«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para septiembre, 2025

«Toda historia de amor es una historia de fantasmas» o la obra de un director promisorio made in Guayaquil

El cine ecuatoriano contemporáneo encuentra en “El Fantasma de Mi Ex” (2025) de Josué Miranda un ejercicio peculiar de exploración genérica que, si bien no alcanza las alturas de la sofisticación narrativa, es un título que hay que ver, sobre todo porque va mucho más allá de la estética de sketches yuxtapuestos de Enchufe Tv. Va la razón principal: se construye sobre los cimientos de una tradición cinematográfica que oscila entre la comedia romántica hollywoodense, la sitcom, la screwball comedy, el musical y el thriller sobrenatural, creando un híbrido que revela tanto sus ambiciones como sus limitaciones.

Un abrebocas sinóptico para todo aquel que desee ir a verla: Allan, el dueño de una librería independiente guayaquileña, sobrelleva el duelo amoroso por la pérdida de su gran amor, Estefanía. Esta se le aparece constantemente en su cotidianidad, a menudo interrumpiendo las citas amorosas en las que se embarca para superar su duelo sentimental. Allan recibe un doble coaching de lujo en este proceso: la presencia de los escritores Julio Cortázar y Medardo Ángel Silva. 

La obra establece un diálogo constante con un corpus cinematográfico de comedias sobrenaturales tipo “Ghosts of Girlfriends Past” (2009) con Matthew McConaughey. Esta intertextualidad se manifiesta no solo en la premisa argumental —el regreso fantasmal de la supuestamente muerta exnovia— sino en la adopción de códigos visuales y narrativos propios del subgénero. Los recursos de la aparición espectral, los efectos de sonido que anuncian la presencia sobrenatural y la premisa de la redención romántica funcionan como citas implícitas a un imaginario cinematográfico ya sedimentado en el público. Lo interesante es cómo resuelve el guion, en el tercer acto, esta aparición con un giro inteligente que es revelado al final. 

Esta apropiación intertextual revela cierta tensión narrativa: mientras que las referencias funcionan como anclajes reconocibles para la audiencia (sobre todo para los intelectuales), la película lucha por establecer una voz propia que trascienda la mera imitación de fórmulas probadas y comprobadas. El resultado es un texto cinematográfico que habita cómodamente en la familiaridad y que sorprende (no pocas veces) en su afán de subvertir las expectativas genéricas.

Más interesante resulta el nivel metatextual de la propuesta. “El Fantasma de Mi Ex” exhibe momentos de autoconciencia cinematográfica donde los personajes parecen reconocer las convenciones del género en el que habitan. Estos guiños metatextuales —siempre sutiles— funcionan como comentarios sobre cuan artificiosas son las construcciones románticas y la naturaleza performativa de las relaciones amorosas. 

La metatextualidad (el diálogo con otras textualidades) se articula particularmente en la caracterización de dos personajes secundarios: Medardo Ángel Silva y Julio Cortázar, con textos específicos de ellos que son citados in fabula. Ambos escritores son dialogantes del protagonista, con ese recurso que Woody Allen ya canonizó en Play it again, Sam (1972). El poeta ecuatoriano y el narrador argentino participan de manera activa en la vida emocional del protagonista quien curiosamente trabaja en una librería que se parece mucho a La Madriguera, ubicada en Urdesa, una ciudadela al norte de Guayaquil. Ver en los créditos finales el agradecimiento a esta librería.

Quien se lleva los laureles es Viviana Salame que cumple con notable vis cómica con todos los tropos que se esperan de un fantasma manteniendo una ironía constante sobre su función narrativa. Su actuación (o su personaje) recuerda mucho al de Emma Stone de “Los fantasmas de mi ex” que nombramos en el segundo párrafo de esta reseña. Esta dimensión reflexiva del personaje femenino sugiere un potencial crítico que siempre arranca sonrisas en el espectador.

“El Fantasma de Mi Ex” se presenta como un producto que navega entre la arquitectura narrativa de Hollywoodlandia y la tentativa de comentario cultural. Su valor radica en su voluntad intertextual: desde el minuto 1 tenemos la aparición de la tipografía Windsor en los créditos que es usual en todas las películas de Woody Allen. El uso del jazz en la banda sonora es otro vínculo con el cine del director neoyorquino. Hay un número a lo La La Land muy logrado como homenaje filmado en Bellavista o Lomas de Urdesa (qué más da donde). Aparece también el recurso del sing along con los subtítulos de canciones en inglés apareciendo en la pantalla. El apoteósico final es una obra maestra del Lipsynch Battle: Viviana Salame interpreta con Medardo Ángel Silva el clásico de la provincia “Solo tu amor” de Martín Galarza, mejor conocido como AU-D, el mejor rapero de Guayaquil (perdón, Gerardo Mejía). 

Hago hincapié (no Piero) del concepto de karaoke: mecánica de impostar la voz del Otro. El director de este pequeño ejercicio audiovisual canaliza muchas voces que no son las de él en esta ópera prima. Todas bienvenidas. Esta “innovación” narrativa es síntoma de un cine nacional en proceso de definición identitaria, donde el karaoke de códigos internacionales convive con la búsqueda de una voz autóctona y autónoma.

Un párrafo aparte merece la estrategia de “product placement”. La larga escena del protagonista con su interés sentimental (interpretado por Michela Pincay) al pie de Nelson Market, o la conversación “filosófica” (uno de los mejores momentos del filme) entre Julio Cortázar y el protagonista en el césped de Jardines de la Esperanza, son coherentes y perfectamente engarzadas dentro de la narración. El llamado marketeinment (el uso de la publicidad dentro de una película) es una lección para los jóvenes videoastas ecuatorianos: trabajar hombro a hombro con marcas que pudieran servir como patrocinadoras. Hasta Sweet and Coffee aparece en la cinta, además de otras marcas reconocibles. Hay que trabajar con lo que hay, con lo que está a la mano, y si una empresa generosa ofrece su ayuda hay que tomarla. El otro camino es buscar sponsors que deseen apoyar este tipo de narraciones audiovisuales. Ahí entra el rol del equipo de mercadeo si tiene entre manos un guion atrayente. Fin del paréntesis comercial. 

En conclusión, la película cumple con su cometido como entretenimiento accesible, pero desde una perspectiva crítica es, a ratos, excesivamente pretenciosa por intelectualoide (como la cita que pongo de David Foster Wallace como título de esta reseña). El epígrafe con el que se abre la cinta es muy decidor: “El truco del amor es que es como un niño: adora jugar a disfrazar lo sublime de su naturaleza en los ropajes de la cotidianidad”. Hay que abandonar los trucos y hay que dejar de ser un niño para llegar a ser el autor adulto tan ansiado. El fantasma de mi ex constituye un ejercicio de competencia técnica (ninguna queja de este crítico sobre su dirección de arte, fotografía, montaje y camarografía) más que de audacia artística. Esperamos más de este joven director (talentoso por donde se lo mire) que de seguro pondrá sus virtudes al servicio de obras más ambiciosas que merecerán mejor financiamiento.

Claudia Cardinale, la Grande Bellezza

Sólo nos quedan los nonagenarios Kim Novak (Chicago, 1933), Sophia Loren (Roma, 1934) y Clint Eastwood (San Francisco, 1930). Acaba de fallecer Claudia Cardinale (1938-2025), la diosa del celuloide que encarnó la belleza mediterránea en su más pura expresión y que se convirtió en el rostro cautivador del cine europeo de los años sesenta. Seis décadas de carrera y más de 150 películas. La actriz falleció el martes 23 de septiembre en Nemours, Francia, cerca de París, a los 87 años , dejando tras de sí una estela que constituye un catálogo imprescindible de los mejores momentos del séptimo arte.

Nacida en Túnez, el 15 de abril de 1938, de padres sicilianos, Cardinale creció hablando francés, árabe y dialecto siciliano, una riqueza intercultural que impregnaría toda su carrera artística con una sensualidad cosmopolita singular. Su entrada al mundo del cine fue casi fortuita: ganó el concurso “La italiana más bella de Túnez” en 1957, y el premio consistía en un viaje a Italia que rápidamente la condujo a contratos cinematográficos que cumplió a trompicones porque había crecido hablando francés y el italiano era apenas su segunda lengua y no la dominaba tan bien. De hecho, en sus primeras películas no estelares no lleva el crédito de Claudia, sino de Claude. Fue en su auxilio el productor Franco Cristaldi, quien se convertiría en su mentor y posteriormente en su esposo.

De él dijo hace poco en una entrevista que no lo amaba y que siempre lo llamaba por su apellido. Sufrió la opresión laboral al recibir de él un estipendio mensual modesto que no era concordante con la cantidad de películas que el productor la obligaba a hacer anualmente. También se conoció recientemente haber sido violada por un hombre mayor. Decidió no abortar y le puso a su vástago el apellido del que sería su segundo esposo, Pasquale Squiteri, muerto en 2017 y que la dirigió en otro western, Los guapos (1974), y con quien tuvo a su hija Claudia que escribió sus memorias a las que tituló «Claudia Cardinale, la Indomable» (Mondadori, 2022). Durante el siglo pasado nunca quiso revelar que su hijo fue criado como si fuera su hermano. Todos estos detalles íntimos los he sacado de entrevistas concedidas por Claudia Squiteri, hija de la actriz, a algunos medios no necesariamente italianos. La Cardinale en esto fue admirable: siempre separó su vida del arte cinematográfico. La discreción fue su marca registrada.

