibli.

Lo que convierte a “El Viaje de Chihiro” en un clásico de su género es su capacidad de abordar temas humanos fundamentales: la importancia del nombre personal, la responsabilidad hacia el medio ambiente, la necesidad de mantener conexiones humanas auténticas en un mundo cada vez más deshumanizado: estos temas resuenan de manera universal, independientemente del contexto cultural del espectador.

En su reestreno, la película nos recuerda por qué ciertos oficios en la industrial del cine trascienden su medio y su época. No es solo una excelente película de animación; es cine puro, una experiencia que utiliza cada elemento del lenguaje cinematográfico para crear algo mayor que la sumatoria de sus partes. Y en un mundo que sigue enfrentando crisis ecológicas sin precedentes, su mensaje sobre la interconexión de todos los seres vivientes se vuelve no solo artísticamente relevante, sino existencialmente necesario. El hecho de que el presidente Donald Trump haya destrozado cada tratado climático y le haya dado la espalda a la crisis del cambio climático hace de esta obra señera de Miyazaki un filme más necesario que nunca.

Veinticuatro años después, “El Viaje de Chihiro” no solo mantiene su poder de asombro, sino que revela nuevas profundidades semánticas cada vez que la vemos. Es una película que crece con su audiencia, ofreciendo diferentes tesoros interpretativos según la etapa vital en que se encuentra el espectador. En la era del entretenimiento desechable, representa un recordatorio de lo que puede lograr el cine cuando la ambición artística y la maestría técnica se unen en pos de una visión singular.

Para las nuevas generaciones que la descubren en salas de cine, será toda una epifanía. Para quienes la revisitan, será una confirmación de cómo ciertos milagros cinematográficos no pierden su magia con el paso del tiempo.

«Aura: La eternidad repetida» o la reinvención de las fuentes de Carlos Fuentes en Zona Escena

Conocí a Eduardo Muñoa en ESPOL: él entró a trabajar como profesor de teatro en EDCOM y fue una gran pérdida cuando optó por cambiarse de universidad. Con el paso del tiempo él ha consolidado su trayectoria como uno de los directores más audaces del teatro contemporáneo en Guayaquil. Él ilustra con paciencia la máxima que impera entre los que estudiamos las relaciones entre el cine y la literatura: “Si no tienes nada nuevo que decir sobre el texto original, no digas nada”. Sus montajes anteriores revelan una predilección por los textos complejos y la experimentación escénica: desde su “Solo el deseo” (llamativa versión de “La señorita Julia” de Strindberg del 2022) que constituye un estudio de la rebelión femenina ante los canones férreos del patriarcado, hasta su innovadora lectura de “Yerma, un pájaro vivo en la sangre” (2024) sobre la infertilidad y el pasado no perdonado. Muñoa posee esa rara habilidad de encontrar en los clásicos resonancias contemporáneas sin traicionarlos, construyendo puentes temporales que iluminan tanto el texto original como nuestro presente. Su trabajo con “Infieles” (2012) de Marco Antonio de la Parra y su más reciente “Bodas: la misma sangre” (2025) de Lorca demuestran su capacidad para crear universos escénicos donde lo universal y lo particular dialogan con fluidez orgánica.

En “Aura: La eternidad repetida” (subtítulo de excelencia) Muñoa se atreve con el cuento largo de Carlos Fuentes publicado en 1962 y despliega una mise en scène de inquietante minimalismo que potencia cada elemento hasta convertirlo en símbolo. El escritorio del historiador-traductor se erige como altar del conocimiento y la seducción intelectual, superficie donde los documentos amarillentos cobran vida propia. Es allí donde Felipe Montero —interpretado con notable intensidad por Juan José Jaramillo— responde a ese anuncio que parece “dirigido a él, a nadie más”, recreando con precisión milimétrica ese momento fundacional de la nouvelle de Fuentes.

Desde el primer momento que se escucha en off el epígrafe de Jules Michelet, sabemos que estamos ante una propuesta seria que no le va a dar la espalda al original literario: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer…”. Es lo que harán los personajes en escena: las dos mujeres intrigarán (con su segunda visión) y soñarán con la pesadilla de la Historia, mientras el hombre (el historiador) se entrega a la pasión que le produce Aura, metáfora luminosa de la oscuridad. 

