Hoy soy un espectador nuevo. Veo el mundo del cine de otra manera. Acabo de reformatear mi mirada. He terminado de leer un comunicado (rescatado de mi spam) que envía Netflix a todos sus suscriptores vía correo electrónico. En el tablero del entretenimiento global acaba de producirse un tsunami: Netflix ha adquirido Warner Bros. (con sus estudios de cine y Tv. incluidos) por la friolera de $82.7 mil millones, suma que supera el producto interno bruto de cualquier nación desarrollada. El acuerdo también incluye el catálogo de HBO Max. Los negocios de televisión como CNN, TNT y TBS son parte del acuerdo y pasarán a una nueva empresa separada.
Escucho el golpe de Kevin Spacey sobre la mesa (el sonido de la intro cada vez que aparece la N gigante en pantalla) mezclado con los primeros versos de la canción «As time goes by» de Casablanca. No es solo una transacción financiera; es el equivalente corporativo a una película de Christopher Nolan: ambiciosa, compleja y con consecuencias que se despliegan en múltiples líneas espacio-temporales.
Durante más de una década, Netflix encarnó el papel del rebelde digital que llegó para supuestamente democratizar el acceso al contenido y desafiar a los dinosaurios de Hollywood. Hoy, en un punto de giro digno de sus series, el disruptor se convierte en el conquistador al devorar a uno de los estudios más emblemáticos de la historia del cine.
La lógica detrás de esta maniobra es muy clara. Netflix se enfrentaba a un dilema existencial: costos de producción astronómicos, apuestas originales con recuperaciones inciertas de capital y la ausencia de ese tesoro que distingue a los grandes estudios: un catálogo histórico con peso cultural. Warner Bros. Discovery, por su parte, arrastraba una deuda insostenible y un modelo híbrido entre streaming y cable que ya no podía competir en el nuevo ecosistema digital.
Warner Bros. no es simplemente un estudio más. Es una cinemateca de la cultura popular, una máquina de fabricar mitos que ha moldeado el imaginario colectivo durante generaciones. Con esta adquisición, Netflix no solo obtiene contenido; compra prestigio y una genealogía cultural invaluable.
La lista de activos es un carrusel interminable: Casablanca, El Padrino, los Looney Tunes, Harry Potter, el universo DC, Game of Thrones, la trilogía de El Caballero de la Noche, y décadas de producciones que definieron épocas enteras. Netflix hereda franquicias multigeneracionales que pueden explotarse indefinidamente, una infraestructura industrial completa y, quizás lo más valioso, la capacidad de distribuir masivamente películas en las salas de cine.
De un plumazo, la plataforma que nació desafiando al sistema se transforma en una major con pleno derecho. Esto no estaba en los planes de nadie. La gran pregunta que no me deja dormir es la siguiente: ¿Debo desinstalar de mi teléfono la aplicación de HBO Max y dejar de pagar esa suscripción?
Esta megafusión marca un punto de inflexión: parece ser el final de las “guerras del streaming”. El mensaje es certero: no hay espacio para todos en este nuevo orden (suena a un verso de «Lose yourself» de Eminem). Solo sobrevivirán las plataformas con stamina suficiente para absorber estudios enteros o sostener universos completos de contenido. El resto será devorado o relegado a la irrelevancia. Parece una de las subtramas de Interstellar.
Para los espectadores, las implicaciones son ambivalentes. Netflix ha prometido mantener estrenos cinematográficos significativos, lo que podría representar un renacimiento del cine como hecho cultural compartido. La posibilidad de ver las próximas grandes producciones de Warner en pantalla grande antes de su llegada al streaming es insoportablemente romántica.
Pero esta concentración de poder también genera inquietudes legítimas. Cuando una sola entidad controla tanto la producción como la distribución de historias que consumen millones de personas, surgen preguntas sobre diversidad creativa, ética empresarial, riesgo artístico y la supervivencia de voces disidentes en un ecosistema optimizado por algoritmos.
El verdadero desafío de esta fusión no será financiero sino cultural. Warner Bros. representa la vieja guardia de Hollywood: tradición, prestigio cinematográfico, toma de decisiones basada en una intuición creativa. HBO es sinónimo de calidad artística sin concesiones. Netflix, por su parte, encarna la mentalidad tecnológica: datos, velocidad, eficiencia algorítmica.
