«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

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NETFLIX COMPRA WARNER BROTHERS (MÁS EL CATÁLOGO DE HBO) O CUANDO EL ALGORITMO DEVORA A LA HISTORIA DEL CINE

Hoy soy un espectador nuevo. Veo el mundo del cine de otra manera. Acabo de reformatear mi mirada. He terminado de leer un comunicado (rescatado de mi spam) que envía Netflix a todos sus suscriptores vía correo electrónico. En el tablero del entretenimiento global acaba de producirse un tsunami: Netflix ha adquirido Warner Bros. (con sus estudios de cine y Tv. incluidos) por la friolera de $82.7 mil millones, suma que supera el producto interno bruto de cualquier nación desarrollada. El acuerdo también incluye el catálogo de HBO Max. Los negocios de televisión como CNN, TNT y TBS son parte del acuerdo y pasarán a una nueva empresa separada.

Escucho el golpe de Kevin Spacey sobre la mesa (el sonido de la intro cada vez que aparece la N gigante en pantalla) mezclado con los primeros versos de la canción «As time goes by» de Casablanca. No es solo una transacción financiera; es el equivalente corporativo a una película de Christopher Nolan: ambiciosa, compleja y con consecuencias que se despliegan en múltiples líneas espacio-temporales.

Durante más de una década, Netflix encarnó el papel del rebelde digital que llegó para supuestamente democratizar el acceso al contenido y desafiar a los dinosaurios de Hollywood. Hoy, en un punto de giro digno de sus series, el disruptor se convierte en el conquistador al devorar a uno de los estudios más emblemáticos de la historia del cine.

La lógica detrás de esta maniobra es muy clara. Netflix se enfrentaba a un dilema existencial: costos de producción astronómicos, apuestas originales con recuperaciones inciertas de capital y la ausencia de ese tesoro que distingue a los grandes estudios: un catálogo histórico con peso cultural. Warner Bros. Discovery, por su parte, arrastraba una deuda insostenible y un modelo híbrido entre streaming y cable que ya no podía competir en el nuevo ecosistema digital.

Warner Bros. no es simplemente un estudio más. Es una cinemateca de la cultura popular, una máquina de fabricar mitos que ha moldeado el imaginario colectivo durante generaciones. Con esta adquisición, Netflix no solo obtiene contenido; compra prestigio y una genealogía cultural invaluable.

La lista de activos es un carrusel interminable: Casablanca, El Padrino, los Looney Tunes, Harry Potter, el universo DC, Game of Thrones, la trilogía de El Caballero de la Noche, y décadas de producciones que definieron épocas enteras. Netflix hereda franquicias multigeneracionales que pueden explotarse indefinidamente, una infraestructura industrial completa y, quizás lo más valioso, la capacidad de distribuir masivamente películas en las salas de cine.

De un plumazo, la plataforma que nació desafiando al sistema se transforma en una major con pleno derecho. Esto no estaba en los planes de nadie. La gran pregunta que no me deja dormir es la siguiente: ¿Debo desinstalar de mi teléfono la aplicación de HBO Max y dejar de pagar esa suscripción?

Esta megafusión marca un punto de inflexión: parece ser el final de las “guerras del streaming”. El mensaje es certero: no hay espacio para todos en este nuevo orden (suena a un verso de «Lose yourself» de Eminem). Solo sobrevivirán las plataformas con stamina suficiente para absorber estudios enteros o sostener universos completos de contenido. El resto será devorado o relegado a la irrelevancia. Parece una de las subtramas de Interstellar.

Para los espectadores, las implicaciones son ambivalentes. Netflix ha prometido mantener estrenos cinematográficos significativos, lo que podría representar un renacimiento del cine como hecho cultural compartido. La posibilidad de ver las próximas grandes producciones de Warner en pantalla grande antes de su llegada al streaming es insoportablemente romántica.

Pero esta concentración de poder también genera inquietudes legítimas. Cuando una sola entidad controla tanto la producción como la distribución de historias que consumen millones de personas, surgen preguntas sobre diversidad creativa, ética empresarial, riesgo artístico y la supervivencia de voces disidentes en un ecosistema optimizado por algoritmos.

