«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

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Un simple accidente (futura ganadora del Óscar al mejor filme extranjero) o el cine como acto de resistencia

La nueva película de Jafar Panahi (Miyaneh, 1960), ganadora de la Palma de Oro 2025 del Festival de Cannes, y candidata por Francia, en la preselección del Óscar, a la mejor película extranjera, llega cargada con el peso de una trayectoria fundamental en el cine contemporáneo. Pocos cineastas han tenido que pagar un precio tan alto por el simple acto de filmar, y menos que pocos han convertido esa opresión en la materia misma de su arte con tanta lucidez.

Para entender Un simple accidente (2025) es necesario recordar el calvario que Panahi ha atravesado desde 2010, cuando el régimen iraní lo condenó a seis años de prisión, le prohibió hacer películas durante veinte años y le impidió salir del país. Su crimen: apoyar el Movimiento Verde que protestaba contra el fraude electoral. Pero el verdadero delito de Panahi, aquel que el régimen nunca le ha perdonado, es su mirada: ese don para mostrar las grietas del sistema, las vidas que el poder invisibiliza. Para que mis lectores tengan una idea del escozor que causa Panahi en el régimen iraní: las actrices aparecen en este filme sin el tradicional hiyab.

Panahi, asistente del director Abbas Kiarostami (1940-2016), había dado señales de su talento subversivo desde sus primeras películas. El globo blanco (1995), su debut, ganó la Cámara de Oro en Cannes con una historia aparentemente ingenua sobre una niña que persigue un pez dorado, pero que en realidad cartografiaba las desigualdades de Teherán. El espejo (1997) llevó esa audacia más lejos, incorporando elementos documentales cuando su joven protagonista abandonó el rodaje y Panahi decidió seguir filmándola. Ya entonces quedaba claro que para este cineasta la frontera entre ficción y realidad sería siempre porosa.

Pero fue El círculo (2000), su obra maestra temprana, la que marcó el punto de no retorno con las autoridades. La película seguía a varias mujeres atrapadas en situaciones imposibles: expresidiarias, madres solteras, prostitutas, todas circulando por un Teherán que las condena sistemáticamente. El régimen prohibió su exhibición en Irán, aunque ganó el León de Oro en Venecia. 

Entonces llegó la sentencia de 2010. Panahi pasó dos meses en la prisión de Evin, en régimen de aislamiento, compartiendo celda con presos políticos. Cuando salió bajo fianza, muchos pensaron que su carrera había terminado. Lo que siguió fue una década de filmación clandestina que ha pasado a la historia del cine como un ejemplo único de resistencia creativa. 

Panahi convirtió su arresto domiciliario en método cinematográfico. Esto no es una película (2011) la filmó íntegramente en su apartamento, con una pequeña cámara digital, sin equipo técnico ni permisos. La película es a la vez un diario íntimo, un ensayo sobre la imposibilidad de crear y, paradójicamente, una obra de arte redonda en sí misma. El material fue sacado de Irán, en un pendrive USB, escondido en un pastel de cumpleaños, anécdota que suena a ficción pero que es rigurosamente cierta.

Luego vino Taxi Teherán (2015), disponible en la plataforma FILMIN, quizá su golpe maestro de este período. Panahi convirtió su taxi en un estudio móvil, recogiendo pasajeros reales y ficticios por las calles de Teherán, con cámaras instaladas en el tablero. Es una película hilarante y desgarradora a partes iguales, donde cada pasajero—desde un profesor censurado hasta un vendedor de DVD´s piratas—ofrece un testimonio sin filtros sobre la sociedad iraní. Cuando ganó el Oso de Oro en Berlín, Panahi no pudo recoger el premio. En su lugar, su sobrina leyó un mensaje: “Me han prohibido hacer películas, pero sigo siendo cineasta”. El archivo digital había viajado escondido en el equipaje de un colaborador que cruzó la frontera.

Tres caras (2018) lo llevó fuera de Teherán por primera vez en este período, a pueblos remotos de Azerbaiyán occidental, rodando con un equipo mínimo y enfrentando constantes amenazas de ser descubierto. La película investiga la desaparición de una joven actriz en una comunidad tradicional, pero es también una reflexión sobre tres generaciones de actrices iraníes y las presiones sociales que enfrentan. De nuevo, la película viajó en formato digital, pasando de mano en mano hasta llegar a Cannes, donde ganó el premio al mejor guion.