Fusionar estas filosofías es como pedirle a Stanley Kubrick que permita a una startup de Silicon Valley firme como co-directora de Full Metal Jacket. Fascinante sobre el papel, potencialmente catastrófico en la praxis.
Las tensiones ya están en el horizonte: ¿Mantendrá HBO su identidad como sello de prestigio o sus producciones se diluirán en el menú infinito de Netflix? ¿Qué pasará con el errático universo de DC, que necesita más coherencia creativa que inyecciones de capital? ¿Aceptarán los cineastas, acostumbrados a ventanas teatrales amplias, las estrategias híbridas de estreno?
Si Netflix comete el error de homogeneizar, de convertir todo en un contenido intercambiable y optimizado para retener suscriptores, habrá pagado $82.7 mil millones por destruir un legado de décadas.
Esta operación obliga a replantear qué significa ser espectador en una era de concentración mediática, qué tipo de historias se cuentan cuando el algoritmo y el legado cultural deben coexistir, cómo se preserva la visión de autor en un sistema diseñado para la eficiencia comercial.
Si Netflix logra la difícil tarea de integrar sin absorber, de potenciar sin estandarizar, de respetar la mística de Warner y la excelencia de HBO mientras aporta su infraestructura tecnológica, estaremos presenciando el nacimiento de un coloso cultural que no tiene parangón en la historia de los medios de comunicación de masas. El lema de HBO era «No es televisión, es HBO». Ahora el lema será «No es HBO, es NETFLIX».
Si fracasa, será recordado como una de las apuestas más costosas y arrogantes en la historia del entretenimiento: el momento supremo en el que el streaming creyó que podía comprar el alma de Hollywood y descubrió, demasiado tarde, que algunas cosas no se pueden replicar por más capital que pongas sobre la mesa.
Por ahora, el mundo observa de pie como si estuvieran en un estadio esperando un gol de Messi. Los creadores utilizan sus calculadoras. Los espectadores esperan intrigados. Y Hollywood, quizás por primera vez en su historia centenaria, siente que la película la están dirigiendo otros. El guion lo escribe ahora una plataforma que nació prometiendo democratizar el entretenimiento y que hoy es su emperador más poderoso.
La ironía es digna de una película de David Fincher. Solo el tiempo dirá si termina como El club de la pelea o The social network.
La primera temporada de El Eternauta, con guion de Martín Oesterheld y dirección de Bruno Stagnari, representa un acontecimiento relevante en la adaptación de cómics latinoamericanos a formato audiovisual. Esta producción (que no le pide favor a The Last of Us y otras series del mainstream) captura la esencia de una obra gráfica fundamental en la cultura argentina y latinoamericana, transformándola en una experiencia visual que honra su legado mientras habla con voz de resistencia política al público actual. Otros cineastas estuvieron detrás de esta obra magna: Álex de la Iglesia, Adolfo Aristarain, Fernando Pino Solanas y Lucrecia Martel. Esta última es la persona que más tiempo trabajo en un guion: más de un año.
El Eternauta, publicado en 1957, de manera serial en la revista Hora Cero Semanal, transformó la narrativa gráfica latinoamericana y se la considera una obra referencial del Pulp argentino con su estética oscura más cercana a lo victoriano que a lo neogótico. El guionista Héctor Germán Oesterheld (1919-1977), junto al dibujante Francisco Solano López, crearon una historia de ciencia ficción con una mirada local: una invasión alienígena en Buenos Aires. Lo que podría haber sido una aventura apocalíptica se convirtió en una metáfora sobre la resistencia colectiva frente a fuerzas opresoras. En 1946, once años antes, el cuento «Casa tomada» de Julio Cortázar ya había sido publicado en la revista Los Anales de Buenos Aires (publicación dirigida por Jorge Luis Borges). En ese relato ya estaba el germen narrativo de los extraños invasores.