El verdadero desafío de esta fusión no será financiero sino cultural. Warner Bros. representa la vieja guardia de Hollywood: tradición, prestigio cinematográfico, toma de decisiones basada en una intuición creativa. HBO es sinónimo de calidad artística sin concesiones. Netflix, por su parte, encarna la mentalidad tecnológica: datos, velocidad, eficiencia algorítmica.

Fusionar estas filosofías es como pedirle a Stanley Kubrick que permita a una startup de Silicon Valley firme como co-directora de Full Metal Jacket. Fascinante sobre el papel, potencialmente catastrófico en la praxis.

Las tensiones ya están en el horizonte: ¿Mantendrá HBO su identidad como sello de prestigio o sus producciones se diluirán en el menú infinito de Netflix? ¿Qué pasará con el errático universo de DC, que necesita más coherencia creativa que inyecciones de capital? ¿Aceptarán los cineastas, acostumbrados a ventanas teatrales amplias, las estrategias híbridas de estreno?

Si Netflix comete el error de homogeneizar, de convertir todo en un contenido intercambiable y optimizado para retener suscriptores, habrá pagado $82.7 mil millones por destruir un legado de décadas.

Esta operación obliga a replantear qué significa ser espectador en una era de concentración mediática, qué tipo de historias se cuentan cuando el algoritmo y el legado cultural deben coexistir, cómo se preserva la visión de autor en un sistema diseñado para la eficiencia comercial.

Si Netflix logra la difícil tarea de integrar sin absorber, de potenciar sin estandarizar, de respetar la mística de Warner y la excelencia de HBO mientras aporta su infraestructura tecnológica, estaremos presenciando el nacimiento de un coloso cultural que no tiene parangón en la historia de los medios de comunicación de masas. El lema de HBO era «No es televisión, es HBO». Ahora el lema será «No es HBO, es NETFLIX».

Si fracasa, será recordado como una de las apuestas más costosas y arrogantes en la historia del entretenimiento: el momento supremo en el que el streaming creyó que podía comprar el alma de Hollywood y descubrió, demasiado tarde, que algunas cosas no se pueden replicar por más capital que pongas sobre la mesa.

Por ahora, el mundo observa de pie como si estuvieran en un estadio esperando un gol de Messi. Los creadores utilizan sus calculadoras. Los espectadores esperan intrigados. Y Hollywood, quizás por primera vez en su historia centenaria, siente que la película la están dirigiendo otros. El guion lo escribe ahora una plataforma que nació prometiendo democratizar el entretenimiento y que hoy es su emperador más poderoso.

La ironía es digna de una película de David Fincher. Solo el tiempo dirá si termina como El club de la pelea o The social network.

The White Lotus como el paraíso del turismo de élite

¿Qué sentido tiene gastar $9000 la noche por estar en un resort internacional? Esta pregunta parece resonar con más fuerza en la tercera entrega de la popular serie de Mike White que transmite HBO Max y que ha ganado más de una veintena de premios incluyendo el Emmy y el Globo de Oro. Antes de empezar mi crítica debo resaltar que una noche en el Pikaia Lodge, en la Isla Santa Cruz en Galápagos, roza los $ 7000. No quiero entrar en detalles como su ubicación: está construido al borde un volcán extinto y que Leonardo di Caprio estuvo hospedado allí en 2021. Superado el dato curioso, entramos de lleno a nuestro tema.

La tercera temporada de “The White Lotus” continúa su mordaz exploración del turismo de élite, esta vez trasladando su punto de vista crítico desde las costas de Hawái y los paisajes mediterráneos de Sicilia, a las exóticas playas de Tailandia. Como en sus predecesoras, White utiliza el microcosmos de un lujoso resort para su autopsia cultural de privilegios, neurosis, fobias y la insatisfacción perpetua de sus adinerados huéspedes.