Su ascensión meteórica comenzó con pequeños papeles hasta alcanzar la consagración internacional trabajando con los más grandes maestros del cine. En un mismo año dos directores que se odiaban entre sí, pero que ella admiraba, requirieron sus servicios y se la tuvieron que repartir profesionalmente con horarios apretados de filmación. La situación merecería como mínimo un documental: la Cardinale vivía ajetreada entre Roma y Sicilia filmando de manera alternada. En una película hacía de rubia, en la otra era morena. Un director (Fellini) era caótico (casi filmaba sin guion) y el otro era un maricón perfeccionista (Visconti) que todo lo planificaba de manera milimétrica. Uno de los dos filmes (doy una pista: era en blanco y negro) mereció el Óscar a la película extranjera lo cual refrendó la idea de que Claudia Cardinale era el regalo perfecto de Italia a la cinematografía mundial.

Federico Fellini la dirigió en “8½” (1963), donde su presencia magnética como Claudia (el perfecto ideal femenino del personaje-director Guido Anselmi, interpretado Marcello Mastroianni) añadió una dimensión onírica a la obra maestra del director italiano. Luchino Visconti la convirtió en la aristocrática Angelica Sedara en “Il Gattopardo” (1963), junto a Burt Lancaster, una interpretación que la estableció como una de las actrices más refinadas de su generación. De esta película, basada en la novela de Lampedusa, vive gratis en mi mente la escena en la que baila un valse de Nino Rota con Lancaster. En sus memorias confiesa que fue Visconti que le enseñó que la belleza no se muestra, que hay que esconderla y revelarla en lo esencial. Sin el misterio, no hay una gran belleza, fue la enseñanza de Luchino quien ya la había dirigido en Rocco y sus hermanos (1960), también con Delon.

Pero fue Sergio Leone quien inmortalizó su imagen de la viuda pistolera en el western “Once Upon a Time in the West” (Había una vez en el Oeste, 1968), donde su Jill McBain (la única mujer del reparto) se convirtió en un símbolo único entre tanta violencia estilizada. Leone supo capturar no solo su belleza física sino también su capacidad dramática, creando uno de los personajes femeninos más memorables del western como género. Su rostro en primer plano, enmarcado por el paisajismo épico de Leone, permanece como una de las imágenes de mayor poderío que se han filmado. La imagen-tiempo, le decía Gilles Delleuze.

Trabajó en Circus World (1964) con John Wayne y Rita Hayworth, en Blindfold (1965) con Anthony Quinn y en I professionisti (1966) volvió a toparse con Burt Lancaster, con quien había bailado arrebatadoramente en la monumental película de Visconti (ante los ojos envidiosos de Alain Delon). Y ella, tercamente, volvería a probar la ambrosía de ese género en «Las pistoleras» (1971), un western en tierra española con dos «femme-fatale», ella y Brigitte Bardot, el sex symbol con el que soñaban todas las niñas del colegio en el que estudió Claudia. La versatilidad de Cardinale la llevó desde el drama más intenso hasta la comedia sofisticada. Blake Edwards la dirigió en “The Pink Panther” (1963) junto a Peter Sellers, demostrando su habilidad para la comedia. Trabajó con directores de la talla de Francesco Rosi en “Hands Over the City” (1963), Marco Bellocchio en “I pugni in tasca” (1965), y más tarde con Werner Herzog en “Fitzcarraldo” (1982), donde interpretó a la propietaria de un burdel que financia la quimérica construcción del teatro de la ópera en plena Amazonia para Klaus Kinski.

Sus compañeros de reparto constituyen un panteón de las estrellas referenciales del cine séptimo arte: desde Marcello Mastroianni en múltiples ocasiones, hasta Jean-Paul Belmondo en “Cartouche” (1962), Alain Delon en “The Leopard”, Rock Hudson en “Blindfold” (1965), y Frank Sinatra en “Von Ryan’s Express” (1965). Cada colaboración reveló nuevas facetas de su talento, adaptándose a registros dramáticos diversos sin perder nunca su identidad artística única.

Cardinale recibió tres premios David di Donatello —el equivalente italiano al Oscar— como mejor actriz y fue galardonada con un León de Oro honorario del Festival de Venecia en 1993. También recibió un Oso de Oro honorario en el Festival de Berlín de 2002 . Estos reconocimientos oficiales apenas reflejan su verdadero legado: haber redefinido la belleza cinematográfica mediterránea y haber demostrado que una actriz podía ser simultáneamente objeto de deseo y sujeto dramático complejo. Nada mal para una diosa que vive en el Olimpo del cine junto a otras italianas igual de exuberantes: Sofía Loren, Gina Lollobrígida, Edwige Fenech, Monica Bellucci, Virna Lisi, Ornella Mutti, Lucía Bosé, entre otras.

La revista Los Angeles Times Magazine la incluyó entre las 50 mujeres más hermosas en la historia del cine. Sus ojos verdes, su melena castaña y su sonrisa enigmática se convirtieron en emblemas de una época, pero fue su inteligencia interpretativa lo que la distinguió de sus contemporáneas. A diferencia de otras actrices que fueron encasilladas como símbolos sexuales, Cardinale logró mantener su dignidad artística y desarrollar una carrera longeva que abarcó más de cinco décadas. Con menos curvas y menos estatura (apenas tenía 1,68 cms) superó a las maggiorate, un grupo de actrices italianas voluptuosas comandadas por Sophia Loren y donde estaban Gina Lollobrigida, Anita Ekberg, Jayne Mansfield y Briggitte Bardot.

Formó parte, junto a Sophia Loren y Anna Magnani, de una santísima trinidad de actrices italianas que conquistaron el mundo, pero su particularidad radica en el haber encarnado una modernidad que anticipaba los cambios sociales de los años setenta. Sus personajes femeninos poseían una independencia y una complejidad psicológica que reflejaban las transformaciones de la mujer mediterránea del siglo XX. Esto hay que vincularlo con su vida privada con el dato del hijo que no quiso abortar y que le dio una de las mayores alegrías de su existencia, como lo dijo en recientes entrevistas. No está de más añadir que creó una fundación para luchar contra la violencia hacia la mujer. En el año 2000 fue declarada embajadora de la UNESCO en estas causas feministas. Desde 2013 trabajó en Green Cross (institución en la que también colabora Leonardo de Caprio) en las causas ambientalistas.

En el año 2017 Cardinale fue parte de una polémica que ella no buscó. La escogieron para ser parte del afiche oficial del Festival de Cannes que acostumbra a usar una imagen nostálgica en su material gráfico. Se escogió una imagen de la actriz (de fotógrafo desconocido) quien con tan solo 21 años está bailando en una terraza romana y deja entrever sus piernas en una falda que se alza por los movimientos dancísticos. La fotografía fue parte de un debate liderado por los internautas que señalaban que el cuerpo (brazos, torso y piernas) de la Cardinale había sido retocado por la magia del Photoshop. Para mala suerte de los organizadores la foto original era de dominio público y es parte del archivo Getty. Esta polémica demostró que la masa crítica de Internet sabe poner las cosas en su sitio. En este caso era justo y necesario dejar a una altura necesaria el pedestal donde la historia del cine ya había puesto a la Reina Claudia.

Cardinale fue, en definitiva, la personificación cinematográfica de una belleza atemporal que nunca se doblegó ante las modas pasajeras ni las presiones comerciales. Su legado perdura en cada fotograma donde su presencia transformaba la pantalla con su piel color olivo, recordándonos que el cine sigue perdiendo nombres referenciales. Tanto ella como Robert Redford (de reciente fallecimiento también) demostraron que la belleza no está reñida con la inteligencia y la versatilidad actorales. Que la tierra le sea leve.

The Ugly Stepsister o el desmembramiento del cuento de hadas

La película noruega The Ugly Stepsister (2025) de Emilie Blichfeldt (1991) constituye una rareza en la cartelera local comercial. Este título emerge como uno de los ejercicios más sanguinarios y perspicaces de deconstrucción de “Cenicienta”, el cuento de Charles Perrault. Este volver a contar la historia del príncipe y la zapatilla no se conforma con subvertir el texto clásico; lo destripa. literalmente, exponiendo las vísceras putrefactas de los ideales de belleza patriarcales con una precisión quirúrgica que roza de manera extraña la tontería y la genialidad. 

Van en un párrafo algunos ejemplos gore con alerta de spoiler: la protagonista se guillotina los pies para caber en la zapatilla que tiene el príncipe; la madre le corrige, le dice que se ha equivocado de pie y le cercena los dedos faltantes; vómitos de sangre, un tabique roto por un cincel, una sanguijuela de algunas varas de extensión saliendo de la boca de la actriz principal, una intervención del globo ocular para injertar cejas postizas, etcétera. 

La joven Blichfeldt construye su narración sobre los huesos del cuento de Perrault, pero su aproximación intertextual funciona como un acto de autopsia cultural. La película narra la historia desde la perspectiva de Elvira, la hermanastra fea del cuento tradicional, invirtiendo la jerarquía narrativa tradicional y convirtiendo al personaje del margen en protagonista. Esta estrategia no es para nada artificiosa; es un acto de violencia textual que desestabiliza todas las expectativas.