El Eternauta (dediquémosle un párrafo) fue traducido a varios idiomas: inglés, ruso, francés, italiano, alemán, serbio, finlandés, croata, polaco, checo, ruso y chino. El grupo editorial Planeta tiene a cargo la publicación local de la obra. En 2015 se hizo una histórica edición de lujo, en inglés en tapa dura, a partir de los dibujos originales de Francisco Solano. Los cómics de la época no situaban sus historias en la capital. Al igual que Jorge Luis Borges, Oesterheld se atrevió a poner con nombre y apellido a Buenos Aires como escenario central. El cómic ha estado históricamente vinculado con la dictadura militar, pero esto se trata de un error generalizado, dicen los expertos. Oesterheld hizo otras comiquitas que también salían en el semanario Hora Cero: Ernie Pike (una especie de Tin Tin que recorre el mundo como corresponsal de guerra) y Sargento Kirk (una adaptación peculiar del Martín Fierro trasladada al oeste norteamericano). Pese a estos logros es El Eternauta por lo que será reconocido.
Otro párrafo es necesario para la vinculación de Oesterheld con Montoneros, organización guerrillera peronista, en el rol de jefe de prensa. El compromiso con la causa montonera fue tan grande que inclusive sus cuatro hijas llegaron a formar parte de la resistencia. Conmovedor el testimonio de la viuda, Elsa Sánchez, en material audiovisual disponible en línea, sobre todo cuando ella habla de cómo Oesterheld tuvo que volver de Europa cuando recibió la noticia de dos de sus cuatro hijas fallecidas «para entregarse». En todas las entrevistas la viuda muestra su perplejidad por no haber sido también asesinada. Todos estos detalles extrabiográficos envuelven con un hálito de leyenda el estreno de El Eternauta en Netflix.
La viuda fue una guardiana celosa de la obra de su esposo. A lo largo de las décadas, rechazó numerosas propuestas para adaptar El Eternauta a formatos audiovisuales. En los documentales y reportajes disponibles en línea, según relatan personas cercanas a la familia, Elsa consideraba que muchas de estas propuestas no respetaban el espíritu original de la obra o buscaban diluir su mensaje político. Fue solo después de largas negociaciones con Netflix, cuando los productores se comprometieron a respetar tanto la integridad narrativa como el trasfondo político de la historia, que finalmente accedió a otorgar los derechos para esta adaptación, poco antes de su fallecimiento en 2015. La familia sobreviviente de Oesterheld mantuvo un rol consultivo durante todo el proceso de producción.
La desaparición de Oesterheld y los suyos resonó en el ambiente cultural argentino, convirtiendo El Eternauta no solo en una obra fundamental de la narrativa gráfica, sino en un símbolo de resistencia contra la opresión. El propio Oesterheld, como su personaje Juan Salvo, se había convertido en un viajero atrapado en una realidad hostil, pero a diferencia de su creación, no pudo regresar al mundo real. Sus cuatro hijas (dos de ellas en pleno embarazo) —Estela, Diana, Beatriz y Marina— también fueron desaparecidas junto con sus parejas. Diana y su esposo fueron secuestrados estando ella embarazada. El bebé, nacido en cautiverio, Fernando Araldi Oesterheld, fue recuperado y pueden encontrarse declaraciones de él en línea. El hijo de Estela, Martín, de cuatro años cuando murieron sus padres, tiene a cargo el guion de la serie. La abuela que lo crió, Elsa Sánchez, sobrevivió y dedicó el resto de su vida a buscar justicia y mantener vivo el legado de su familia, convirtiéndose en una figura central de las Abuelas de Plaza de Mayo.
La obra de Oesterheld trascendió el ámbito de los cómics para convertirse en un símbolo cultural argentino, una alegoría política que ha resonado a través de las generaciones. Su protagonista, Juan Salvo, se transformó en un símbolo de resistencia, un héroe común que encuentra fortaleza en la solidaridad y la acción colectiva.
El cómic original empieza con la visita del Eternauta al mismísimo guionista Oesterheld. El extraño se presenta de la siguiente manera: «Podría darte centenares de nombres y no te mentiría, todos han sido míos, pero quizá el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo de fines del siglo XXI. El Eternatuta, me llamó, para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos. He tenido suerte de llegar aquí, presiento que después de tanto tiempo podré descansar un poco». En la serie esta visita no tiene lugar y será interesante ver cómo desarrollan a partir de la segunda temporada (habrá que esperar dos años) la presencia de este memorable personaje.