El sillón y el taburete donde conviven Consuelo y Aura funciona como metáfora visual del tiempo fracturado. Las dos mujeres, cual parcas modernas vestidas con túnicas verdes (así lo dicta el texto original), mientras tejen y destejen destinos que se entrelazan en bucles temporales, sugiriendo que juventud y vejez son estados simultáneos del ser. Esta decisión escenográfica revela la inteligencia directorial de Muñoa: transformar la limitación espacial en potencia simbólica. Señera escena en la que las parcas tejen del mismo carrete para luego ver a la vieja Consuelo cortar el hilo sin piedad alguna. La suerte está echada: ella maneja los hilos de la Historia con mayúscula. 

La propuesta más audaz del cubano reside en su tratamiento del texto fuente como palimpsesto. Así como Felipe Montero transcribe las memorias del general Llorente, Muñoa reescribe a Fuentes, superponiendo voces y temporalidades. El diálogo entre la voz en off que susurra fragmentos de la nouvelle original y la voz intradiegética de Jaramillo crea un efecto hipnótico: el espectador asiste simultáneamente a la lectura de Fuentes y a su reinvención teatral. Dos voces en una: la misma tinta, la misma sangre intertextual. 

El proceso de transcripción de los documentos históricos se convierte en ritual erótico y epistemológico. Felipe no solo copia; reescribe, reinterpreta, se deja poseer por las palabras ajenas hasta que su identidad se difumina. Esta metáfora del historiador como médium conecta con la propuesta final de Muñoa: el eterno retorno nietzscheano donde el joven Carlos Fuentes aparece como nuevo postulante al cargo, cerrando y abriendo simultáneamente el ciclo temporal. Es el corsi e ricorsi de Giambattista Vico materializado en puesta escénica.

El momento culminante llega cuando el quejumbroso Felipe, interpretado correctamente por Jaramillo, ejecuta una suerte de striptease que trasciende lo físico para volverse revelación emocional. No es la ropa lo que se quita, es la máscara social, la identidad construida, la resistencia al encantamiento. Quedar en ropa interior frente al público implica un acto de vulnerabilidad extrema que Jaramillo maneja con inteligencia actoral notable, convirtiendo la desnudez en metáfora de la entrega absoluta al misterio.

La veteranísima Marina Salvarezza construye una Consuelo memorable, navegando con destreza las aguas turbias entre la manipulación y el cálculo, cualidades oraculares. Su Consuelo no es simplemente la “bruja” seductora; es una mujer que lucha contra el tiempo con las armas que le quedan: la memoria y su voluntad férrea rozan lo sobrenatural. Salvarezza logra que empaticemos con este personaje aparentemente monstruoso que recita sus parlamentos con la cadencia memorable de la sibila de Delfos. 

Gissela Meza encarna a Aura con una sensualidad magnética que trasciende lo meramente físico. Seductoramente descalza, voluptuosa debajo de su túnica, flirteando de manera sutil (al principio) y descaradamente (al final) constituye un acierto de casting. Su interpretación sugiere capas de significado: es la juventud eterna, el deseo imposible, la promesa que nunca se cumple del todo. Meza maneja con inteligencia espacial la ambigüedad del personaje, manteniéndolo siempre en el límite entre lo real y lo fantasmagórico. Es la muerte que seduce y también es la vida para el joven historiador. Memorable el encuentro erótico (casi un vals) con el protagonista masculino en el que ella lo envuelve con un tul blanco y la escena final en la que, vestida con un larguísimo y fúnebre tul rojo, envuelve a Consuelo para dar a entender que son la doble y única mujer, o como dice Fuentes en su libro, «prisionera al grado de imitar todos los movimientos de la señora Consuelo, como si solo lo que hiciera la vieja le fuera permitido a la joven». Notables son los homenajes a esta dualidad cuando las actrices recitan parlamentos de manera unísona o alternante, de la misma manera en que se copian mutuamente ciertos movimientos corporales.