Las referencias a The Substance (2024) resultan inevitables, pero ambas películas persiguen objetivos completamente diferentes y ejecutan sus ideas de manera muy distante. Mientras Fargeat explora la ansiedad del envejecimiento femenino, Blichfeldt excava en territorios más primigenios: la construcción violenta de la feminidad como espectáculo: la nariz perfecta, el busto más erguido, el vestido más rutilante, la búsqueda del príncipe azul, la aceptación social…

La dimensión metatextual opera en múltiples niveles. La película combina brillantemente los interiores nebulosos iluminados por velas con una estética inspirada en los años ochenta del siglo anterior, creando una temporalidad híbrida que desnaturaliza tanto el cuento original como sus adaptaciones cinematográficas contemporáneas. Esta anacronía visual funciona como comentario crítico sobre la atemporalidad artificial que es una característica de los cuentos de hadas y la relevancia de los mecanismos de control social que son desglosados en la cinta.

En lo personal hallé fascinante las referencias a la pintura rococó. Hay escenas que parecen verdaderos retablos vivientes. El ojo pictórico de la cineasta actuó como un auscultador de escenas galantes. Hay intertextualidades (que no se pueden dejar pasar) a pintores como Fragonard o Gainsborough. 

Particularmente notable es la actuación de Leah Myren como Elvira, la que personifica el título de la cinta. Su hermosa fealdad o su fealdad atractiva, su transformación de patito feo en cisne, su fragilidad, su fortaleza, su locura, son algunos de los estados que la modelo profesional recrea a la perfección. Es un maniquí expresivo a la enésima potencia. 

The Ugly Stepsister un filme muy consciente en su tratamiento del body horror no como mero espectáculo, sino como herramienta analítica de la maldad, el horror de la belleza y la perversidad de los cuentos de hadas, sugiriendo que el verdadero horror reside en los marcos normativos que naturalizamos: la búsqueda de lo bonito, del buen lucir, del excelente vestir, del buen comer.

Este remix fílmico de body horror del clásico cuento de Cenicienta aborda los estándares de belleza insanos que nos siguen gobernando varios siglos después, pero Blichfeldt trasciende la crítica superficial. Su aproximación al subgénero funciona como forma de conocimiento carnal que expone la violencia en los procesos históricos de la mujer. Las tenias, las solitarias y los gusanos son las intrusas de este cuento que no tiene nada de infantil. Desde el primer minuto la directora juega con el espectador a la repulsión, obligándolo a permanecer en la sala del cine o a expulsarlo. La misma tipografía de los créditos resulta excesivamente curvilínea, enorme, caligráficamente desproporcionada y con el color rosa de cada letra chillando por toda la pantalla. 

Lo gore no tiene nada de catártico aquí, todo es pura revelación: cada transformación corporal grotesca desentraña otra capa de la mentira social que sostiene la división entre lo bello y lo monstruoso. La carne mutilada de Elvira se convierte en un tejido textual, en una superficie donde se hacen legibles las violencias normalizadas contra lo femenino. Ver (o no ver) la escena en que va perdiendo pelo y se va quedando calva.

The Ugly Stepsister es un desafío a la fisiología del espectador que no sabe si vomitar, esconderse en la pantalla del teléfono móvil o salir corriendo de la función. El recurso más usado es el de la repetición. Los elementos escatológicos se reiteran una y otra vez con desparpajo, creando una sensación de círculos concéntricos que parecen no llevar a nada. O sea, sabemos que hay un príncipe al final de la historia, pero el espectador no sabe cómo la directora nos va a llevar hacia ese cierre. 

Estamos ante un contra-cuento de hadas cuyas repeticiones replican el efecto de todo tipo de violencia: la de género, la sexual, la de la imposición ideológica, aceptando como espectadores que todas las violentaciones que vemos en la pantalla son un reflejo de la sociedad en la que vivimos y morimos.

La directora ha creado una pesadilla necesaria que nos obliga a confrontar los mecanismos a través de los cuales los cuentos de hadas han funcionado históricamente como aparatos de apocamiento de lo femenino. No es poca cosa lo que ha logrado este bizarro filme: ha logrado invertir el cuento original, revelando las estructuras de poder que siempre estuvieron ahí desde hace siglos. El filme noruego no necesita transcurrir en el siglo XXI porque si algo deja claro la directora es que las cosas pasan en su adaptación siguen sucediendo una y otra vez en todas las épocas. Al filme le basta con destilar sangre a borbotones al son de música clásica y bailes de salón. Y todo te salpica. Y sales del cine viéndolo y oliéndolo todo de manera distinta. 

Murió el Gran Redford, el Sundance Kid

Pensé que iba a fallecer antes Clint Eastwood, pero no. Quien primero lo ha hecho ha sido Robert Redford, el Golden Boy, que se convirtió en una de las estrellas más importantes de Hollywoodlandia, y que posteriormente transformó la industria cinematográfica estadounidense a través del Festival de Sundance, falleció el martes por la mañana en su hogar ubicado en las montañas de Utah. Tenía 89 años.

Charles Robert Redford Jr. nació el 18 de agosto de 1936 en Santa Mónica, California, y se convirtió en el símbolo de una nueva generación de actores que emergió en los años sesenta, alejándose de los arquetipos clásicos de Hollywood para interpretar personajes más complejos y moralmente ambiguos. Con su físico atlético, ojos azules penetrantes, y una sonrisa que combinaba encanto con una sutil melancolía, Redford encarnó el espíritu rebelde de su época. Asistió a la Universidad de Colorado con una beca deportiva (era beisbolista). Intentó convertirse en pintor antes de que la actuación lo sedujera.

Quien mejor lo ha definido es el historiador David Thomson quien en su diccionario biográfico asegura que «Hay algo de reticencia en él que resiste una exploración de humor o ira, o inclusive sexualidad, todos estos elementos que están a su alcance». El historiador de cine se hace una pregunta capital: «¿Tuvo él la personalidad o el interés de manifestarse a sí mismo a través de filmes que lo representaran más allá de su figura de guapo atleta?». La respuesta es positiva y está en su filmografía.

Su ascenso al estrellato comenzó con papeles teatrales en Broadway antes de conquistar Hollywoodlandia. En “Butch Cassidy and the Sundance Kid” (1969), junto a Paul Newman, creó una de las duplas más carismáticas de la historia del cine, redefiniendo el género western con ingredientes inéditos: humor, camaradería, una canción como “Raindrops keep falling on my head” en mitad de la trama, y una química natural que los convertiría en íconos culturales. La película no solo fue un éxito comercial masivo, sino que estableció un paradigma para los antihéroes cinematográficos.

Su segunda reunión con Newman, en “The Sting” (1973), consolidó su estatus como superestrella, pero fue su papel como Bob Woodward en “All the President’s Men” (1976) el que demostró su capacidad para abordar temas serios y socialmente relevantes. Su interpretación del periodista del Washington Post que ayudó a develar el escándalo Watergate se convirtió en el referente del periodismo de investigación en la pantalla. De esta forma, Redford demostraba su compromiso con historias que desafiaban el poder establecido.

A lo largo de los años setenta y ochenta, el actor rubio demostró su versatilidad en una amplia gama de géneros. En “Jeremiah Johnson” (1972) se adelanta al universo narrativo de “The revenant” al personificar (bajo las órdenes de Sidney Pollack) a un trampero que se adentra en las montañas rocosas, en medio de la inhóspita nieve; ese mismo año muestra sus primeras preocupaciones políticas al protagonizar “The candidate” que disecciona la campaña electoral de un candidato californiano para el senado; “The Way We Were” (1973) mostró su talento para el drama romántico junto a Barbra Streisand; la misma capacidad melodramática la aplica en el rol trágico de El Gran Gatsby (1974); su papel principal (otra vez cortesía de Pollack) en “Los tres días del Cóndor” (1976), en su rol del analista de la CIA perseguido por propios y ajenos, cimentó su posición como el antihéroe por antonomasia;  el final de los setenta sorprendió con su papel del cowboy alcohólico, bajo las órdenes de Pollack otra vez, en “El jinete eléctrico” (1979), con temas como la ética periodística, el activismo a favor de los animales y la ecología. 

Los años ochenta depararon más éxitos al Golden Boy. “The Natural” (1984), donde hace de un mítico beisbolista que se retira por una lesión para reaparecer años después, lo estableció como un actor capaz de encarnar los sueños y desilusiones del espíritu americano (o lo que sea que eso signifique). Su interpretación en “Out of Africa” (1985), dirigida otra vez por Sydney Pollack, le valió más reconocimiento internacional (como la contraparte romántica de Meryl Streep) y terminó de ubicarlo en el pedestal del héroe romántico en el que se había encaramado con anticipación en “The Way We Were” y “The great Gatsby”. En 1986 protagonizó junto a Debra Winger el dramedy jurídico “Legal Eagles” que pretendió reproducir las situaciones románticas del dúo Hepburn-Tracy con sus diálogos ping-pong. Conoció el fracaso con “Havana” (1990), también de Pollack, especie de remake de “Casablanca”, en la que no cuajó su personaje cínico y vividor. 