En julio de 2022, mientras visitaba la prisión de Evin para preguntar por colegas detenidos durante las protestas, Panahi, cual personaje de Kafka, fue arrestado nuevamente sin ningún motivo. Pasó seis meses en prisión antes de ser liberado temporalmente en febrero de 2023, en medio de protestas internacionales. Durante ese encierro, muchos temieron por su salud y su vida. Directores como Martin Scorsese, los hermanos Dardenne y todo Cannes se movilizaron exigiendo su liberación.

Un simple accidente nace de ese contexto de vigilancia permanente, de prohibiciones que el cineasta se niega a acatar, de una lucha titánica por el derecho a mostrar su país tal como es y no como lo quiere la propaganda del régimen. Como sus películas anteriores desde 2011, fue rodada en secreto, sin permisos oficiales, con recursos mínimos y el riesgo constante de represalias. Y como todas ellas, el material salió de Irán en pendrives que circularon por rutas clandestinas hasta llegar a los festivales internacionales que han sido la única ventana de Panahi al mundo.

La película mantiene esa aparente sencillez narrativa que caracteriza su obra total. Panahi construye su narración desde la observación minuciosa de situaciones que podrían parecer anecdóticas pero que, bajo su mirada, revelan las tensiones profundas de una sociedad atravesada por contradicciones. El “simple accidente” del título—cuya naturaleza específica el director mantiene deliberadamente ambigua durante buena parte del metraje— es un perro atropellado al principio del filme. Quien maneja el vehículo es el sobreviviente de una tortura política. Antes de terminado el primer acto, se encontrará por casualidad, en la calle, con su captor del régimen dictatorial. Apenas lo divisa, lo pensará, lo atropellará y lo secuestrará. Le cavará un hoyo para sepultarlo, en las afueras de Teherán, pero le entra la gran duda: ¿Es o no es su torturador? Empieza así la trama rocambolesca de visitar a unos amigos, también víctimas del régimen, para que reconozcan al verdugo. Una vez obtenida la confirmación procederá a matarlo y enterrarlo. Particularmente notable es la primera persona que visita: una fotógrafa que está en plena sesión con una novia vestida de blanco. Ambas mujeres, resultan, coincidencialmente, ser víctimas del torturador, al igual que el novio. 

La cámara de Panahi, siempre atenta a los espacios cerrados y a los rostros en primer plano, captura no tanto el accidente en sí (ya no el perro atropellado sino el hallazgo del torturador) además de sus ondas expansivas: las negociaciones, los malentendidos, las pequeñas humillaciones y solidaridades que emergen cuando lo imprevisto interrumpe el orden establecido. Es imposible no leer en cada encuadre la experiencia vivida del propio Panahi, para quien cualquier “simple accidente” puede convertirse en catástrofe bajo un régimen que criminaliza el pensar diferente.

El cineasta no entrega grandes discursos ni metáforas obvias. La narración opera a través de la acumulación de detalles: una conversación telefónica que se interrumpe, una mirada sostenida demasiado tiempo, el modo en el que alguien se sienta a esperar. Es cine de observación en su estado más puro, confiando en la inteligencia del espectador para leer entre líneas. Pero cada uno de esos detalles está cargado con el conocimiento de que filmarlos fue un acto de desobediencia civil.

La interpretación es natural al cien por ciento, al punto de que en ocasiones resulta difícil distinguir entre actores profesionales y no profesionales, ambigüedad que Panahi cultiva deliberadamente desde El espejo y que en este contexto de clandestinidad adquiere una dimensión práctica, además de estética. Esta no distinción refuerza la sensación de estar presenciando un documental, aunque sepamos que cada encuadre ha sido cuidadosamente construido, probablemente bajo circunstancias de enorme presión política.

Hay momentos en la película donde la textura misma de la imagen—ligeramente granulada, captada con equipos de discreta calidad—recuerda las condiciones en que fue realizada. No es el pulido visual de una superproducción sino la urgencia de quien filma contra el tiempo y contra la ley. Esa precariedad técnica, lejos de ser un defecto, es parte integral del significado de la obra. Como en Esto no es una película, las limitaciones materiales se convierten en la máxima bondad de la expresión estética.

No hay banda sonora, excepto una canción que se escucha en la calle, en alguna escena. El ritmo es pausado, la resolución esquiva, y el final—como es habitual en Panahi—deja más preguntas que respuestas. Pero estas no son concesiones involuntarias sino decisiones estéticas coherentes con una visión del cine como instrumento de interrogación más que de clausura. Para un cineasta a quien le han prohibido el cierre narrativo de su propia vida, las conclusiones abiertas son una elección artística y una declaración política.