Vamos ahora a ponernos el traje de buzo y sumergirnos en la trama audiovisual. La elección de Ricardo Darín aporta a Juan Salvo una dimensión humana notable. Darín transmite la transformación del protagonista desde un hombre común hasta el líder de la resistencia con una serie de matices que denotan el crecimiento del héroe. Su interpretación equilibra la vulnerabilidad del personaje con su determinación.
Los momentos más intensos de la serie recaen sobre los hombros de un Darín que responde con una actuación estoica pero emotiva. Son destacables las escenas que comparte con el personaje de Favalli (su amigo científico), donde la amistad y la confianza mutua se construyen con miradas y silencios. Su habilidad para el rifle. Su lectura del terreno con ojos de estratega militar. Sus alucinaciones y flashbacks de su participación en la Guerra de las Malvinas. Todo deslumbra cuando la trama principal sigue a Darín.
El departamento artístico ha huido de la Buenos Aires de los años 50 de manera eficaz, centrándose en un presente reciente. La atención al detalle se aprecia desde el mobiliario de la casa de Juan Salvo hasta los automóviles de época. Los espacios interiores, especialmente la casa donde se refugian los protagonistas, evolucionan a lo largo de los episodios, reflejando la transformación del mundo exterior: desde un hogar hasta una fortaleza improvisada y finalmente un punto de resistencia. La «nevada mortal» —la precipitación tóxica que marca el inicio de la invasión— constituye uno de los elementos visuales más memorables de la serie. Los copos luminosos que flotan antes de provocar la muerte crean una imagen tanto poética como terrorífica. Esta dualidad entre belleza y horror permea la estética de la serie.
La fotografía administra la luz de manera efectiva. Los primeros episodios muestran una paleta cálida que se va enfriando con el avance de la invasión. Es notable el trabajo con la iluminación en las escenas nocturnas durante la nevada mortal, donde la luz azulada de los copos tóxicos contrasta con la calidez amarillenta de las lámparas domésticas.
Fotografía de Daniel Castelo, propietario del cómic original.
Las secuencias en los túneles del subterráneo y alcantarillado de Buenos Aires, donde se refugian algunos sobrevivientes, están filmadas con un estilo que transmite la sensación de aislamiento y peligro.
Un elemento que destaca en la serie es la representación de Campos de Mayo, la guarnición militar que en la adaptación se convierte en un punto clave de la resistencia humana. Este lugar, que en la historia argentina real funcionó como centro clandestino de detención durante la dictadura militar, adquiere en la serie una dualidad significativa. Por un lado, representa la organización necesaria para enfrentar a los invasores; por otro, se convierte en un espacio donde se replican estructuras de poder verticales y cuestionables. Esta elección narrativa establece un paralelo sutil pero efectivo con el rol histórico de las instalaciones militares en Argentina, añadiendo la necesaria capa de complejidad moral a la historia.
El rol del ejército en la serie también presenta matices que enriquecen la narración original. A diferencia del cómic, donde las fuerzas militares aparecían de forma más homogénea, la adaptación muestra divisiones internas, oficiales con diferentes visiones sobre cómo enfrentar la amenaza y dilemas morales sobre los métodos empleados. Esta representación permite explorar las tensiones entre la necesidad de estructura y disciplina frente a una amenaza existencial, y los peligros de los sistemas autoritarios, incluso cuando surgen de la necesidad de supervivencia.
Uno de los desafíos más importantes al adaptar El Eternauta era dar vida a los diversos invasores alienígenas: los «Cascarudos» (escarabajos gigantes), los «Gurbos» (monstruos que manipulan el frío) y los «Manos», entre otros (aquí ya estoy siguiendo el texto original). El equipo de efectos visuales ha creado (perdón la redundancia) criaturas que conservan la esencia del cómic original pero adaptadas a un lenguaje visual contemporáneo.
El CGI se utiliza con precisión, sin dominar toda la narración. Los «Hombres-robot» —humanos controlados por los invasores— son funcionales desde el punto de visto estético y narrativo, con un diseño que combina elementos prácticos (maquillaje y vestuario) con efectos digitales que aumentan la verosimilitud de su presencia. Las escenas de batalla en las avenidas nevadas de Buenos Aires, como el enfrentamiento en la avenida 9 de julio, equilibran la espectacularidad con la tensión dramática, evitando el exceso de efectos.