La nueva década, la de los noventa, le trajo uno de los papeles por los que más se lo recuerda. En “Una propuesta indecente” (1993) de Adrian Lynne (director de “9 semanas y media”) interpreta al billonario John Gage que contrata a Demi Moore por un millón de dólares para pasar la noche. La película provocó todo un debate ético porque el personaje de Moore estaba casado con Woody Harrelson, formándose uno de los triángulos más enmarañados del melodrama norteamericano. En “Up close and personal” (1996), como la contraparte romántica de Michelle Pfeiffer, fue otro intento de hacer comedia romántica, negándose a una realidad palpable: el público no quiere ver a un “leading man” envejecido en la pantalla.

Quizás fue detrás de cámaras donde Redford dejó su marca eterna en la historia del cine. Su debut como director con “Ordinary People” (1980) fue un triunfo, tanto en lo artístico como en lo comercial, explorando con una sensibilidad (no vista hasta entonces) las dinámicas familiares (con sus traumas) de una familia de clase media estadounidense. La película le valió el Oscar al Mejor Director, convirtiéndolo en uno de los pocos actores en lograr ese tipo de altísimos reconocimientos.

Sus posteriores trabajos como realizador, incluyen “A River Runs Through It” (1992), que a mi parecer es su obra maestra. De esta película, David Thomson dijo que «era un espectacular homenaje a la naturaleza, al agua que fluye, a la pesca con caña, pero también una película de sutileza y fuerza, con un Brad Pitt que da una excelente actuación como el joven salvaje y peligroso que él jamás se permitió a sí mismo interpretar». También está “Quiz Show” (1994), su segunda mejor película a mi entender, con un joven Ralph Fiennes, y “The Horse Whisperer” (1998), con la mismas preocupaciones ecologistas y de activismo animal de “The electric horseman”, regalándonos el debut de la niña Scarlet Johannson. Estos títulos confirmaron su buen ojo para las historias íntimas y su capacidad para extraer actuaciones naturales de sus intérpretes. Sus películas como realizador se caracterizaron por una fotografía cuidadosa, narrativas contemplativas y una profunda comprensión de las complejidades de las relaciones humanas.

Pese a lo anterior, hay que señalar que el legado más duradero de Redford podría ser su contribución al cine independiente a través del Instituto Sundance, fundado en 1981 en las montañas de Utah, y que lleva el nombre del personaje que lo lanzó a la fama: The Sundance Kid. Lo que comenzó como un laboratorio para jóvenes cineastas se transformó en el Festival de Cine de Sundance, el evento más importante del cine independiente en Estados Unidos. A través de Sundance, Redford democratizó el acceso a la industria cinematográfica, proporcionando una plataforma que acogió voces diversas e innovadoras que de otro modo habrían no podido encontrar distribución.

El festival se convirtió en el trampolín para innumerables carreras cinematográficas, lanzando a directores como Quentin Tarantino, Kevin Smith, Steven Soderbergh, Paul Thomas Anderson y muchos otros que han definido el paisaje cinematográfico contemporáneo. De los laboratorios creativos de esta institución salieron los guiones de Crónicas de Sebastián Cordero y Diarios de motocicleta de Walter Salles. Sundance no solo cambió la forma en que se hacen y distribuyen las películas independientes, sino que también influyó en los gustos del público, elevando el estándar de lo que se consideraba entretenimiento cinematográfico inteligente.

A lo largo de su carrera, Redford recibió numerosos reconocimientos por su contribución al arte cinematográfico; además de su Oscar como director, recibió el Premio Cecil B. DeMille en 1994, el Premio del Sindicato de Actores a la Trayectoria Profesional y un Oscar honorífico en 2002 por su apoyo al cine independiente. En 2016, recibió la Medalla Presidencial de la Libertad del presidente Barack Obama, reconociendo no solo sus logros artísticos sino también su activismo ambiental y social.

El compromiso de Redford con causas ambientales fue una constante a lo largo de su vida, utilizando su plataforma para abogar por la conservación de espacios naturales y la lucha contra el cambio climático. Su rancho en Utah no solo fue su refugio personal, sino también un símbolo de su dedicación a la preservación del paisaje americano.

En sus últimos años, Redford continuó actuando de manera selectiva, eligiendo proyectos que nunca dejaron de resonar. Su actuación en “All Is Lost” (2013), donde prácticamente cargó toda la película solo, demostró que su talento permaneció intacto hasta el final de su carrera. Su última película, “The Old Man & the Gun” (2018), pareció un epílogo perfecto para una carrera extraordinaria, interpretando a un ladrón de bancos encantador y nostálgico que reflejaba la propia relación del actor con un oficio que había definido su vida.

Robert Redford representó una transición crucial en Hollywood, desde el sistema de estudios clásico hacia una era más autoral y artísticamente libre. Su influencia se extiende más allá de las pantallas, habiendo formado a generaciones de cineastas y cambiado fundamentalmente la forma en que la industria entiende el cine independiente. Su muerte marca el final de una era dorada del cine estadounidense, pero su legado perdura en cada película independiente que encuentra su audiencia y en cada nuevo director que recibe su primera oportunidad de contar su historia.

Redford demostró que el estrellato y la integridad no eran excluyentes, y que una carrera en Hollywood podía ser tanto comercialmente exitosa como artísticamente significativa. Su vida y obra continúan inspirando a artistas y activistas, recordándonos que el cine puede ser al mismo tiempo entretenimiento y fuerza para el cambio social y cultural.

Drácula, A Love Tale: La versión afrancesada del vampiro

Luc Besson (nacido en 1959) ha dejado una huella en la historia del cine a través de múltiples innovaciones estilísticas y narrativas. Besson es uno de los tres directores fundamentales del “Cinéma du look”, un movimiento cinematográfico francés de los años 80 y 90, identificado por primera vez por el crítico Raphaël Bassan en 1989, junto con Jean-Jacques Beineix (Betty Blue) y Leos Carax (Los amantes de Point- Neuf). Este movimiento se caracterizaba por ser ruidoso visualmente, costoso y estilizado. Estaba destinado a ser un espectáculo pirotécnico de gran poderío comercial, en contraste con la austeridad de la Nouvelle Vague.

Los directores del “look” (con Besson a la cabeza) favorecían el estilo sobre la sustancia, el espectáculo sobre la narrativa, y se enfocaban en personajes jóvenes alienados que representaban a la juventud marginada de la Francia de François Mitterrand. Besson ayudó, de esta manera, a crear un nuevo lenguaje visual que combinaba la alta cultura con la cultura pop.

En lo personal, este crítico fue siempre un admirador de los lujos estilísticos de este director. Desde que vi Le Grand Bleu (1988) supe que Besson era el llamado a redefinir el cine de aventuras con su poesía visual submarina. Nikita (1990) fue el hito del cine de acción con ese híbrido femenino (Anne Parillaud) entre “James Bond” y “Pigmalión”, modelo que influyó masivamente en el cine de acción posterior. La cumbre de su artesanía (no arte) está en Leon: The Professional (1994), con los roles estelares de Jean Reno y Nathalie Portman, en una reinvención del thriller urbano con elementos de drama familiar. The Fifth Element (1997) revolucionó la ciencia ficción con su estética kitsch (cómo olvidar el sobreuso del color naranjo y el blanco) y el diseño futurista único, posicionando a Milla Jovovich como heroína de acción y cimentando el puesto de Bruce Willis como el hombre duro por antonomasia. 

En estos filmes está clarísima su propuesta caracterizada por protagonistas femeninas fuertes y complejas, una estética excesivamente estilizada, una mixtura de violencia con elementos poéticos o románticos, y narraciones audiovisuales que privilegian el ritmo visual sobre el diálogo.

No se puede soslayar la visión de empresario de este hombre exitoso. Besson fundó EuropaCorp, uno de los estudios independientes más importantes de Europa, que ha producido franquicias insoportablemente exitosas como Taxi, The Transporter y Taken. Esto demostró que el cine europeo podía competir globalmente en el mercado de entretenimiento comercial.

En lo personal, este crítico prefiere The Family (2013) porque Besson logra un memorable diálogo intercultural entre Francia y Estados Unidos: las culturas de ambos países son despellejados por críticas puestas en boca de todos los personajes. La violencia y el humor están dosificadamente mezclados en esta historia que sigue a una familia norteamericana que vive escondida en un pueblo francés. El programa de asignación de testigos los tiene viviendo en un área rural, alejados de las comodidades de la gran ciudad. Robert de Niro y Michelle Pfeiffer como los jefes de familia, y Tommy Lee Jones cono el representante de la Ley que monitorea a los extranjeros, se lucen en este dramedy que no parece de Besson hasta que se despliegan las grandes coreografías de acción que tanto lo caracterizan. 

El director sexagenario ha logrado a lo largo de su carrera algo que pocos directores han podido: mantener una identidad autoral mientras manufactura entretenimiento comercial masivo. Su película “Lucy” (2014), con Scarlett Johansson, por ejemplo, marcó un regreso a la pirotecnia formal, combinando su característico estilo visual con éxito comercial internacional.

Su estética ha influenciado a una generación de cineastas que han adoptado su enfoque de “estilo sobre sustancia”, particularmente en el cine de acción contemporáneo, desde John Woo hasta las hermanas Wachowski y Zack Snyder.

La obra de Besson representa un momento crucial en la evolución del cine francés y europeo, demostrando la existencia de un medio visualmente espectacular sin renunciar a la identidad cultural europea. Su influencia se extiende desde la estética musical (sus colaboraciones frecuentes con el músico Éric Serra) hasta el diseño de producción, estableciendo estándares altos para el cine comercial que persisten hasta hoy.