A diferencia de las temporadas anteriores, donde el misterio central se revelaba desde el principio, esta nueva entrega juega su Póker con astucia, reservando la revelación del autor de la matanza para el episodio final. Esta decisión de estructura, al máximo arriesgada, genera una tensión acumulativa que se sostiene a lo largo de los episodios, manteniendo al espectador en constante especulación con la pregunta Whodunit.

La banda sonora de Cristóbal Tapia De Veer merece especial reconocimiento. Su composición, inquietante y hipnótica, se ha convertido en un sello distintivo de la serie, amplificando la sensación de paraíso perdido que impregna cada escena. Sus arreglos evocan tanto la belleza seductora como la inquietante extrañeza del entorno, subrayando la dualidad que atraviesa este atado de ocho episodios.

El verdadero tour de force de esta temporada reside en el extraordinario don de Mike White para crear y entretejer una pléyade de personajes complejos y memorables. Parker Posey deslumbra como Victoria Ratliff, cuyo acento sureño se ha convertido en un fenómeno viral en redes sociales. Su interpretación de una mujer privilegiada, y a la vez profundamente insatisfecha, encuentra el contrapunto perfecto en Jason Isaacs, quien da vida a su atormentado esposo al borde del suicidio.

La constelación familiar se completa con Patrick Schwarzenegger y su controvertida relación incestuosa con su hermano, mientras que el personaje de Piper, obsesionada con unirse a un templo budista que está cerca del complejo turístico, aporta un contrapunto irónico entre la búsqueda de espiritualidad y el entorno de excesos materiales.

El trío conformado por Carrie Coon, Michelle Monaghan y Leslie Bibb, como las amigas cuarentonas que convierten su viaje en una expedición de turismo sexual, ofrece algunos de los momentos más hilarantes de la temporada. El trío en búsqueda de validación y juventud perdida resulta algo tan cómico como trágico.

La fauna de personajes extraños incluye a Walton Goggins que interpreta a un hombre amargado cuya experiencia turística se transforma en una misión de venganza, añadiendo una capa de oscuridad a la trama. Se parece intencionalmente al personaje principal de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, buscando al Coronel Kurtz por la selva del Congo belga para matarlo. En esta subtrama resulta notorio el cameo de Sam Rockwell como amigo de Goggins.

La incorporación de la cantante Lisa, del grupo Black Pink, al elenco como parte del personal del resort y su amistad con el guardia de seguridad (Tayme Thapthimthong) ofrece una perspectiva desde “el otro lado” como excusa para escuchar diálogos en lengua nativa; mientras que el regreso de Natasha Rothwell y John Gries (de la temporada anterior) proporciona un hilo conductor narrativo que enriquece el universo de la serie. Es una lograda subtrama que se desprende la anterior entrega.

Pese a las virtudes anotadas, este White Lotus no está exento de defectos. El tratamiento sensacionalista de temas como el incesto o la relación entre el joven Schwarzenegger y el personaje interpretado por Charlotte Le Bon roza por momentos la provocación gratuita. Parece ser parte de elementos que parecen más orientados a generar controversia que a profundizar en la caracterización.

Otro punto débil radica en la postergación excesiva de la intriga central. A diferencia de las dos temporadas anteriores, donde el misterio servía como marco para explorar a los personajes, aquí la revelación tardía del responsable de la matanza diluye parte del impacto dramático y resta coherencia a ciertos arcos narrativos.

Las conversaciones entre los personajes, aunque brillantemente interpretadas, caen ocasionalmente en la superficialidad, reflejando de manera demasiado literal el vacío que impera en sus vidas privilegiadas, pero sin ofrecer la profundidad que caracterizó otros momentos de la serie. También extrañamos esas intertextualidades de la historia del cine (tan sólo recordemos a Aubrey Plaza recreando una escena de La aventura de Michelangelo Antonioni en la temporada anterior). En esta tercera entrega la única sutileza es interpolar imágenes simbólicas de la fauna, la flora o las peleas de ese deporte nacional que es el box tailandés llamado muy Thai. Esos clips de pugilato sirven como un comentario de la matanza que se avecina.