Ser uno de los pocos espectadores en la sala y ver Un simple accidente es participar en un acto de resistencia que trasciende la pantalla. Cada proyección es una victoria contra la censura, cada espectador un testigo de que el arte no puede ser silenciado completamente. El hecho mismo de que esta película exista—de que haya sido filmada en secreto, escondida en dispositivos digitales, transportada clandestinamente a través de fronteras, y finalmente exhibida en un circuito internacional—es tan significativo como cualquier cosa que suceda dentro del encuadre.

Panahi forma parte de una tradición ilustre de artistas perseguidos que incluye a Solzhenitsyn escribiendo en secreto en la Unión Soviética, a Anna Ajmátova memorizando sus poemas porque era demasiado peligroso escribirlos, o a los cineastas checos que filmaron durante la Primavera de Praga. Pero su caso tiene una dimensión particular en la era digital: esos pendrives que cruzan fronteras son el equivalente moderno de los manuscritos “samizdat” que circulaban de mano en mano en la Europa del Este. En ruso “samizdat” significa «autoedición» y se refiere a la publicación y distribución clandestina de literatura censurada en la Unión Soviética y otros países del Bloque del Este, donde individuos reproducían y pasaban de mano en mano textos prohibidos (libros, poemas, ensayos, etc.) usando métodos rudimentarios como máquinas de escribir y papel carbón para burlar la fuerte censura estatal y crear una cultura disidente de autopublicación.

Un simple accidente es una película que exige paciencia y que recompensa la atención que el espectador pudiera darle, es un recordatorio de cómo el cine puede ser un arte de la sutileza sin por ello renunciar a su capacidad de interpelarnos. Es también un documento político: la prueba de que hay cineastas dispuestos a arriesgar su libertad y su vida por el derecho a contar historias.

Cuando finalmente Panahi pueda recibir en persona los premios que sus películas clandestinas han ganado, cuando pueda viajar libremente y filmar sin miedo, será un día de celebración para el cine mundial. De hecho, Francia acaba de desechar todas las películas francoparlantes para apostar con Un simple accidente al próximo Óscar, en la categoría a la mejor película extranjera. A principios de este mes un tribunal volvió a condenar a Panahi, esa vez a un año de prisión, por propaganda contra el sistema. Mientras tanto, sus películas siguen saliendo de Irán en memorias USB, pequeños artefactos que contienen verdades que ninguna prohibición puede borrar.

TRUMP ANTES DE TRUMP: EL APRENDIZ

Ali Abbasi, el cineasta iraní de referencia, no ha dejado de labrarse una reputación por su cine atrevido y transgresor que aborda cuestiones sociales y políticas con una mirada de entomólogo. Su película Holy Spider (2022), premio a la mejor actriz (Zar Amir Ebrahimi) del Festival de Cannes, recibió elogios internacionales por su brutal descripción de un asesino en serie que persigue a trabajadoras sexuales en Irán, desafiando tabúes y llamando la atención sobre la misoginia sistemática en la sociedad iraní. La crudeza, que no perdona nada, de la narrativa visual de Abbasi, y su inclinación por explorar la complejidad moral le valieron el reconocimiento de la crítica, consolidándolo como una voz emergente en el cine contemporáneo, convirtiéndose en el cineasta idóneo para abordar esa figura polarizadora que es Donald Trump en su última película, The Apprentice (2024), título tomado del show del mismo nombre que estuvo al aire, desde el 2004 al 2017, y que reunía a un grupo de empresarios que competían por cuarto de millón de dólares y el puesto de CEO de una empresa de Trump. El título de 2024 es una vuelta de tuerca que convierte a Trump en el aprendiz, y con pocas probabilidades de ser despedido, pese a los juicios y acusaciones que tiene encima.

El cine político ha servido durante mucho tiempo como vehículo para enfrentarse al poder y arrojar luz sobre verdades incómodas, y la decisión de Abbasi de abordar los años de formación de la carrera de Trump es, por decir lo menos, temeraria. La película llega en un momento delicado en la historia de los Estados Unidos, coincidiendo con un año electoral en el que Trump sigue siendo la figura que divide a la nación norteamericana. Centrándose en su agresiva y ambiciosa personalidad, Abbasi devela cómo se forjó el acero político del hombre de negocios y estrella de la telerrealidad devenido en jefe de estado. Cabe destacar que la película se rodó en Toronto y no en Estados Unidos por la posible reacción violenta en la patria de Trump. Con el apoyo de patrocinadores europeos y canadienses, el proyecto de Abbasi se convirtió, tanto en un desafío estético como en un comentario político, sobre los límites de la libertad de expresión en la América contemporánea.