Con “Drácula: A Love Tale” (2025), Luc Besson se suma al creciente renacimiento del mito vampírico que ha dominado el cine de las últimas décadas, ofreciendo una visión decididamente franchute del conde máximo de la literatura gótica. Esta nueva adaptación se distancia deliberadamente tanto de las aproximaciones más viscerales del género como de las interpretaciones clásicas, apostando por una narración romanticona que privilegia la melancolía por encima del horror.

El interés contemporáneo por Drácula parece inagotable. Tras “Dracula Untold” (2014) y su secuela, el osado “Nosferatu” de Robert Eggers (2024), y “The Last Voyage of the Demeter” (2023), Besson aporta su particular sensibilidad al corpus vampírico. Mientras Eggers optó por un retorno a las raíces expresionistas del mito y “The Last Voyage” exploró los aspectos más monstruosos del conde en alta mar, Besson abraza sin disimulo el melodrama romántico desde el subtítulo de la película.

A diferencia del “Drácula” de John Badham (1979), que modernizó la historia con toques teatrales y un enfoque preciso en la seducción vampírica urbana, o del opulento espectáculo neobarroco de Francis Ford Coppola (1992), que ya manejaba la historia de amor en equilibrio perfecto con el horror puro, Besson va más allá al situar completamente la historia dentro del cuadrante romanticista. Donde Badham mantenía un equilibrio entre romance y suspense, y Coppola creaba una sinfonía visual de amor y decadencia, Besson casi descree por completo los elementos de terror tradicionales.

La novela original de Bram Stoker construía a Drácula como una amenaza fundamentalmente externa, un invasor que debía ser contenido y destruido. Besson, siguiendo la línea iniciada por Coppola, transforma al conde en una figura romántica trágica cuya maldición surge del amor contrariado. Esta reinterpretación, aunque alejada del espíritu victoriano de Stoker, conecta con la tradición romántica francesa del poeta maldito.

Caleb Landry Jones (premio al mejor actor en Cannes, en 2021, por Nitram) entrega una interpretación matizada del conde, alejándose tanto del aristocratismo siniestro de Bela Lugosi como de la pasión desatada de Gary Oldman. Su Drácula es melancólico, lánguido, perfecto para la visión bessoniana. Christoph Waltz, como el enigmático sacerdote sin nombre, ofrece una reinterpretación sutil de Van Helsing, despojando al personaje de su obsesión científica para convertirlo en una figura más contemplativa y filosófica.

La partitura de Danny Elfman abandona sus usuales excesos góticos para crear una obra de cámara que privilegia las cuerdas y los vientos, creando una atmósfera de melancolía permanente que complementa perfectamente la narración romántica. La fotografía de Colin Wandersmann captura la París finisecular con una paleta dorada y sepia que evoca tanto los cuadros impresionistas como la nostalgia de un mundo perdido.

El diseño de producción de Gilles Boillot recrea meticulosamente la París de 1889 para crear un telón de fondo de transformación y modernidad que contrasta con la atemporalidad del protagonista. Al trasladar la acción a la capital francesa de finales del siglo XIX, Besson la inscribe en un momento histórico específico de gran simbolismo: la celebración del centenario de la Revolución Francesa y el año de la Exposición Universal. Esta elección temporal permite al director explorar los temas de cambio, progreso y nostalgia que atraviesan toda la película. Su París finisecular se convierte en el escenario perfecto para una historia sobre la imposibilidad de escapar del pasado.

El subtítulo “A Love Tale” no es casual: Besson reivindica abiertamente el aspecto romántico que otras adaptaciones han tratado como elemento secundario. Su Drácula es, ante todo, un amante eterno condenado a la búsqueda imposible, y en esta reformulación radica tanto la originalidad como la limitación de su propuesta. Nos queda debiendo mucho miedo la figura del caballero condenado a la eternidad, una actriz más a la altura de ese personaje redondo que es Mina, una subtrama que justifique por qué la historia cambia a Londres por París… El príncipe Vlad inspira extrañeza, mas no terror. Las novias de Drácula son reemplazadas por las gárgolas (gracias a la animatrónica) que son las criaturas que sirven al señor de la noche. 

Este Drácula se presenta así como una obra profundamente francesa en su sensibilidad, privilegiando la acción por encima de la introspección, el espectáculo por sobre el drama íntimo, y la poesía de la perdición sobre un terror que es mínimo. Es, quizás, el Drácula más melancólico de la historia del cine, y en esa saudade hemofílica reside tanto su virtud como su debilidad. ​​​​​​​​​​​​​​​​

Los ahogados o de cómo el cine ecuatoriano da una lección magistral de noir 

La escena con la que se abre el siguiente filme me capturó por completo y me hizo saber que no era cualquier cosa la que iba a ver en la sala 11 (con apenas dos espectadores) del Supercines Ceibos. Una joven empleada (Kelly Lucero) limpia el piso de una sala con una aspiradora. Una escena cotidiana, filmada de manera convencional (en un plano general), como si fuera un hecho doméstico más. De repente la sirvienta deposita la aspiradora en la pared y empieza a escalarla, a la manera de Fred Astaire en Royal Wedding (1951), o si quieren Dancing on the ceiling (1986), el videoclip de Lionel Ritchie. La actriz no necesita bailar para capturar la atención e invocar la tensión (no hay música festiva de fondo). El mensaje está claro desde este inicio inquietante: esta casa se va a poner de cabeza en esta historia. 

En un panorama cinematográfico nacional históricamente dominado por el drama social y la exploración identitaria, Los ahogados (2025) emerge como una “anomalía” fascinante y necesaria. Esta coproducción ecuatoriano-uruguaya, dirigida por Juan Sebastián Jácome en colaboración con el cineasta panameño Víctor Mares, y producida por Abaca Films en co-producción con la empresa uruguaya Rain Dogs Cine, más el respaldo de Ibermedia, representa un hito en la evolución del séptimo arte ecuatoriano: el primer acercamiento serio y logrado al género de suspenso en nuestra filmografía contemporánea.

Juan Sebastián Jácome (Quito 1983) llega a este proyecto con la solidez de quien ha construido un lenguaje cinematográfico propio a lo largo de más de una década. Su filmografía previa, que incluye Ruta de la luna (2012) y Cenizas (2018), ya había demostrado su capacidad para explorar las complejidades del alma humana a través de narrativas íntimas y visualmente sofisticadas. Con Los ahogados (filmada en 2022), Jácome da un salto cualitativo hacia territorios inexplorados del cine nacional, demostrando una versatilidad artística que lo consolida como uno de los directores no más prometedores de la región sino como autor con todas las de ley.

El reconocimiento internacional no se ha hecho esperar. La película ha cosechado cuatro premios en la prestigiosa sección Primer Corte de Ventana Sur 2023, y su selección para “Goes to Cannes” en la sección Work In Progress del Marché du Film de Cannes confirma que estamos ante una obra que trasciende las fronteras locales para insertarse con calidad en el circuito global de festivales. Este tipo de circulación internacional es precisamente lo que el cine ecuatoriano necesita para ganar visibilidad y credibilidad en el panorama mundial.

Inspirada en un suceso real de la crónica roja panameña —la muerte de una empleada doméstica en la piscina de sus empleadores—, Los ahogados va más allá de la mera recreación del hecho para convertirse en una reflexión sobre las dinámicas de poder, la impunidad y las fracturas sociales que atraviesan nuestras sociedades latinoamericanas. Aunque director y productores insisten en que se trata de un filme sobre la impunidad, la verdadera fortaleza de la obra radica en su impecable ejercicio de estilo que disecciona temas como la culpa, la paranoia y la traición.

El filme adopta los códigos del noir clásico con una sofisticación técnica que no deja de sorprender. Jácome y su equipo construyen una atmósfera opresiva donde cada elemento narrativo y visual converge hacia la exploración del impacto devastador que un hecho de sangre provoca en todos los círculos que rodean a los protagonistas: la familia, los amigos, el entorno educativo. Es un estudio meticuloso sobre cómo la tragedia expande sus ondas concéntricas, contaminando cada aspecto de la vida familiar, primero, y social, después.

El corazón pulsante de Los ahogados es la interpretación de Giovanna Andrade como Marcela, una novelista exitosa en vísperas de publicar su próximo libro. Andrade, quien por fin encuentra un papel que hace justicia a su talento de excepción —confirmándola como la actriz ecuatoriana más dotada de su generación—, construye un personaje de una complejidad emocional arrebatadora. Su rostro compungido se convierte en el lienzo donde se acuarelizan todas las emociones contradictorias que atraviesa su personaje: el dolor de la traición del esposo, la impotencia ante la injusticia, y sobre todo, la angustia maternal al ver a su pequeña hija convertida en víctima del bullying escolar a consecuencia del escándalo social.

La perspectiva narrativa de Marcela funciona como un prisma que descompone la realidad en múltiples versiones posibles de los hechos. A través de sus ojos, el espectador accede a un laberinto de sospechas y revelaciones donde la verdad se vuelve esquiva y polisémica. Andrade sostiene esta complejidad dramática con un poderío histriónico que permite al filme apostar por primeros planos inquietantes y prolongados, donde cada gesto y cada micro-expresión revelan capas profundas de significado.