Juan José Jaramillo merece mención especial por su Felipe Montero que logra transmitir la transformación gradual desde la racionalidad académica hasta la entrega irracional al misterio. Su dicción es precisa al reproducir los fragmentos del anuncio inicial que también se escucha al final: “Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días”. Se establece así el tono hipnótico que sostendrá toda la representación y que significará su clausura.

“Aura: La eternidad repetida” representa un momento culminante en la trayectoria de Muñoa. Su propuesta no se limita a adaptar: reinventa, dialoga, cuestiona hasta encontrar su propia Aura. Al insertar al propio Fuentes como personaje final, Muñoa nos recuerda que toda creación artística es un eterno retorno, una reescritura infinita de los mismos mitos fundamentales. En Zona Escena (teatro ubicado en la calle Imbabura y Panamá) ha ocurrido algo más que una representación teatral: hemos asistido a una ceremonia donde el tiempo se pliega sobre sí mismo y la literatura cobra vida para recordarnos que, como sostenía Borges, los libros sueñan con sus lectores tanto como los lectores sueñan con sus libros. Vale. 

NO CONTABAN CON MI FALTA DE ASTUCIA o EL CHAVO DEL 8 Y EL BATIBURRILLO LEGAL VERSIÓN HBO

Sin querer queriendo (HBO Max, 2025), basado supuestamente en la autobiografía del mismo nombre (publicada en 2006) de Roberto Gómez Bolaños (1929-2014) es un producto audiovisual diseñado para capitalizar la nostalgia del Chavo del 8 que parece no comprender completamente qué hizo especial al original. 8 capítulos que llevan títulos que resuenan («Que no panda el cúnico» o «Es que no me tienen paciencia») y que intentan desglosar una carrera televisiva gloriosa. Desde sus pobres inicios (sí, aparece, oh genialidad, Robertito en una vecindad parecida a la del Chavo) hasta sus pininos en la dramaturgia televisiva, desde sus primeros sketches hasta el viaje que hace todo el elenco al balneario de Acapulco para filmar el episodio final de El Chavo del 8.

El problema de esta «hagiografia» es que la hacen dos de sus seis hijos: Paulina y Roberto Gómez Fernández. El liderazgo, en términos de guion y producción, está cargo de este último. La visión familiar del legado es telenovelesca: papá genio crea los personajes más emblemáticos de la historia del audiovisual latinoamericano (Chavo, Chapulín, Dr. Chapatín, Quico, Chilindrina, etc.), pero echa por la borda un matrimonio de cuarto de siglo y se va con una de sus empleadas (la actriz que hace de doña Florinda).

Esta trivialización de una carrera es una de las falencias de la serie. Sin querer queriendo no es Chaplin (1992) de Sir Richard Attenborough, en la que asistimos jubilosos al corazón del proceso creativo. Acá no es suficiente con poner a Chespirito tecleando una máquina de escribir antigua o soñando despierto con sus personajes. Por más que nos expliquen que el célebre apodo tiene relación con el genio dramatúrgico isabelino, William Shakespeare, todo lo que aparece en la serie es acartonado. Habrá una que otra ocurrencia (los actores son brillantes, pero no tienen responsabilidad directa con el resultado), pero nunca se sale de los parámetros de una telenovela de Televisa.


El mayor problema de la serie radica en su dramaturgia. Los guionistas parecen haber confundido intertextualidades constantes con desarrollo narrativo genuino. Cada episodio se estructura como una serie de sketches que intentan replicar la fórmula de Chespirito, pero carece del la vis cómica y la inocencia que caracterizaban al original. Los diálogos suenan forzados, como si los personajes estuvieran constantemente recordándose a sí mismos quiénes deberían ser en lugar de simplemente serlo.


Aquí encontramos el dilema central de cualquier reboot: ¿cómo honrar personajes emblemáticos sin caer en la caricaturización? Los actores se debaten entre la imitación y la reinterpretación, produciendo a destajo performances que nunca terminan de encontrar su propio ritmo. Se nota el esfuerzo, pero la química natural que existía en el elenco original simplemente no se puede manufacturar.