La música de la serie, compuesta por Federico Jusid, merece mención especial por su contribución a la atmósfera general. La banda sonora combina elementos orquestales tradicionales con sonoridades electrónicas que evocan tanto la época en que se ambienta la historia como su carácter de ciencia ficción. Particularmente eficiente es el uso de instrumentos tradicionales argentinos que aparecen sutilmente en momentos clave, conectando la invasión alienígena con la identidad cultural de los personajes. El tema principal, con sus cuerdas tensas y progresión inquietante, se ha convertido en un leitmotiv reconocible que anticipa los momentos de mayor tensión. El silencio también juega un papel fundamental en el diseño sonoro, especialmente durante la caída de la nevada mortal, donde la ausencia de música amplifica el impacto visual y emocional de la escena. Mención especial: la canción «Cuando pase el temblor», de Soda Stereo, en el capítulo donde aparecen por primera vez los gigantes escarabajos kafkianos.
La adaptación mantiene el núcleo narrativo del cómic de 1957 pero introduce cambios que enriquecen la historia; por ejemplo, el personaje de Elena (¿Elsa?), esposa de Juan Salvo (¿Héctor?), recibe un desarrollo mayor que en el cómic, transformándose en una figura activa de la resistencia. Esta decisión narrativa aporta profundidad al drama familiar sin traicionar el espíritu del material original.
La serie también expande el trasfondo de los invasores, proporcionando contexto sobre los «Ellos» (los seres que controlan la invasión), aunque mantiene cierto misterio sobre sus motivaciones, preservando la ambigüedad del cómic.
El ritmo narrativo es, obviamente, donde se encuentran diferencias significativas. Mientras el cómic avanzaba con un tempo constante, la serie alterna momentos de acción con pausas que permiten desarrollar los personajes y sus dilemas morales. Por cierto, para los que deseen leer el cómic original, pueden descargarlo en el siguiente enlace: https://ia903104.us.archive.org/4/items/139085831eleternautaparte01pdf/139085831-El-Eternauta-Parte-01-pdf.pdf
La serie preserva la dimensión alegórica del original. Si en 1957 El Eternauta podía leerse como una advertencia sobre los totalitarismos, la guerra fría, los peligros de la bomba atómica, la adaptación de Netflix muestra la vigencia de estos temas en la era contemporánea, en plena presidencia de Milei y el segundo Trumpismo.
Las referencias a la «invasión» como metáfora de las fuerzas opresoras se mantienen, pero se incorporan elementos que conectan con preocupaciones actuales: la manipulación mediática, la vigilancia tecnológica y la resistencia colectiva frente a poderes externos.
Esta adaptación puede verse como un homenaje a Oesterheld y su familia, mejor dicho a todas las víctimas de la dictadura argentina, transformando El Eternauta no solo en una aventura de ciencia ficción sino en un recordatorio de la importancia de la memoria histórica y la resistencia ante la injusticia.
La primera temporada consigue honrar el material original, pero trata la historia con voz propia. La combinación de actuaciones sólidas, dirección artística coherente y efectos visuales al servicio de la narrativa crea una experiencia que puede satisfacer tanto al cenáculo de los conocedores del cómic como a nuevos espectadores.
Esta serie representa un paso importante para la industria audiovisual latinoamericana y para el género de la ciencia ficción, demostrando que las historias de color local pueden adquirir resonancia universal cuando están construidas sobre personajes humanos y dilemas morales que todos hemos tenido. Este producto sigue la estela de series recientemente adaptadas de obras previas como Cien años de soledad, Pedro Páramo y Como agua para chocolate.
El único problema que encuentro (pero me hago de la vista gorda por amor a Darín) es la esquematización con la que Netflix trata a sus series. Esto va más allá del tipo de cámaras que obligatoriamente piden usar. Hay un aire norteamericano en algunas escenas, en la construcción de atmósferas, en planos que tienen que ver con las convenciones del género. Son los sacrificios que una serie argentina debe hacer para recibir los millones necesarios para la producción.