Desde el punto de vista técnico, Los ahogados destaca especialmente por la fotografía del veterano Simón Brauer, cuyo trabajo conecta la película con los grandes títulos del género noir. Las numerosas secuencias bajo la lluvia no son mero artificio estético, sino que funcionan como metáfora visual de la purificación imposible en la melancoliza narración. Las imágenes sombrías y lúgubres, tanto en interiores claustrofóbicos como en exteriores desolados, construyen un universo visual coherente donde cada encuadre contribuye a la tensión dramática.

El reparto secundario merece reconocimiento especial. Fernando Arze Echalar compone un esposo sospechoso con la ambigüedad justa, mientras que Pilar Olmedo aporta dignidad y misterio como la mucama anciana. Amelia Yépez ofrece una interpretación conmovedora como la hija de Marcela, víctima colateral del escándalo, y Arturo Calahorrano construye un personaje fascinante como el guardia de seguridad, testigo silencioso de los secretos familiares.

Los ahogados representa el punto de giro que para el cine ecuatoriano se va curvando más y más. No solo por su calidad intrínseca, sino por demostrar que nuestro cine tiene la capacidad técnica y artística para abordar géneros tradicionalmente esquivos y hacerlo con la sofisticación que demanda el circuito internacional. Su reciente selección por la Academia de las Artes Audiovisuales y Cinematográficas del Ecuador para representar al país en la 40ª edición de los Premios Goya es un reconocimiento merecido a una obra que no puede serle indiferente a nadie.

Con Los ahogados, filmada casi toda de noche, Juan Sebastián Jácome no solo ha creado un noir absorbente y visualmente deslumbrante, sino que ha abierto nuevas posibilidades expresivas para el cine ecuatoriano. Es una película que honra (no me da pereza repetirlo) tanto los códigos clásicos del noir como las particularidades de nuestro contexto social, logrando esa síntesis glocal tan difícil entre universalidad y especificidad local que caracteriza a las obras logradas. Le deseamos el mejor de los éxitos en su recorrido internacional, pues sin duda se lo merece.

DAVID MAMET EN GUAYAQUIL: UNA VIDA EN EL TEATRO O EL TEATRO EN UNA VIDA

When you come into the theatre, you have to be willing to say, ‘We’re all here to undergo a communion, to find out what the hell is going on in this world.’ If you’re not willing to say that, what you get is entertainment instead of art, and poor entertainment at that.

David Mamet (2013). “3 Uses of the Knife: On the Nature and Purpose of Drama”, p.27, Vintage

David Mamet ha realizado contribuciones que siguen resonando en la historia del teatro contemporáneo. Aparte de su alejamiento del naturalismo convencional, el aporte más distintivo es su desarrollo de un estilo de diálogo único que captura el ritmo, la música y la brutalidad del habla estadounidense contemporánea. Su “Mamet-speak” se caracteriza por repeticiones obsesivas y patrones de habla circulares que reflejan cómo las personas realmente se comunican bajo estrés, la profanidad como elemento dramático, no meramente decorativo, sino como revelador de carácter y tensión, el ritmo sincopado que convierte el diálogo en una forma de percusión verbal, y el subtexto denso donde lo que no se dice es tan importante como lo que se articula.

La primera gran característica que salta a la vista cuando llegamos al teatro de Studio Paulsen es que estamos ante una pieza de dos actores, una modalidad en la que el dramaturgo de Chicago es un maestro. Tan solo recordemos su obra señera, Oleanna (1992), que es un diálogo descarnado entre un profesor y su alumna. Eso es lo que sabemos que veremos antes de entrar a ver la obra de Mamet, un verdadero duelo verbal de gran intensidad. Dos personajes en busca de un autor. 

Siete años después de su estreno guayaquileño en 2018, “Una vida en el teatro” (1977) de David Mamet, dirigida por Luis Mueckay y producida por Carlos Ycaza, vuelve a los escenarios guayaquileños con una propuesta que trasciende la mera reposición para convertirse en una reflexión sobre el oficio actoral en tiempos de incertidumbre. Esta nueva versión, presentada en Studio Paulsen, logra lo que pocas adaptaciones consiguen: mantener intacto el espíritu del texto original mientras incorpora elementos de nuestra realidad social y política que dotan a la obra de ese tono de urgencia contemporánea.

Luis Mueckay encarna a Roberto con su dicción impecable, su entonación milimétrica y su dominio absoluto del ritmo teatral construyendo a un veterano actor que es, simultáneamente, maestro, mentor y melancólico observador de su propia mortalidad. Mueckay está en la cima de su oficio, manejando con sutileza extraordinaria un subtexto queer que sugiere, sin jamás explicitar, un interés sentimental hacia su joven compañero. Es en estos matices donde brilla su interpretación.

Marlon Pantaleón, como Juan, ofrece el contrapunto eficiente con una actuación correcta y vibrante que encarna la ambición juvenil sin caer en estereotipos. Su personaje, que sueña con una vida más allá del teatro mientras hace castings para comerciales televisivos, representa esa generación que busca equilibrar la pasión artística con la supervivencia económica. La química entre ambos actores es palpable, creando ese equilibrio entre ingenuidad y sabiduría, entre la urgencia de la juventud y la paciencia de la experiencia.

La propuesta escenográfica de Fanny Herrera articula cuatro espacios fundamentales que funcionan como una metáfora brillante de la multiplicidad de perspectivas que abarca la vida misma. La sala de espera con su sofá, el camerino íntimo, el escenario como espacio de verdad y mentira simultáneas, y ese punto detrás de la cortina que antecede al tablado… todos estos puntos convergiendo para crear un universo teatral completo donde cada rincón cuenta una historia diferente.

La quinta dimensión la aporta la pantalla de fondo, donde las imágenes de las calles de Guayaquil en plena pandemia sirven como comentario visual que contextualiza la trama sin sobrecargarla. Este recurso de videomapping, diseñado por Juan José Ripalda junto con la musicalización, añade capas de significado que enriquecen la experiencia sin competir con la actuación. La iluminación de Iani Candel y el vestuario de Valeria García completan un diseño integral que sirve sobremanera a la narración.

Lo que convierte a esta versión en algo especial es su capacidad para transformarse en una especie de bildungsroman teatral, donde presenciamos el constante entrenamiento al que el joven es sometido por el veterano. Las enseñanzas de Roberto no son meros consejos profesionales, son lecciones de vida transmitidas a través del oficio. La escena donde ambos actores ensayan y el viejo enseña el truco de leer los diálogos sin emoción para estudiar las resonancias de las palabras es, quizás, el momento más revelador de toda la obra. En esta viñeta vemos el gran aporte de Mamet al teatro contemporáneo, un enfoque distintivo hacia la actuación que enfatiza la verdad emocional por encima de la técnica virtuosa. El concepto de que “inventar nada y negar nada” es fundamental para la actuación auténtica y de cómo la importancia del análisis textual riguroso hace que cada palabra tenga un peso específico.

Roberto, interpretado magistralmente por Mueckay, se burla con mordacidad inteligente de los pasantes de la Universidad de las Artes, del microteatro, de los teléfonos móviles que interrumpen las funciones y del uso indiscriminado de anglicismos en nuestro lenguaje cotidiano. Estas críticas, lejos de ser un mero sarcasmo generacional, revelan la tensión entre tradición y modernidad que atraviesa no solo el teatro ecuatoriano, sino nuestra sociedad entera.

Las peleas en el camerino, que recuerdan inevitablemente a las disputas conyugales, exponen las complejidades de una profesión que exige entrega total. La obra no idealiza el oficio actoral; lo presenta con todas sus contradicciones, mostrando que la actuación no es una profesión dulzona o complaciente. Como bien establece el método actoral de Mamet, “inventar nada y negar nada” es la clave de la actuación auténtica.

El núcleo dramático se articula alrededor del deseo específico que mueve a cada protagonista: Roberto busca transmitir su legado y encontrar sentido a una vida dedicada por completo al teatro; Juan persigue el éxito y la estabilidad, navegando entre la pasión y la pragmática supervivencia. Este contraste genera una tensión dramática que sostiene la obra de principio a fin.

Esta nueva versión de “Una vida en el teatro” logra capturar esa oda al oficio actoral que constituye el texto original de Mamet, pero lo hace desde nuestra realidad guayaquileña, incorporando elementos que resuenan con nuestra experiencia colectiva reciente. El trabajo conjunto del equipo creativo, incluyendo la asistencia de dirección de Joseph de San Lucas, resulta en un montaje cohesivo que honra tanto el texto como el contexto.

La obra nos recuerda que el teatro, como la vida misma, está lleno de sinuosidades, que las grandes verdades emergen de los pequeños gestos cotidianos y que, al final, todos somos actores en ese gran escenario que es el mundo, como decía Calderón de la Barca. En tiempos donde la supervivencia del teatro se cuestiona constantemente, esta producción se erige como una defensa apasionada de un oficio que, parafraseando a Roberto, “es lo único que sabemos hacer, lo único que somos”.

Una función imprescindible para quienes aman el arte dramatúrgico y para quienes buscan entender las complejidades del alma humana a través del arte escénico. Una vida en el teatro es una reflexión profunda sobre las ambrosías y frutos amargos del oficio actoral, enfatizando que la actuación no es una profesión complaciente. Un verdadero milagro en la cartelera teatral local. 