La dirección se apega demasiado a los encuadres y ritmos tradicionales de la comedia televisiva mexicana, perdiendo oportunidades de aportar una perspectiva fresca. Los directores parecen más preocupados por no ofender el legado de Roberto Gómez Bolaños para crear algo a la altura de la plataforma HBO y las nuevas audiencias.


Pese a todo la dimensión técnica o de producción es quizás el apartado más sólido. HBO ha invertido en un producto que se deja ver. Los sets recrean convincentemente la vecindad, aunque a veces se sientan demasiado pulidos, perdiendo esa autenticidad de realismo sucio que era tan importante en el original. La fotografía es clara y profesional, aunque carece de una personalidad visual distintiva, como sucede con este tipo de productos de plataforma de streaming.


La banda sonora intenta equilibrar elementos nostálgicos con toques contemporáneos, con resultados mixtos. Los efectos de sonido mantienen el estilo exagerado de la comedia clásica mexicana, pero la música incidental a veces compite con los diálogos en lugar de complementarlos.


El siguiente es el verdadero fracaso de “Sin querer queriendo”: en lugar de actualizar inteligentemente los temas sociales que Chespirito abordaba con sutileza (no por algo era el Chaplin mexicano), la serie se limita a trasplantar situaciones de los años 70 al presente sin contexto ni reflexión. Pierde completamente el comentario social implícito que hacía del Chavo algo más que simple entretenimiento.

Sin querer queriendo es una producción técnicamente competente que cumple con los estándares industriales de todas las Televisas posibles, pero carece del alma que hizo memorable a su inspiración. Es entretenimiento seguro y predecible, diseñado más para generar views por reconocimiento de marca que para aportar algo nuevo al panorama de la comedia televisiva mexicana.

Para los nostálgicos incondicionales, encontrarán momentos de sonrisas familiares. Para quienes buscan comedia inteligente y relevante, será una experiencia decepcionante. Es, en esencia, un producto que existe porque puede ser financiado, no porque deba existir.

La serie demuestra una vez más que en el streaming, la nostalgia puede ser un gancho poderoso, pero sin sustancia narrativa genuina, entretenimiento tan vacío como una vecindad sin chavos.​​​​​​​​​​​​​​​​ Este problema ya se ha dado en el mundo del cine. El caso más reciente y muy similar es el de Being the Ricardos (2021) de Aaron Sorkin que intentó ficcionalizar el mundo narrativo del serial I love Lucy (1951-1957) sin poder respondernos la misma pregunta que le hacemos a Sin querer queriendo: ¿Qué es lo que hacía el show tan hilarante para la audiencia? Parece ser un hábito generalizado el abordar tangencialmente este tipo de universos sin responder a las preguntas esenciales, todo en función de no arriesgar la taquilla en el caso del filme o el número de vistas en el caso del producto de HBO.

Por si fuera poco, la serie se encuentra empañada por un laberinto de conflictos legales que evidencian la fragmentación del legado de Chespirito. Florinda Meza no autorizó el uso de su nombre ni de su imagen en esta producción televisiva , razón por la que su personaje aparece rebautizado como Margarita (¿flor linda?) en una maniobra legal que resulta tan avisada como inefectiva. La actriz recurrió a instancias legales para intentar impedir que los hijos del comediante produjeran la serie , mientras que manifestó su profundo descontento sin descartar emprender acciones legales futuras. Por su parte, Carlos Villagrán, aunque inicialmente mostró una postura más conciliadora deseando que al proyecto “le vaya muy bien”, se ve representado por el personaje de Marcos Barragán en otra evidente evasión de derechos de imagen.