Explico lo que es el look Netflix: es una monotonía estética que oscila entre lo muy brillante o lo muy oscuro. Hay un approach de la forma por encima de la sustancia. Esto se nota en el imperdonable bache del personaje que se toma una botella de whisky Blue Label y amanece en un sitio exageradamente distante, por dar tan solo un ejemplo de un descuido en el que se nota que lo más importante es lo formal. Es lo que ha dado en llamarse «prestige television», un estilo en el que todo luce cinemático para estar a la altura de las producciones que antes se proyectaban en el cine.
Las escenas nocturnas, sobre todo, tienen ese sello Netflix: colores saturados, paleta enlodada en los tonos, los rostros bañados de neón en las escenas interiores… No quiero meterme en el abuso del ángulo holandés (que en The Brutalist, en la escena del arribo a la estatua de la libertad, sí tiene su razón de ser). Son los filtros de la primera etapa de Instagram pero aplicados ahora al audiovisual de plataforma.
Este problema está también latente en otras series de procedencia argentina. Para ejemplo, véase El amor después del amor sobre la carrera de Fito Páez, también de Netflix, que tiene múltiples ejemplos de ese homogeneización que ordena Netflix en el supuesto afán de ayudar a sus empleados. La dictadura de la plataforma es tan conocida entre los cineastas que estos deben sufrir cosas como un memo con el porcentaje exacto de tiempo de pantalla al usar una cámara no aprobada previamente.
Estos reparos que he puesto en los párrafos precedentes quizá son inútiles porque precisamente ese aire ordinario es lo que hace que los suscriptores de Netflix la hayan convertido en un fenómeno de grandes resonancias. Después de todo, lo que las plataformas nos ofrecen son algo así como las telenovelas reconvertidas a un formato de streaming y la masa no quiere propuestas al estilo de Jean Luc Godard o Stanley Kubrick, por nombrar solo a dos genios que han incursionado de manera personalísima en el género de la SciFi.
Eternauta (merecidamente la serie número uno en la plataforma de streaming) no es simplemente una adaptación de un cómic; es un puente inter-generacional, una muestra del poder de la narrativa audiovisual para preservar la memoria y un testimonio visual de que, como sugería Oesterheld en el prefacio del cómic, el héroe válido es el héroe colectivo (cachetada para Marvel). «Nadie se salva solo», como dice Oesterheld en su cómic. Todos somos parte de un grupo que nada hacia la Otra Orilla.
Adolescence, de Philip Barantini, con Stephen Graham como protagonista, es una serie de NETFLIX de apenas cuatro capítulos que emplea magistralmente la técnica del plano secuencia para sumergir al espectador en una narración singular. Este plano de larga duración es la unidad espacio-temporal que mejor representa las posibilidades expresivas del cine. La toma interminable logra sintetizar un lugar y un tiempo específicos, de tal forma que asistimos a un momento de realidad que no está mediado por el corte. De todos los planos existentes, este resulta el de mayor eficacia para transmitir un efecto de realidad que es lo que más persigue el cine. Este mismo recurso técnico, que también fue usado en Boiling Point, el drama de cocineros dirigido por el cineasta Barantini en el año 2021, en el que también colaboró con Stephen Graham, realza la narración al proporcionar una experiencia no depurada y en un presente continuo. En Adolescence, cada episodio se desarrolla a través de una toma que se interrumpe nada más para dar paso automáticamente al siguiente capítulo, metiendo al público de lleno en la vida de los personajes, y acompañándolos en la creciente tensión que rodea al trágico suceso.
Cada capítulo le hace un zoom in al drama cotidiano de la familia que cae en desgracia. Se escoge una hora crucial del día a día, y se ausculta con bisturí y escalpelo el pulso trágico de la situación. Cada episodio está tan bien filmado que es inevitable recordar la ironía de James Stewart cuando filmó La soga (1948) de Alfred Hitchcok, también rodada a través de un plano secuencia. Stewart comentó en voz alta, quejándose de las arduas semanas de entrenamiento, que la única persona que estaba en verdad ensayando era el camera man. Bromas aparte, la coreografía de la cámara está muy bien llevada y, como siempre sucede en este tipo de casos, se trata de una proeza tanto física como técnica. Gracias a este triunfo la serie nos hace recordar el plano secuencia más largo de la historia del cine que es El arca rusa (2002) de Aleksandr Sokurov, con 99 minutos de duración, y que tiene lugar dentro del Museo del Ermitage, en San Petersburgo. Aquí (no importa repetir este dato fundamental) son cuatro horas y cuatro planos secuencia.