Abbasi se enfrentó a numerosos problemas durante la producción, y al parecer el propio Trump intentó boicotear el progreso de la película mediante amenazas legales y campañas públicas de desprestigio. Todo lo que estaba en juego hizo que el estreno de El aprendiz se estrenara durante la misma semana en que Trump ganó las elecciones presidenciales. El momentum aumentó la relevancia de la cinta, convirtiéndola en un acontecimiento cultural que subrayó tanto el poder provocador del cine de Abassi como la influencia de Trump en el mundo real. El arriesgado estreno es un testimonio de la resistencia del arte comprometido políticamente y de su capacidad para desafiar a figuras poderosas como el presidente electo. Pese a la calidad de la cinta, no le ha ido tan bien en la taquilla en el limitado número de salas de cine en las que fue estrenado: costó 16 millones de dólares y apenas ha recaudado 12 (con corte de noviembre de 2024), cifras que no contradicen los resultados electorales que dieron la victoria a Trump en la mayoría de estados. Como nota estadística curiosa, el mandatario sacó más votos que en la primera vez que fue electo, lo cual demuestra el porqué de tan escasa asistencia a los cines.

Al frente del reparto está Sebastian Stan, que ofrece una interpretación transformadora del aprendiz del título. Un buen mozo Stan recuerda por qué el personaje al que interpreta fue alguna vez catalogado como el nuevo Robert Redford y capta los gestos personalísimos, los tics característicos, las muecas y el tono de voz dominante de la persona real con una precisión escalofriante, encarnando la crueldad carismática que definió los inicios de una meteórica carrera de negocios. En esta Bildung Roman cinematográfica, Trump no es ningún santo, está profundamente influenciado por su relación con el magnate Roy Cohn, interpretado por Jeremy Strong, y cada manipulación o táctica que Trump ofrece en el presente está ligada a las lecciones absorbidas de su infame mentor. La inmersión de Stan en el papel es tan completa que las discusiones sobre una nominación al Oscar al mejor actor parecen cada vez más inevitables.

Jeremy Strong, conocido por su interpretación de Kendall Roy, hijo mayor del patriarca, en Succession, aporta una siniestra adustez al personaje de Roy Cohn que es clave en la historia de los Estados Unidos. El abogado homosexual fue la mano derecha del senador Joseph McCarthy y fue una figura fundamental en la denominada caza de brujas. Cohn hizo una carrera intimidando a la gente y su fama como abogado creció espumosamente al convertirse en el representante de jefes de la mafia (es célebre sus declaraciones en un talk show de los años setenta señalando que la gente que acude a él es para contratar «el valor del miedo»). Su amistad con Trump se dio en la década de los setenta cuando el joven aprendiz (y el padre de este) fueron demandados por el gobierno norteamericano por discriminar a los inquilinos afroamericanos de los condominios de los Trump (al principio del filme se lo ve recaudando la renta en uno de los vetustos conjuntos habitacionales de su propiedad). El consejo recibido por Cohn fue muy sencillo: presentó una contrademanda al departamento de estado. Tan importante fue la influencia de este personaje en la vida de Trump que el documental Where’s my Roy Cohn? (2019) revela que cada vez que el mandatario está insatisfecho con su equipo legal pregunta en voz alta «¿Dónde está mi Roy Cohn?».

La interpretación de Strong ofrece un siniestro retrato de la influencia que ejerció moral y profesionalmente en Trump. Aquí van unas perlas cultivadas que se escuchan en el filme de la boca de Cohn y que van más allá de cualquier tratado de Maquiavelo: «The first rule is: attack, attack, attack» (regla que ha sido la razón de ser de cada acción trumpista); «Rule two: admit nothing, deny everything» (regla que ha seguido a rajatabla incluso cuando los delitos son demasiado evidentes); «Rule three: No matter what happens, you claim victory and never admit defeat» (constatación de la forma en que no reconoció su derrota ante Biden en 2020); «You create your own reality. Truth is a malleable thing» (el concepto de postverdad acuñado durante la primera presidencia de Trump se hace presente); » You have to be willing to do anything to anyone to win» (consejo que resume a la perfección el cómo se puede pisotear a quien sea con tal de llegar a la cima). El filme escoge los últimos meses de vida de Cohn para mostrarlo enfermo de sida.

