CINE Y TEATRO ESTÁN HECHOS DE LA MISMA SANGRE: LA SECUELA DE RATAS VA A LAS TABLAS

Sebastián Cordero, siempre reconocido por su película Ratas, ratones, rateros (1999) regresa con La misma sangre, una obra teatral que retoma los personajes y conflictos de su simbólico largometraje para ofrecer una nueva perspectiva. En esta secuela, Cordero demuestra una vez más su condición de pontífice del realismo sucio, con su habilidad para contar historias crudas y realistas, logrando trasladar el lenguaje cinematográfico a las tablas con una maestría que no deja de sorprender. Utiliza únicamente a dos actores que copan el escenario con sus dinámicas verbales particulares que son producto del hacinamiento. El mejor punto de encuentro para ambos caracteres es la cárcel, ese lugar donde confluyen todos los problemas de la sociedad ecuatoriana contemporánea. Entre ambos se van a dar diálogos que proyectan un país cada vez más enfermo por el asedio del narcoterrorismo. Ambos personajes están en la antesala del infierno, a la manera de los personajes de A puerta cerrada de Sartre o, si se quiere, son Vladimir y Estragón que están esperando a una muerte llamada Godot.
La obra se abre con una silla vacía mientras se escucha el audio de una llamada telefónica que Ángel le hace a Salvador. El primero le dice al segundo que ansía poner su vida en orden y que ha cambiado para bien. Luego Ángel aparece sentado en la silla para contarnos de su proceso de transformación. Ninguna de sus palabras toca la puerta de la verdad. Lo que veremos a lo largo de toda la obra es cómo su condición de ángel caído se ha recrudecido en pleno confinamiento. En todo momento él intentará convencer a su primo de que es otro cuando en realidad ha refinado sus tácticas de supervivencia y sigue siendo una rata, un ratón o un ratero.
Mientras el espectador espera, con paciencia, que se abra el telón, se escucha por los parlantes toda la banda sonora de Ratas, ratones, rateros, la película señera del cine ecuatoriano. La historia de los primos, Ángel y Salvador, terminaba con el escape del primero hacia la frontera con Colombia. El personaje nada de angelical y mucho de marginal había descendido a los infiernos con los demás personajes a cuestas. El destino o el desatino pone a los primos en la misma cárcel de máxima seguridad. Salvador acepta la invitación de Ángel para visitarlo en su celda donde lo recibe un primo que dice haber cambiado. La realidad dista mucho de la verdad. Es un personaje mucho más oscuro. Dice que quiere redimirse pero solo guarda rencores hacia el mundo. Lo único que parece despertar sus sentimientos es el relato que hace su primo sobre la abuela muerta.
Esta secuela de Ratas no se olvida de cerrar las subtramas de la original. Se hace mención a Marlon, el compinche de Salvador en los robos en el centro histórico, de quien se dice que su destino también fue la Gran Colombia; se alude a Carolina, la chica que es el interés sentimental de Salvador y que había estado previamente con Ángel. También se menciona al papá de Salvador. La mejor parte del recuento es aquella que incluye la subtrama de cómo hizo para deshacerse del cadáver que estaba en su casa en durante el último acto de Ratas. De la abuela se revela que estuvo sus últimos días en un hospicio, consumida por la enfermedad que le impedía hablar. Resulta revelador cómo al final de sus días (según el relato de Salvador) logra recuperar el habla, justo antes de morir, para rezar la plegaria al ángel de la guarda, hecho que emociona sobremanera al aparentemente imperturbable Ángel. De hecho, cuando Salvador abandona la celda, Ángel rompe en un llanto desgarrador que no sólo humaniza al personaje sino que da fe del poder histriónico del actor Carlos Valencia.
Salvador se ha convertido en un cínico. Los rencores lo han moldeado negativamente. Aún hay vestigios de su inocencia, sobre todo cuando habla de su abuela o menciona a Carolina. Pero lo que más hay en su discurso es un resentimiento que no puede disimular. Este es el aporte del personaje que logra un equilibrio si lo ponemos al lado de Ángel que es (ya lo conocemos) una fuerza huracanada que trasciende más allá del escenario. La picardía que proyecta Valencia está intacta y la vemos, sobre todo, cuando rememora sus aventuras de malandro en los Estados Unidos.
Lo primero que llama la atención de la obra es el constatar cómo la dirección de Cordero conserva la intensidad y el ritmo que caracterizan a toda su obra cinematográfica, aprovechando al máximo el espacio escénico para generar una atmósfera de tensión constante. La narrativa se expande para explorar más a fondo las complejidades de sus personajes, permitiendo al público conectar emocionalmente con sus luchas internas y sus conflictos morales en un entorno brutal.
La misma sangre capta con precisión la realidad cruel de las cárceles ecuatorianas, un microcosmos de la sociedad afectada por el narcoterrorismo y la corrupción institucional. La obra no escatima en retratar las condiciones inhumanas de estos espacios: hacinamiento, violencia y un sistema que perpetúa la marginalización. Se hace una crítica soslayada a la política antiterrorista del Estado. Particular resulta el momento en el que Salvador habla de la situación caótica del cantón Durán, con toda la violencia que caracteriza a ese sector, incluyendo el tema de las decapitaciones. Ante esto Ángel responde de manera despectiva que Durán siempre ha sido así.