La fotografía de Xavier Grobet, si bien es técnicamente impecable, resulta excesivamente preciosista. Su captura de los paisajes tailandeses, aunque deslumbrantes, se asemejan tanto a postales de turismo que por momentos parecen extraídas directamente de una campaña promocional del ministerio de turismo de Tailandia, contradiciendo irónicamente la crítica social que pretende articular la serie. Es como cumplir con las instituciones pero al mismo tiempo punzarlas.

A pesar de estos tropiezos, “The White Lotus” sigue siendo una de las propuestas más sólidas del vasto panorama del streaming actual en el que las series han reemplazado a las telenovelas de antaño. Su mayor acierto continúa siendo su incisiva crítica al turismo de lujo, exponiendo con agudeza los contrastes entre la opulencia de los huéspedes y la precariedad de las comunidades locales que los acogen. Resulta particularmente irónico que la serie, concebida como una crítica al turismo de élite, haya impulsado, en estos últimos meses, significativamente el turismo en Koh Samui, convirtiendo la locación real en un destino codiciado para los espectadores deseosos de experimentar el “auténtico” White Lotus.

Entonces, ¿qué sentido tiene gastar $9000 la noche por estar en un resort internacional? Quizás ninguno, o talvez el mismo que impulsa a los personajes de White: la ilusión del dinero como catalizador no solo de exclusividad y belleza, sino también de una evasión temporal de los problemas que, inevitablemente, viajan con nosotros doquiera que vayamos (tan sólo hay que ver cómo sufre el personaje de Jason Isaacs en su subtrama de fraude financiero). La brillantez de “The White Lotus” (que contiene el apellido del director Mike White) radica precisamente en mostrarnos que, por muy paradisíaco que sea el destino, el equipaje emocional (aquel en el que aún no se fijan las aerolineas) siempre supera el límite permitido.

EN EL JUEGO DE TRONOS, GANAS O MUERES DE CURIOSIDAD

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Partamos de un lugar común: “El mejor cine se está haciendo en la televisión”. Habría que añadir el dato harto conocido de que la cadena norteamericana HBO es la pionera, en esta línea del telecine, con el éxito descomunal de Los sopranos(1999-2007) y ahora está saboreando la efervescencia de un serial con reyes y guerreros como protagonistas.

Vamos a otro tópico muy visitado: Juego de tronoses la serie más exitosa de todos los tiempos. Esta frase hay que diseccionarla con algunas cifras. En el año 2012 la icónica revista neoyorkina Vulture.com designó esta saga como la más venerada por los fanáticos. Esta designación decapitó nombres como los de Oprah Winfrey, Star Trek, Star Wars, Harry Potter y Twilight. En el 2013 los siguientes números fueron difundidos sin pudor: hay 5.5. millones de fans detectados en bases de datos de Internet. Un millón y medio de esos fanáticos se encuentran en Estados Unidos. Una curiosidad onomástica: Hay más de setecientos padres de familia que han bautizado a sus recién nacidos con nombres de algunos de estos personajes (el más popular es el femenino Khalissi). En el 2014 la serie entró al Libro Guinness de los Récords como el producto audiovisual más pirateado: seis millones de descargas ilegales por cada episodio. En el 2015 se convirtió en el serial más galardonado con el Emmy (el Óscar de la televisión): 12 premios se llevó la quinta temporada y hasta hubo mandatarios que salieron del clóset del poder para declarar amor incondicional a los Siete Reinos: Barack Obama y Cristina Fernández no tuvieron ningún reparo en declarar públicamente que eran parte de la fanaticada. Cifras de audiencia proporcionadas por la revista especializada Variety: 2.2 millones de televidentes la primera temporada. Se duplicó en la segunda. Llegó a 4.37 millones en la tercera y la quinta alcanzó los 7 millones. Esta sexta detecta ya 8 millones. Inclusive hay una versión porno de la serie que se titula A game of bones: Winter is cumming.