Mención especial merece Maria Bakalova, en el papel de la checoslovaca Ivana Trump, que inyecta glamour y sagaz cálculo a su papel. No es una Lady Macbeth. No es la cómplice del aprendiz. Es su antagonista. La actriz búlgara, alabada anteriormente por su interpretación junto a Sacha Baron Cohen en Borat subsequent movie film (2020), añade profundidad a las complejidades del naciente monstruo, como la primera esposa, la que también es arribista, pero que es prueba de que cada paso en la vida de Trump fue calculado, incluyendo sus matrimonios. Ambas interpretaciones constituyen las piedras angulares de El aprendiz que se erige como un estudio de personajes lleno de matices, con nominaciones seguras para Globo de Oro y premios Oscar en las categorías de mejores secundarios.

Técnicamente, El aprendiz es una clase magistral de artesanía puesta al servicio del cine político y una sagaz arma de resistencia ante la inminente dictadura trumpista. La fotografía granulada que parece hecha con una cámara Super 8 le da a la narración audiovisual un toque de telefilme viejo. El diseño de producción evoca la decadencia y la crueldad del Nueva York de los años ochenta, con una meticulosa atención al detalle en el vestuario y la escenografía que transportan al espectador a una época donde nace el monstruo público con su ambición y excesos. La dirección de Abbasi, unida a una inquietante partitura que entrelaza tensión y nostalgia (además de canciones que marcaron las discotecas de entonces), hace que la propia ciudad de Nueva York parezca un personaje, un lugar imponente pero carente de brújula moral, que refleja los anhelos de sus ambiciosos habitantes.

En conclusión (difícil palabra cuando nada ha concluido y el segundo mandato de Trump está por empezar), El aprendiz deja al descubierto una nación fracturada por conflictos económicos y sociales, y ofrece un retrato descarnado del hombre que está a punto de liderarla. La película de Abbasi no trata de vilipendiar o glorificar a Trump sino que se regodea exponiendo los mecanismos del poder, la ambición y la influencia. A través del gran angular de Abbasi, asistimos a la formación de un hombre que seguirá redefiniendo una América cada vez más polarizada. El aprendiz es ya una pieza esencial del cine político de nuestro tiempo, documento de estudio de la segunda vida de Donald Trump.