Echémosle ahora un vistazo a la celda. Una inscripción enorme se lee desde cualquier punto del teatro. La leyenda «Primero Dios, luego mi bala» provoca un efecto turbador por su tipografía gótica. Parece una inscripción callejera de cualquier pandilla, cartel o grupo armado. Vamos decodificando el escenario. Un lecho modesto de metal. Un cubrecamas con el escudo de Barcelona Sporting Club. Un microondas barato. Un televisor que al ser encendido muestra rayas debido a la mala conectividad. Paredes con recortes de periódicos donde se aprecian noticias de la violencia cotidiana y mujeres en paños menores. «Santa MANTAnza», «Vuelve el sicariato», «Durán es una bomba de tiempo» son algunos de los titulares que se aprecian en el decorado. Una mesa donde se aprecia la pequeña estatua del Divino Niño. Dos mecheros debajo de la cama. Un sillón viejo y decolorido. Un crucifijo enorme en la pared, al igual que una imagen popular de Cristo en forma de póster. Un par de pesas en el suelo. Esta es la celda de La Lagartera donde está confinado Ángel, ahora reconvertido en un vacunador que trabaja telefónicamente con sus contactos en el mundo exterior. La puesta en escena minimalista que acabamos de describir, con un diseño de iluminación que acentúa la claustrofobia y una grabación con la atmósfera sonora carcelaria que se escucha en todo momento, complementa a la perfección las actuaciones, creando una experiencia inmersiva y ciertamente perturbadora.
Cordero utiliza el escenario como un espejo de esta realidad, haciendo que el público se sienta atrapado junto a los personajes. La crudeza de los diálogos y la puesta en escena permiten vislumbrar cómo el narcotráfico no solo afecta a sus involucrados directos, sino que corrompe todos los niveles de la sociedad, incluyendo a quienes, en teoría, deberían protegerla. De esta manera, el director hace una crítica incisiva a las estructuras de poder que permiten y perpetúan estas condiciones.

Las excelentes actuaciones de Marco Bustos y Carlos Valencia son el núcleo de esta obra de teatro de 80 minutos. Bustos, quien interpreta a un hombre que lucha por redimirse en medio del caos, ofrece una actuación llena de matices, logrando transmitir la desesperación y la esperanza con igual intensidad. El personaje del primo menor aún conserva el candor y la inocencia, pero mezclados con un resentimiento profundo que alberga deseos de revancha. Valencia, por su parte, encarna a un personaje endurecido por la vida carcelaria, cuya dureza externa oculta un profundo dolor (tomar nota de la conmovedora escena en la que rompe llanto de manera desconsolada). Su presencia en el escenario es magnética, capaz de llenar cada rincón del teatro con una mezcla de amenaza y vulnerabilidad. Su vulgaridad sigue siendo encantadora, sobre todo cuando recurre al uso de la coba o jerga callejera. El talento actoral se manifiesta especialmente en las llamadas telefónicas que hace a una de sus víctimas: la cínica entonación no sólo revela un modus operandi usual en los extorsionadores sino que muestra la facilidad del personaje para impostar de manera perfecta el proceder fuera de la ley. De más está decir que la química entre ambos actores eleva la tensión dramática de la obra, manteniendo al público al borde de sus asientos.
Cordero utiliza la teatralidad de manera innovadora, fusionando elementos de cine y teatro para crear una narrativa visual que es tan impactante como la historia misma. La obra desafía las convenciones del teatro tradicional, presentando un montaje dinámico que combina proyecciones, música en vivo y una coreografía que refleja el caos interno y externo de los personajes. Este enfoque multidimensional no solo enriquece la experiencia del espectador, sino que también amplía los límites de lo que el teatro contemporáneo puede ofrecer.
La trama maneja un conflicto que va ascendiendo hasta el punto de explotar literalmente en los últimos minutos. Las acciones de Ángel como vacunador tienen sus consecuencias: su intento de extorsionar a un potentado local hace que éste busque ayuda en un grupo armado que está en la misma prisión. Esa banda encarga a Salvador el asesinato de su primo. Al final el espectador sabrá si se cumple o no dicha misión. El final (que recuerda mucho al cierre de Butch Cassidy and the Sundance Kid) mantiene en vilo al público con una serie de recursos sonoros y pirotécnicos que son prestados del cine.
En conclusión, La misma sangre de Sebastián Cordero es un experimento teatral audaz que ofrece una reflexión profunda sobre la violencia y sus raíces en la sociedad. A través de esta obra, Cordero continúa su exploración de temas que han marcado su carrera, utilizando el teatro como un medio para cuestionar y desafiar las estructuras sociales y políticas. La obra no solo es un comentario sobre la realidad carcelaria en el Ecuador, sino también una parábola universal sobre la capacidad del ser humano para hacer tanto el bien y el mal. Con esta obra Cordero nos ha demostrado una vez más, que tanto el teatro como el cine están hechos de la misma sangre, con una historia que es tanto una advertencia como un llamado a la acción, un testimonio del poder transformador de las artes de la representación.
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