La serie profundiza en temas contemporáneos como la dinámica familiar, la omnipresente influencia de las redes sociales y la búsqueda de la aceptación social en una pequeña ciudad británica. La familia de clase media, de apellido Miller, lidia con la acusación contra su hijo de 13 años, Jamie, por el asesinato a cuchilladas de una compañera de clase. La narración explora las desventajas del tiempo que nuestros hijos pasan ante una pantalla sin ningún control o monitoreo, y la exposición a contenidos nocivos en línea que pueden llevar a los jóvenes a hechos de sangre con algunas consecuencias devastadoras. Todo esto se pone en el tapete cuando los padres reflexionan sobre el posible papel que cumplieron (sin querer queriendo) en la debacle, reconociendo negligencia involuntaria. La hija también sufre en esta dinámica familiar ya que ella queda señalada como hermana del brutal asesino, y tiene que lidiar con la ausencia de su hermano como si este estuviera muerto.
La serie examina con seriedad el papel de las redes sociales como Instagram en la formación del comportamiento adolescente, enfatizando en cómo la búsqueda de validación a través de likes y emojis puede conducir a resultados peligrosos (curiosa la explicación que el niño le da a la psicóloga sobre el significado particular de los emoticonos en forma de frijol). La descripción del acoso y las presiones de la aceptación social se retratan con cruda autenticidad, arrojando luz sobre los retos a los que se enfrentan los adolescentes en la era digital actual. Las cofradías digitales, un tema tan en boga, se resumen aquí en la alusión de una secta virtual llamada Incel (adhesión incondicional de los adolescentes al celibato). En la conversación que tienen la psicóloga y el acusado, en el capitulo 3, se menciona sutilmente al influencer de extrema derecha, Andrew Tate, como el posible incitador de este tipo de crímenes de odio.
Stephen Graham ofrece una interpretación tan convincente de Eddie Miller, un padre que lucha por comprender las acciones de su hijo y sus posibles defectos, tan conmovedora que uno como espectador se solidariza inmediatamente. Su interpretación es desgarradora y abunda en matices, cambios de expresión y actitudes, captando la confusión de un padre que jamás podrá salir de aquella situación dolorosa. El reparto, que incluye al recién llegado Owen Cooper (dulce y tierno, pero también perverso y cruel, en el papel de Jamie) y a Erin Doherty como la psicóloga Briony Ariston, que es la que le da a la serie la profundidad emocional que no transmite ningún policía, abogado o juez dentro de la historia. Memorable la escena de la conversación a puerta cerrada que tiene la profesional de la salud mental con el joven trastornado. Su personaje llega a sentir miedo genuino al verse en peligro ante la explosión de carácter del pequeño homicida. Todo esto hace de Adolescence, no sólo un drama criminal atípico, sino una sagaz exploración de los problemas de la sociedad en que vivimos.
Hay que aplaudir esta serie inteligente, no solo porque nace en NETFLIX (que no tiene por qué acertar siempre dentro de su profusa producción industrial), sino porque surge de la misma narrativa audiovisual generada por social media. El mejor instrumento de narración resulta ser el formato de una hora en una plataforma de streaming. Menuda paradoja: la serie la proyecta la transnacional en la que los adolescentes consumen su cuota diaria de audiovisuales. Stephen Graham, el inolvidable irlandés rechoncho del filme Snatch (2000), sobresale (ya lo dijimos más atrás) no solo como protagonista, sino también como productor ejecutivo y co-guionista. Graham invitó a Brad Pitt, su compañero de reparto en el filme de Guy Ritchie, a financiar parte de la serie, razón por la que el actor norteamericano también consta en los créditos de la producción.
Adolescence es un testimonio de la destreza de Barantini como contador de historias. Imposible no recordar la cita de Wim Wenders quien afirmó, con sabiduría, que ahora abundan los storysellers en vez de los storytellers. Enhorabuena que hay aún narradores que piensan más en explorar una historia que en venderla. Esto se nota en algo muy elemental de observar: la serie no tiene el más mínimo hálito sensacionalista (no es 13 reasons why que, con temática similar, hizo furor en la misma plataforma de streaming en 2017). Hay que ponderar también el éxito pedagógico que puede haber detrás: el espectador común y silvestre por fin sabrá lo que es un plano secuencia.