La serie es tan comercial que provoca en los espectadores las preguntas erróneas: ¿Por qué se armaron dos bandos en el reparto actoral de la serie original: uno liderado por Carlos Villagrán y el otro encabezado por Gómez Bolaños? ¿Por qué Quico, la Chilindrina y don Ramón se independizaron profesionalmente, llevándose sus personajes? ¿Por qué se le pelearon Villagrán y Gómez Bolaños? ¿Cómo se reconciliaron Gómez Bolaños y María Antonieta de las Nieves (quien tiene un cameo en la serie de HBO,al igual que Edgar Vivar)? Las preguntas que no se hacen son las que echamos de menos: ¿Cómo fue el proceso creativo caudaloso en la creación de tantos personajes inolvidables? ¿Qué grado de participación tuvieron los actores en ese proceso? ¿Cómo era la relación profesional entre el director de cámaras, Enrique Segoviano, y el guionista Gómez Bolaños? Refraseo la pregunta: ¿Cómo pasaba el material de Chespirito del papel a la cámara? Estas última interrogante se la contesta tangencialmente y no se termina de dar el suficiente crédito al otro genio responsable de toda la puesta en escena. La serie se dedica a plantear chismografía barata (le interesa más la masa suscriptora de HBO) y deja de lado lo esencial.

Las redes sociales crean un relato paralelo a la serie. Un millardo de vídeos con retazos de entrevistas a todos los involucrados pululan en social media. La satanización de Florinda Meza es quizá el metarrelato más preocupante. Hay una polarización sobre su incidencia en el legado bolañesco. Su supuesta villanía es tan falsa como la canonización de Chespirito. Lo único bueno de todo este menjurje polarizado es que las nuevas generaciones tienen acceso a este legado audiovisual. Netflix está por colgar toda la serie del Chavo (la plataforma Prime Video se le adelantó hace rato). Esto hace que el producto narrativo esté al alcance de todos y no en retazos como sucede con la malhadada esfera virtual.

Otro de los vicios del metarrelato de social media es la proliferación de videos en los que supuestamente se identifican plagios de Chespirito. El caso más sonado es el del uso de la Marcha turca (Opus 113, No. 4) de Beethoven en el tema musical introductorio del Chavo del 8. La canción «The eleghant Never forgets» (adaptación de la marcha del genio sordo) es usada como telón de la serie clásica. Los herederos del músico francés Jean Jacques Perrey cobraron en 2010 un millón de dólares por regalías atrasadas. Mientras los herederos de Beethoven no han anunciado cobrarle ni a los legatarios de Perrey ni a Televisa, la melodía sigue siendo un inolvidable distintivo de la serie.

Otras acusaciones tienen que ver directamente con el manejo de las intertextualidades. Referencias u homenajes a El Gordo y el Flaco, Los 3 chiflados, Buster Keaton, Los pequeños traviesos… Los genios de Internet han detectado cómo el llanto del Chavo evoluciona de un ay al característico pi, pi, pi… que es tomado del episodio «All Gummed Up» (1947) de The 3 Stooges. El razonamiento «implacable» de los influencers es que cómo es posible que Chespirito haya demandado a sus actores por querer apoderarse de sus personajes si él plagiaba a diestra y siniestra. Este tipo de señalamientos denota una profunda ignorancia de los mecanismos que gobiernan históricamente las narraciones audiovisuales y demuestra el enciclopédico conocimiento de Chespirito de la historia del cine y de la televisión.

La gran tarea es sentarse a ver los 312 episodios del Chavo (1973-1980) y los 155 del Chapulín Colorado (1973-1979) y ver la evolución del genio. Lo mejor es constatar, en los primeros episodios, que no aparece directamente el Chavo sino otros sketches como «Los Caquitos» (en el primero, Villagrán sale acreditado con el apodo de «Pirolo»). Lo mismo acontece con el Chapulín: antes de ver al héroe vestido de rojo debemos pagar peaje viendo entremeses como «El huerfanito de la lotería». Nada de esto se explica en la serie que no sabe cómo abordar un universo creativo tan vasto. Sin querer queriendo deja como deuda una línea de tiempo que explique el montón de proyectos que desarrolló, primero en canal 8 y luego en canal 2. Para evitar problemas legales aparecen otros nombres que encubren las marcas empresariales originales.

La situación jurídica antes descrita (la de Florinda Meza contra los herederos) no solo ha generado un ambiente de tensión alrededor de la producción, sino que también afectó la credibilidad narrativa de la serie, obligando a los productores a utilizar nombres ficticios que no engañan a nadie y que convierten cada episodio en un ejercicio de esquivar demandas más que de contar una historia auténtica. El resultado es una producción que parece más un campo minado legal que una celebración del legado de Chespirito.