Pero, ¿cómo empezó todo? En el principio fue Canción de hielo y fuego, novela de ochocientas páginas que apareció en 1996 y enseguida se convirtió en un best seller. Luego vinieron Choque de reyes(1998), Tormenta de espadas(2000), Festín de cuervos(2005) y Danza de dragones(2011). Está en camino una sexta parte, The Winds of Winter, sin fecha cierta de publicación. Los ingredientes de las cinco mil páginas siempre sonaron a J. R. R. Tolkien: reyes, dragones, guerreros, elementos mágicos, idiomas inventados, mapas de reinos lejanos, ecos de cantares de gesta medievales… sin el sexo y la violencia extrema, claro está. Los seguidores estaban agradecidos a finales del siglo pasado que la saga literaria no pudiera ser llevada al cine. Era imposible adaptar tanto material en pocas horas de metraje. Estaba también el obstáculo de las escenas sexuales y la violencia que oscilaba entre lo gorey snuff. Sólo HBO, una estación televisiva privada, tenía la oportunidad de transmitir semejante material en prime time. Los antecedentes de la premiada Los Sopranos(con su díada temática de poder y muerte) la ponían como la única mocionada para adaptar los libros.

George R. R. Martin (New Jersey, 1947) empezó su carrera en la literatura de ciencia ficción (ganó algunos premios del género, incluyendo el Hugo). A mediados de los años setenta con una colección de cuentos fantásticos que tituló Una canción para Lya y otras historiastuvo buenas reseñas pero estuvo lejos de ser un éxito de ventas. Fue entonces cuando Martin se cambió de reino inmediatamente. A principios de los ochenta trabajó en el equipo de guionistas de The twilight zoney La Bella y la bestiacon Linda Hamilton y Ron Pearlman.

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David Benioff y D. B. Weiss de HBO convencieron al autor de poder adaptar las cinco mil páginas de la saga. Ellos son los responsables del desarrollo audiovisual de los siete reinos. Ambos han sabido captar a la perfección las dinámicas sociales de ese gran continente imaginario llamado Westeros: los matrimonios arreglados, las promesas incumplidas, las traiciones continuas… La serie incluso ha vuelto más interesantes las subtramas de personajes marginados como verdugos, amantes homosexuales, traficantes de esclavos, prostitutas y forajidos. Mientras Tolkien necesitaba de bestias fantásticas como los trolls, los Nazgul o los Uruk-Kai, Martin presenta a casi todos los personajes como monstruos dispuestos a matar y a traicionar en cualquier momento. Este catálogo razonado de animales humanos implica un conocimiento superlativo de técnicas guionísticas con puntos de giro siempre sorprendentes: los príncipes se convierten en esclavos, los caballeros no siempre protegen a mujeres y niños, un ser libre de repente es capturado, un personaje muy querido por la audiencia es víctima de una violación, una boda de larguísima preparación termina en matanza, a un noble atractivo se le amputa una parte de su cuerpo para convertirse en discapacitado, los bastardos se convierten en comandantes, un enano resulta ser el más sagaz de toda la Corte, dos hermanos cometen incesto… Y está el detalle capital de una serie televisiva en la que el espectador se enamora literalmente de personajes que luego verá morir de manera súbita. Es que el lirismo y la magia es para Tolkien; Martin es el maestro de ceremonias de un circo salvaje y no le interesa para nada ser el domador.

Hay muchas formas de leer Juego de tronos. Una es la perspectiva política. Cada capítulo es una lección sobre las diversas formas de ejercer contra el poder, la soberanía, las relaciones internacionales, la defensa del territorio y la familia. Nótese el uso de la palabra contra. La serie pulveriza todos los conceptos anteriormente consignados. Hasta lo familiar se convierte en algo que no siempre se respeta. El fantasma de Maquiavelo sonríe en cada capítulo mientras las alianzas se hacen y se deshacen. Las negociaciones despiadadas que terminan en constantes asesinatos hacen que House of cards, la serie de Netflix, parezca un juego de niños.