AL SUR DE LA FRONTERA

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Oliver Stone (1946) es uno de los cineastas más polémicos que ha dado Norteamérica en los últimos treinta años. Estamos ante un provocador por naturaleza que gusta de tocar las llagas de la historia de su país y ahora de Latinoamérica. Este veterano condecorado en la guerra de Vietnam se dedicó a escribir guiones apenas regresó del continente asiático. Su libreto más memorable es el de Scarface (1983) de Brian de Palma, seguido de Conan el Bárbaro (1982) y Expreso de medianoche (1978).
Su debut oficial como director se da con La mano (1981), filme de terror de baja calidad y presupuesto, con Michael Caine en el protagónico.
El año 1986 se erige como el punto de giro en la carrera de este cineasta con dos filmes políticos: Salvador y Pelotón. Este último merecedor de cuatro premios Oscar, incluyendo mejor película del año y mejor director. Ambas cintas se distinguieron por la manera descarnada y auténtica con la que se trató el tema de la guerra.
Al año siguiente estrena Wall Street en la que retrata la “guerra” que se da en la bolsa de valores de su ciudad natal, Nueva York, guerra que dirige los destinos de una nación bajo una telaraña de intereses que son bien descritos. Destacan las actuaciones de Martin Sheen y Charlie Sheen, pero sobre todo de Michael Douglas que se llevó a su casa el Oscar al mejor actor principal por dar vida a Gordon Gekko, inescrupuloso tiburón siempre a la caza de acciones societarias.
Su trilogía sobre la guerra de Vietnam que empezara con Pelotón, continuada con Nacido el 4 de julio (1989) y terminada con Entre el cielo y la tierra (1993) constituye un valioso aporte a la historia del cine norteamericano. Estas tres películas saldan su deuda con una nación que ansiaba sanar sus heridas con una confrontación bélica inútil.
Quizá su obra más admirada sea JFK (1991) sobre las diversas teorías del asesinato de John Fitzgerald Kennedy. De más de tres horas de duración fue alabada como una obra maestra montada al estilo de Eisenstein y contada según los códigos narrativos de Costa Gavras.
Otra película de Stone que genera más detractores que admiradores es Natural Born Killers (1994), contada al estilo de un reality show del infierno, en el que dos fugitivos (Woody Harrelson y Juliette Lewis) matan a diestra y siniestra en esta road movie contada en clave surrealista. El guión original de Quentin Tarantino contenía las escenas más truculentas, sangrientas y crudas de fines del siglo anterior.
Al año siguiente estrena Nixon de tres horas de duración. En este filme de género político, Stone se vale de Anthony Hopkins para darnos el retrato más irónico que se ha realizado sobre el ex presidente Richard Nixon.
Posteriormente Stone hizo películas de muy poca trascendencia como Any given Sunday (1999), U turn (1997) y la extensa Alexander (2004). Eran historias pirotécnicas en las que se notaba la impronta de la truculencia y la grandilocuencia.
Con World Trade Center (2006) intentó volver a sus raíces críticas sin mucho éxito. El drama de dos bomberos (Nicolas Cage, uno de ellos), que quedan atrapados entre los escombros de las torres gemelas, resulta una historia a ratos patriotera que no evita lo melifluo.
No satisfecho con el cine de ficción decide incursionar en el documental político. Su debut en este género lo hace con Comandante (2003), entrevista de treinta horas de duración condensadas en 99 minutos. El lado humano de Fidel Castro se ve plasmado en esta docuentrevista. Se trata de un abrebocas de lo que sería luego Al sur de la frontera (2009). La idea de ambos documentos audiovisuales es tratar a los entrevistados de manera distinta de la que los presentan los medios. Tanto Hugo Chávez como Castro aparecen retratados de forma benigna. En el caso de Comandante sin llegar a la apología, pero dejando siempre que el verbo del líder cubano inunde toda la pantalla.
Al sur de la frontera es una plataforma de publicidad para Chávez. Ver la escena de la bicicleta que oscila entre la ridiculez y exaltación. El caudillo en dos ruedas resulta una imagen inédita en el cine político.
Estamos ante un documental que no se centra aparentemente en el líder venezolano. Es una visión caleidoscópica sobre los estadistas de izquierda que están gobernando en Sudamérica y que son seguidores de la ideología de Simón Bolívar, aunque a ratos se quiera afirmar que todos estos mandatarios (Lula da Silva, Fernando Lugo, Cristina Kirchner, Evo Morales, Raúl Castro y Rafael Correa) son herederos de Fidel (al menos así se lo deja entrever Oliver Stone cuando entrevista a Raúl Castro).
Esta es la gran diferencia entre Al sur de la frontera y Comandante. En la primera, Stone asume el rol de entrevistador y aparece constantemente en escena; en la segunda, está desterrado por el verbo inconmensurable de Fidel Castro. Se trata de un reportaje audiovisual de 78 minutos en primera persona del singular. Se usa material de archivo de Globovisión y algunos canales norteamericanos.
El documental empieza de manera provocativa, a lo Michael Moore, desnudando supuestos errores en la forma en que los medios norteamericanos cubrieron la realidad noticiosa en Venezuela cuando fue la caída de Carlos Andrés Pérez. Lo que viene a continuación es un recuento de la forma en que Hugo Chávez llegó al poder y se consolidó. El resto de presidentes resultan decorativos si tomamos en cuenta la cantidad de metraje que se le dedica a Chávez. A ratos los jefes de estado resultan satélites girando alrededor del revolucionario bolivariano.
Entre los logros técnicos del filme están los mismos que sobresalieron en Comandante: multiplicidad de cámaras de vídeo dando diversidad de puntos de vista, iluminación cálida, interpolación de paisajes urbanos muy bien captados, primerísimos planos de los estadistas que denotan emociones varias, preponderancia de ritmos andinos en la banda sonora, batería de preguntas incisivas por parte del entrevistador… Este último detalle hace del documental una toma de posición ideológica. Oliver Stone inclina la balanza hacia los estados totalitarios y revolucionarios. En Comandante, Fidel lo halaga por las heridas de guerra sufridas en Vietnam; en Al sur de la frontera, Chávez hace referencia a las condecoraciones recibidas por el cineasta por luchar contra el Vietcong. El ego de Stone impidió obviamente que se editaran esos piropos.
El gran valor de este documental es el testimoniar lo que está pasando en ese pueblo al sur de los Estados Unidos que es Latinoamérica, como dice la canción de Los Prisioneros. La idea es no sólo testimoniar sino también ponerse del lado de la revolución bolivariana y hacer un balance temprano.
Ahora que Hugo Chávez lleva muerto casi un año y Venezuela está al borde de la guerra civil se hace justo y necesario estudiar este documental.