COMO AGUA PARA CHOCOLATE o RECETA PARA ARRUINAR UNA OBRA LITERARIA

Como agua para chocolate: Novela de entregas mensuales, con recetas, amores y remedios caseros, el bestseller de Laura Esquivel, publicado en 1989, construye un universo donde la gastronomía comunitaria funciona como un espacio femenino de resistencia y, sobre todo, de identidad, como lo podemos ver en la siguiente descripción de Tita de la Garza, la protagonista, quien nació justamente en la cocina de la casa. 

De igual forma confundía el gozo de vivir con el de comer. No era fácil para una persona que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa, porque el que colindaba con la puerta trasera de la cocina y que daba al patio, a la huerta, a la hortaliza, sí le pertenecía por completo, lo dominaba. 

Cada receta es un acto de rebeldía, cada ingrediente una declaración de independencia. El rancho familiar está conformado por Mamá Elena, sus hijas Gertrudis, Rosaura y Tita, además de Nacha, la cocinera, y Chencha, la sirvienta. 

Tita era entre todas las mujeres de la casa la más capacitada para ocupar el puesto vacante de la cocinera, y ahí escapaban de su riguroso control los sabores, los olores, las texturas y lo que éstas pudieran provocar.

La protagonista inventa, de esta manera, en la cocina un lenguaje amoroso basado en la combinación de alimentos típicos. El mundo empezaba y terminaba en la cocina para la protagonista: “Experimentaba una serie de sentimientos encontrados y la mejor manera de ordenarlos dentro de su cabeza era poniendo primero en orden la cocina”. La voz narrativa lleva todo hacia la metáfora culinaria para describir inclusive los estados de ánimo del personaje: “Tita literalmente estaba ‘como agua para chocolate’. Se sentía de lo más irritable”. 

El realismo poético (lo real maravilloso, diría Alejo Carpentier) no es ornamento en Esquivel sino algo que es parte de la estructura narrativa, una forma de comprender la realidad desde la perspectiva femenina mexicana del siglo XIX y principios del XX. La novela disecciona la historia de una familia en plena revolución mexicana. La protagonista es Tita de La Garza cuyo don para la cocina está latente en la trama conformada por doce capítulos: desde enero hasta diciembre, con una receta específica por cada mes. 

En la primera página se resumen los ingredientes y en la siguiente siempre se desarrolla la “Manera de hacerse”. El primer párrafo de cada episodio es el comienzo de la preparación culinaria, luego se pasa a la narración de los eventos novelescos, se interpolan sin avisar párrafos en los que continúan los preparativos y el último tramo incluye (en la mayoría de los casos) el toque final del platillo. Cada capítulo o mes (a la manera del folletín por entregas) concluye con la frase “continuará” y el anuncio de la siguiente receta. 

La voz de la narradora anónima de la novela es la hija de Álex y Esperanza, tíos abuelos de Tita. En el primer capítulo está confesado el parentesco con el pretexto de explicar la tendencia a ser lloricona: “Mamá decía que era porque yo soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela”. En la última página retoma el lazo filial diciendo: “porque soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela, quien seguirá viviendo mientras haya alguien que cocine sus recetas”.

La curiosa continuación de esta novela, El diario de Tita (2016), fechado en 1910, profundiza en la cosmogonía culinaria, expandiendo el universo simbólico de la saga, aunque se trata de una estética editorial defectuosa: cada página se presenta de manera manuscrita (dificultando a ratos la lectura), con fotografías en sepia y un insoportable efecto de borde quemado en cada folio. Flores marchitas, estampas religiosas o cartas escondidas en medio de una hoja son parte de la pirotécnica meliflua en el diseño editorial. La voz narrativa esta vez es Esperanza, hija de Rosaura y Pedro, y que al final del diario escribe: “Tomo como mi herencia tu diario y tu historia amorosa. Trataré de hacer honor a tanto y tanto amor. Que no se desperdicie. Que no muera. Que salga a la luz para iluminarnos a todos”. Al final la obra no ilumina nada. No arroja luminosidad sobre ningún acontecimiento que ya conocemos. 

Un buen ejemplo es cómo arranca el diario. Se explica la receta de las tortas de navidad con un detalle adicional que no consta en su predecesora: “Hay que dejarlas al sereno toda la noche envueltas en una tela, para que el pan se impregne con la grasa del chorizo”. Acto seguido se describe algo que está ausente en la novela predecesora: “El día de hoy, Pedro y yo nos juramos amor eterno frente a nuestra Señora del Refugio”.  No siempre se reescriben las recetas, como sucede en el segundo capítulo del diario en el que más bien se recogen los ingredientes que están interpolados a lo largo del episodio de la novela (en este caso para el relleno, el fondant y el turrón) y los ha reubicado al principio del episodio, en el listado de los componentes. En otras palabras, pasaron casi 30 años para que la autora nos presente las mismas recetas culinarias, pero con la añadidura de las confesiones de Tita.  

Pese a los reparos que pueda hallarle este crítico de cine, hay que reconocer que este diario fue una apuesta que no dejó indiferente a los fieles lectores de la Esquivel. 27 años después de publicada la primera novela, la autora pensó que era importante llenar los vacíos que había dejado en la obra de 1989. Ambos textos literarios comparten una sofisticación conceptual (sobre todo el primero) que la serie televisiva jamás alcanza. Nadie le gana a la escritora en esa estructura alternante de receta más narración. Cualquier reproche se le puede endilgar a la Esquivel (cursilería y melodrama, más que nada) pero siempre fue interesante la experiencia de lectura de estar a la expectativa de cómo la receta iba a ser ilustrada narrativamente. 

Entremos ahora sí a la cocina audiovisual. Donde los libros proponen metáforas sensoriales, la adaptación que ahora nos ocupa se conforma con reproducir tópicos del género fantástico. Aquí toca arremangarse la camisa y entrar con cuchillo de matarife a degollar la adaptación audiovisual.

La serie de HBO Max, “Como agua para chocolate” (2024), llega precedida por el peso de provenir de uno de los más importantes clásicos literarios y cinematográficos de Latinoamérica. La novela fue un éxito de ventas (siete millones de ejemplares) y la adaptación cinematográfica de Alfonso Arau (exesposo de Laura Esquivel) fue tan exitosa que se convirtió, en su momento, en la cinta extranjera más taquillera en los Estados Unidos (aunque no fue nominada al Óscar al mejor filme extranjero). Laura Esquivel se convirtió en una alternativa importante en la escena del post-boom literario, siempre dominado por nombres masculinos; y el filme fue apreciado por ser una adaptación que captaba la esencia del original con frescura y desenfado narrativos. 

Pese a lo dicho en el párrafo anterior los seis episodios de HBO demuestran que no basta con tener los ingredientes adecuados (y una gran antecesora cinematográfica) para crear un platillo memorable. La receta se desbarata en el camino, no cuaja, se quema, se condimenta de más, generando una degustación que, lejos de honrar el legado de la escritora mexicana, termina por diluir la esencia de su obra primigenia.

La voz más contundente en contra de esta adaptación proviene de su propia creadora, quizá porque no participó en el proceso de adaptación. Ella ha expresado un rechazo categórico hacia la serie, declarando sin ambages: “No representa mi novela, no representa para nada lo que yo pienso”. Esta condena de la autora no es un simple desacuerdo creativo; es una denuncia fundamental sobre cómo los modos de producción comercial de Latinoamérica malinterpretan y mercantilizan el patrimonio literario regional. Las plataformas de streaming (hoy HBO, mañana Netflix) son depredadores que van detrás de obras literarias canónicas para crear propuestas audiovisuales que están disponibles para los suscriptores: Cien años de soledad, Pedro Páramo o El gatopardo. En este caso específico, no siempre con buenos resultados, tal y como veremos en los siguientes párrafos.

Esquivel ha señalado específicamente el tratamiento superficial de la Revolución Mexicana en la serie, elemento que en su novela funciona como metáfora del cambio social y la resistencia femenina. La autora considera (y estamos de acuerdo con ella) que la adaptación trivializa el contexto histórico, reduciéndolo a mero decorado romántico en lugar de mantenerlo como el motor transformador que impulsa la narración original. Los autores no siempre son los llamados a contribuir con observaciones acertadas, pero no se puede ser indiferente a los señalamientos esquivelianos. Las interacciones con los soldados, el mostrar el impacto de la revolución en la vida rural, se convierten en plastilina alargada que se aleja de la trama principal constituida por la historia de amor entre Pedro y Tita. 

La serie abre con el capítulo “Tortas de navidad” con la voz en off de una joven que se identifica como tataranieta de la protagonista. El arte poética que propone esa voz es auspiciosa por la reflexión que lanza sobre el concepto de mímesis o recreación de la realidad:

Hace tiempo aprendí que las historias no son totalmente ciertas o falsas, porque se nutren de verdades a medias, de mentiras bien contadas o de recuerdos borrosos. Recuerdos que se pierden entre el humo de los fogones, se impregnan del olor de las especias y, como en una receta, se mezclan como un ingrediente más con la comida. Esta es la historia de mi tía tatarabuela, Tita. No estoy segura si fue así como sucedió. Una parte me la contaron, la otra la leí en su diario y en el viejo recetario azul. Pero con el tiempo se transformó en una especie de recuerdo, en una memoria de algo que no viví, pero que de alguna manera hoy forma parte de mi vida. 