Otra óptica es la feminista. El personaje medular es la Madre de los Dragones, Daenerys, una esclava que se ha convertido en la Reina de Dothrak, liderando en su viudez a un pueblo en diáspora, sin territorio. Sus monstruos alados son el arma de destrucción masiva más poderosa que la distingue. Cada enemigo que encuentra a su paso la denigra por su condición femenina pero de cada conflicto ella parece salir avanti pues desafía a los enemigos patriarcales que la amenazan. Pero hay personajes femeninos de mayor o igual fortaleza. Lady Catelyn Starr domina el escenario como líder familiar tomando decisiones en contra de su hijo que quiere reinar a su manera. Arya gusta de rechazar cada rol femenino que la sociedad le quiere asignar. La enorme Brianne (una especie de Juana de Arco andrógina) da ejemplos de lealtad y valentía que ningún personaje masculino podría ostentar.

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Una tercera lectura es la ecologista. “El invierno está llegando” no es una frase gratuita. La catástrofe climática es inminente. Mientras los reyes chocan entre ellos hay fuerzas invisibles dentro de la tierra que son más que una metáfora apocalíptica.

Una cuarta perspectiva concierne a las políticas de migración y seguridad. Los Guardianes de la Noche son proscritos que se encargan de cuidar los límites de un territorio. Expulsados de la sociedad han devenido en custodios del orden del cual fueron expulsados. Hordas bárbaras acechan al igual que muertos vivientes. La alegoría parece clara: los grupos sociales tienen que ir cambiando sus estructuras porque se sienten amenazados por la naturaleza cambiante. Es la única manera que tienen de sobrevivir.

La que es quizá la última forma de leer Juego de tronoses la literaria. Adentrarse en los libros de George R. R. Martin no es cualquier cosa. Son obras que reclaman su lugar en la buena literatura y sobre todo en ese canon que está por hacerse que es la epic fantasy. Está en primera instancia el desafío lingüístico. El autor usa arcaísmos del inglés antiguo de gran elegancia pero de difícil entendimiento. Esto hace más peculiar la existencia de una cofradía de fanáticos que desde fines del siglo pasado vieron en el autor una especie de Shakespeare de la fantasía épica. Este género tan comercial se vio inyectado por nuevas estrategias narrativas a través de este inusual tratamiento del lenguaje. Inclusive formas tan antiguas como Lord, Milord, Milady se convirtieron en normales para los lectores y ahora los espectadores. Otro elemento que acerca el universo de Martin a la Edad Media es la exhaustiva descripción de los emblemas de cada casa familiar o linaje. La heráldica resulta una disciplina obligatoria para describir el estilo de vida y muerte de cada familia. Por algo las ediciones de bolsillo de cada libro tienen en su tapa un emblema animal claramente diseñado.

La sexta temporada ha comenzado después de que el autor ha sido urgido por un contrato a emprender la escritura del sexto libro, The winds of Winter. La posibilidad de filmar una película tampoco se descarta para clausurar la serie televisiva. El capítulo 1 que fue estrenado el 24 de abril pasado trajo la resurrección de un personaje que se ha convertido en el héroe en su acepción más clásica. Las diversas subtramas y la pléyade de caracteres apuntan a un solo objetivo dramático: la obtención del trono hecho de todas las espadas arrebatadas a los enemigos. Los espectadores esperarán a ver si se cumple la regla de oro que se ha instaurado desde la temporada primera: “Cuando participas en el juego de tronos ganas o mueres”. Esperemos ver quiénes sobreviven este año.

LA PRIMERA GUERRA TELEVISADA EN VIVO

Mick Jackson (1943) no es ningún caído de la hamaca. Entre sus créditos constan esfuerzos serios como Temple Grandin (2010) y LA Story (1991) y apuestas taquilleras como Volcano (1997) y The bodyguard (1992). La cadena norteamericana HBO, siempre dada a hacer buen cine en pantalla pequeña, se lanza a la adaptación de Live in Baghdad: Making journalism history behind the lines (2002) de Robert Wiener, quien anteriormente había cubierto la guerra de Vietnam y el conflicto de los Balcanes.

La historia es más o menos la siguiente. El 23 de agosto de 1990, Robert Wiener (Michael Keaton en el filme), productor ejecutivo de la CNN, llega a Irak en compañía de su equipo técnico. Su misión: cubrir la inminente guerra que se acercaba. La ONU le da a Irak plazo hasta el 15 de enero de 1991, para que desocupe Kuwait. A sabiendas de que Saddam Hussein no va a respetar el ultimátum, la más joven cadena noticiosa decide instalarse en el centro de la tormenta.

Live in Baghdad (2002),  la película de Mick Jackson, con un guión escrito por un equipo comandado por Wiener, comprime los cinco meses de estadía y presenta la descarnada lucha de los medios occidentales por conseguir la mejor cobertura bélica.

Muchos periodistas, entre ellos Dan Rather y Carl Bernstein, fueron a Baghdad en busca de la primicia, pero apenas la obtuvieron se embarcaron en el avión de regreso. Esto no ocurrió con Wiener y su equipo que de manera irreverente y testaruda se quedaron «donde las papas queman», como dice el lugar común.  La base de operaciones fue el hotel Al-Rasheed a pocas cuadras del palacio de gobierno y el parlamento. Todos los periodistas se fueron de la capital iraquí menos la CNN con tres de sus anchors estrellas: Peter Arnett, Richard Roth y Bernard Shaw.

La película no sólo muestra los temblores y bombazos que dominaron la cotidianidad de los reporteros, sino también la forma en que las autoridades iraquíes intentaron manipular y amedrentar a los periodistas. La CNN no vaciló en transmitir de manera detallada todo lo que estaba pasando. Después de todo era el único canal en el mundo que trasmitía noticias durante las veinticuatro horas.  Ministros de estado fueron entrevistados y la situación local fue analizada día a día, de tal forma que constituyó la primera cobertura cronológica completa de un conflicto bélico. De esta forma el gobierno iraquí accedió a tener deferencias con la CNN. La más importante fue proveerles de un aparato (four wire telephone system) que les permitió comunicarse con Atlanta de manera continua. La otra deferencia fue permitirle al canal norteamericano estar en Kuwait, país ocupado por los iraquíes. Lo que el gobierno pide a cambio es arena movediza. Tienen que mostrar el otro lado de la realidad como respuesta a una campaña anti Hussein que informa de una supuesta irregularidad en hospitales nacionales: los soldados iraquíes están matando bebés. Los sacan de sus incubadoras y los arrojan al piso. Wiener y su equipo hace la cobertura hospitalaria pero siente que ha sido engañado. El doctor entrevistado da declaraciones de manera nerviosa. Se siente mal porque se sabe utilizado. Al rato descubre que la CNN está en boca de todos los noticieros occidentales ya que es el único canal que ha llegado a la frontera con Kuwait, país ocupado por el ejército de Hussein. Ingrid Formanek (Helena Bonham Carter), la otra productora del equipo, es muy explícita al respecto: «Nos hemos convertido en la noticia». Cuando Wiener le reprocha al ministro de información por la jugarreta, este último responde: «Todos los gobiernos usan a la prensa. Es la realidad. Usted me usa y yo lo uso. Somos lo mismo».

Secuencia memorable es la de los bombardeos: verdadero clímax del filme. Apenas empieza, todo el equipo tiene que ir al sótano del hotel (donde hay un refugio antinuclear). Sólo los tres anchors  (Arnett, Roth y Shaw) permanecen en la habitación de uno de los altos pisos, con la cámara funcionando en modo automático.  Los tres (más Wiener que se escapa del refugio) dan una lección de profesionalismo. Pese al bombardeo que tienen enfrente no dejan de describir todo lo que está pasando.

Live in Baghdad es algo más que el testimonio sobre la primera guerra televisada en tiempo real que entró a los hogares. Es también el primer triunfo de la CNN, cadena fundada en 1980 por Ted Turner con la siguiente premisa: proyectar las noticias globales como si fueran locales.  Tanto el filme como el libro constituyen una oda al trabajo en equipo, a cómo la perserverancia en grupo puede triunfar en una situación bélica. Buen homenaje a una guerra noticiosa en la que salió victorioso un canal joven.