En la primera escena (fechada en “Las Piedras, Coahuila, 1892”) nos dejamos llevar por la cámara que ausculta cada espacio interior. Se despliega así la opulencia del rancho De la Garza con una cinematografía notable que privilegia los ingredientes de la cocina y las entradas de la luz solar a los interiores; sin embargo, desde estos primeros minutos se evidencia el problema capital: la adaptación se inclina más al espectáculo visual y pone a un lado la sustancia. Decisión del guionista: la presentación de Tita de La Garza (Azul Guaita) carece de la profundidad psicológica que hizo que el personaje literario sea tan celebrado, reduciéndola a una heroína romántica convencional, más de telenovela que de cine. Decisión del director de reparto: la actriz principal tiene ojos azul verdosos que le hacen al lector de la novela original preguntarse qué pasó en el proceso de selección del reparto. Otro ajuste significativo del guion es el rebautizo onomástico de Chencha, personaje femenino fundamental en la casa, por el de Fina (quizá el nombre original les sonaba a mala palabra a los adaptadores). Los cinéfilos ecuatorianos recordamos con afecto este personaje porque en el filme de Arau estuvo interpretado por la actriz mexicana Pilar Aranda, radicada ya algunas décadas en Guayaquil. 

El episodio 2, “Pastel Chabela», transforma la boda entre Pedro Muzquiz y Rosaura de la Garza en un melodrama exagerado. Donde Esquivel construyó una crítica sutil al patriarcado a través del sacrificio femenino, aquí la serie opta por el dramatismo fácil del “por qué te casaste con mi hermana y no conmigo” (añadiéndole el “me casé con ella para estar cerca de ti”). Las lágrimas de Tita, que en el libro trascienden lo físico para convertirse en un elemento fantástico, aquí se reducen a efectos visuales ostentosos que priorizan el impacto sobre la emoción genuina. Ver a todos sollozar por el ingrediente secreto en la comida (las lágrimas de la protagonista que caen en la olla) es una hipérbole que se percibe falsa en la puesta en escena. Decisión del guionista: ignorar la comilona tal y como está planteada en el libro, como un verdadero pandemónium en el que los poseídos por la peste del sollozo llegan inclusive a vomitar. 

En el episodio 3, “Codornices en Pétalos de Rosa”, el realismo poético (me niego a llamarlo mágico como la legión de internautas lo hace) encuentra un equilibrio entre lo literal y lo metafórico. Los bocadillos de Tita infestan a todos los comensales con un desaforado deseo carnal. La secuencia de Gertrudis escapando desnuda tras consumir las codornices alcanza momentos de una verdadera poética visual; sin embargo (siempre tiene que aparecer el “sin embargo”), aquí la serie sucumbe a la tentación de explicar lo que no se debería explicar, diluyendo la ambigüedad que hacía tan sugestivo el texto original. Esta secuencia erótica (la mujer corriendo como Eva a campo traviesa) parece más inspirada en la película con el añadido efecto visual de la caseta del baño incendiándose en el prado. Decisión del guionista: mientras en el serial Gertrudis se reencuentra con su madre después de huir con el revolucionario Juan, en la novela se convierte en prostituta y nunca hay un reencuentro con Mamá Elena. La decisión de ser revolucionaria se da después de su vida disoluta. En este tercer capítulo vemos el levantamiento de los rebeldes en la zona donde se desarrolla la historia. En un arriesgado movimiento de adaptación, Pedro se compromete con la revolución al igual que lo acaecido con Gertrudis. 

El episodio 4, “Atole” (“Mole de Guajolote con Almendra y Ajonjolí”, en las dos obras literarias), es el punto de inflexión de la serie donde Mamá Elena revela su naturaleza tiránica. Irene Azuela, aunque competente, no logra capturar la complejidad psicológica del personaje de Esquivel. Decisión del guionista: ignorar el diseño de dos personajes femeninos. La Mamá Elena literaria es simultáneamente víctima y victimaria del sistema patriarcal; la televisiva es simplemente una antagonista unidimensional, una villana made in Televisa de Cuna de lobos. Esta villanía se extiende de cierta manera a Rosaura que en la serie aparece como la hermana envidiosa y vengativa. Tal y como la concibió Laura Esquivel, este personaje femenino es tan sometido y restringido a las normas sociales de la época como sucede con Tita. 

En el episodio 5, “Guajolote en Mole” (“Mole de guajolote con almendra y ajonjolí” como se llama en las dos obras literarias, o “Turkey in Mole” como le pusieron en inglés para los suscriptores norteamericanos de HBO), la introducción de John Brown y el desarrollo del triángulo amoroso evidencia las limitaciones de la adaptación. Donde la novela utiliza al gringo para explorar las diferencias culturales y las múltiples formas del amor, la serie lo convierte en un obstáculo romántico de manual telenovelesco. La química entre los actores es forzada, y el conflicto emocional (el extranjero que llega a “salvar” a Tita) carece de autenticidad.

El episodio 6, “Chorizo Estilo Norteño”, es el desenlace de la primera temporada que confirma las sospechas de cualquier crítico de cine que no se quedó dormido a lo largo de los capítulos anteriores: esta adaptación nunca comprendió realmente su material original (el hipotexto, como dicen los semiólogos). La resolución, que debería culminar en una explosión de pasión y magia, se resuelve con un mero convencionalismo de telebobela. Pedro es acribillado por un pelotón de fusilamiento apenas es capturado con otros rebeldes y resucita en la última toma, al estilo de Jon Snow de Juego de tronos. Más decisiones arbitrarias del guonista: Rosaura y su hijo pequeño huyen porque Pedro es un rebelde prófugo. En la novela es Mamá Elena quien manda a Rosaura con su vástago a Texas para separar a Tita de Pedro. En el libro Tita no es encerrada en un hospital siquiátrico. En la serie la villana telenovelesca de la madre la engaña diciéndole que Pedro está en el hospital, herido, y la lleva al manicomio donde se quedará encerrada hasta el próximo año en que estrenen la segunda temporada. Lo que en la novela era tan solo una posibilidad que dependía del Dr. Brown (que es quien recibe el encargo de llevarla al sanatorio, pero se niega, más bien llevándosela para que viva en su casa) acá es un elemento telenovelesco que crea supuestamente un gancho para la temporada siguiente. 

Aquí vale la pena hacer un flashback y revisar la película del dúo Arau/Esquivel, quienes, a pesar de sus limitaciones, lograron capturar la esencia del texto original. Arau comprendió que el realismo poético funciona mejor a través de la sugerencia que de la explicación directa. Las secuencias oníricas de la película original no han envejecido y mantienen la ambigüedad necesaria para que la magia opere en la imaginación del espectador. Extrañamos a Lumi Cavazos como una Tita más criolla, auténtica y luchadora, además del actor italiano Marco Leonardi (el de Cinema Paradiso) que encarnaba al eterno enamorado de la protagonista. 

Me permito transcribir el fragmento de la crítica que escribí en 1996, en mi libro Adivina quién cumplió 100 años, a propósito del filme de Arau/Esquivel: 

Como es de esperarse, la versión cinematográfica es fiel a la literaria, ya que novelista y guionista son la misma persona. Pero el texto cinematográfico es superior al folletín de entregas mensuales de la Esquivel. Habría que discutir si la voz narrativa de la novela resulta algo enervante al ponerse sentenciosa y cursi-dramática. Lo que es indiscutible es que algunas escenas se logran mejor en la película, lo cual corrobora las supuestas limitaciones que tiene el lenguaje literario frente al cinematográfico; por ejemplo, son memorables las ocasiones en las que se demuestran las habilidades culinarias de Tita, una mujer muy romántica que expresa sus sentimientos a través de la cocina. Cada vez que a este personaje le preguntan cuál es el secreto de sus platos tan delectables, ella responde: «El secreto está en hacerlo con mucho amor». En términos culinarios, hay que ponerle mucho azúcar al chocolate, por eso, a ratos, parecería –tanto en el libro como en su adaptación cinematográfica– que el afán es endulzar al espectador, entretenerlo, mimarlo. Intención que ha rendido frutos puesto que el libro y el filme han tenido un consumo mayoritario de espectadores y lectores. No se han vendido como pan caliente, sino como chocolate caliente.

29 años después sigo pensando lo mismo sobre la adaptación cinematográfica aunque eliminaría lo de la voz narrativa enervante de la obra literaria. Ese sesgo favorable por el filme original no se aplica a la serie de HBO Max que comete el error de explicitar todo lo que está en las dos obras literarias, visualizando de manera simplona cada metáfora, traduciendo literalmente cada símbolo. El resultado es una obra que se siente más próxima al realismo fantástico comercial que a ese mundo mágico propuesto por la Esquivel. Donde el dúo Arau/Esquivel respetó los silencios del texto, HBO Max los llena con diálogos innecesarios y efectos especiales redundantes.

Como agua para chocolate es una serie técnicamente competente pero conceptualmente vacía, que demuestra una incomprensión de su material previo. El director Julián de Tavira (responsable de dos episodios de Sin querer queriendo) y Salma Hayek (productora de la biopic Frida) han hecho una versión muy ligera del universo de Tita. La condena de Laura Esquivel no es caprichosa y resulta necesaria. Su obra merecía una adaptación que comprendiera la complejidad de su propuesta estética y política. En su lugar, recibió un producto de streaming que reduce su universo literario a comida rápida, o sea, entretenimiento digestible para el consumo masivo. Si para Tita el secreto de un buen plato está en hacerlo con mucho amor, acá lo que existe es la ausencia de ese sentimiento hacia el libro original.