Inútil afirmar que esta serie es de visionado obligado porque ya está rompiendo todos los récords posibles de audiencia, se trata de un producto útil para quienes buscan una televisión que invita a la reflexión, con episodios que no hacen más que desafiar al espectador que se ve obligado a repensar su rol parental y su entendimiento de las complejidades de la adolescencia en la era digital. Vale.
Jacques Audiard (París, 1952), veterano cineasta francés que ha sido ampliamente reconocido por su habilidad para explorar la condición humana y las complejidades sociales, da un giro radical en su carrera con Emilia Pérez, un musical producido por Netflix que invirtió 26 millones de euros, 11 millones más de lo que ya gastó en Roma (2018) de Alfonso Cuarón. Tanto dinero para no lograr calar en el gusto de las audiencias. Al menos así lo dicen los sitios especializados. Según los rankings de IMDB (internet movie data base), el filme no goza de los favores de la audiencia: 6,2% en USA y 3,5% en México. En la red social de cinéfilos, Letterboxd, tiene apenas un 2,2%. Cada año Netflix lanza un caballo de carreras para la competencia del Óscar, y nosotros los suscriptores somos los que pagamos esas producciones. Esa obsesión de Netflix por ganar el premio a la mejor película ya lo transitaron los siguientes filmes en años anteriores: El Irlandés (2019), Historia de un Matrimonio (2019), Mank (2020), El Poder del Perro (2021), No Mires Arriba (2021) o Maestro (2023). En un mes sabremos si el narcomusical queer logra romper la maldición anual.
Audiard, que a sus 72 años lo ha ganado todo en Europa, tiene una trayectoria envidiable que incluye filmes como Un prophète (2009) –ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes y nominada al Oscar–, y Dheepan (2015), que obtuvo la Palma de Oro.Esta última película resultó una revelación por el magisterio del director para crear un docudrama muy genuino sobre migrantes de Sri Lanka en los suburbios de París. No se queda atrás The Sisters Brothers (2018), un western descarnado, con Joaquin Phoenix y John C. Reilly en los roles protagónicos como los hermanos forajidos, de apellido SIsters, que van sembrando el terror por doquiera que van. Memorable también es Un héroe muy discreto (1996), con Mathieu Kassovitz en el rol del impostor que forja información biográfica que lo lleva a ser venerado como un líder de la resistencia antinazi. Tan grande es la ambición estética de este venerable realizador que ahora se atreve con un nuevo género, el musical.
La colaboración, que el septuagenario Audiard ha hecho con Netflix, refleja la apuesta de la plataforma por un cine de alto presupuesto que combina elementos comerciales con una supuesta innovación artística, aunque con un formato claramente influido por los parámetros industriales de un modelo de distribuciónglobal. Pese a este prestigio, las salas de cine en Guayaquil lucen prácticamente vacías con pocos espectadores interesados. Seguramente los que no han ido están esperando que la estrenen en la plataforma Netflix de Latinoamérica.
El director viajó algunas veces a México, con su equipo de producción, buscando locaciones para su musical, pero desistió al no encontrar lugares que lo satisficieran. Lo que sí hizo fue filmar algunas calles para poder usarlas como gigantografías de fondo. Por esta razón, decidió hacer un filme en modalidad de sound stage, grabando todo en interiores y con back projections (pantallas que proyectan imágenes). En lo referente a la parte musical decidió que los actores hicieran lip synch de grabaciones previamente realizadas por ellos.
El musical aborda temas de género, justicia y redención con un enfoque estilístico peculiar que ha polarizado a la crítica. Desde su estreno, ha logrado 13 nominaciones al Oscar (es el filme extranjero con la mayor cantidad de nominaciones en la historia del premio), incluyendo las categorías de Mejor Película y Mejor Actriz, y se ha alzado con premios internacionales como el Globo de Oro a mejor comedia o musical, además de tener éxito en festivales como Berlín y Venecia, consolidando su impacto europeo.
Parte del éxito del filme es el contexto problemático que toca: el mundo del narcotráfico, además del asunto de la transexualidad. El hecho de que Donald Trump sea el nuevo inquilino de la Casa Blanca, desde enero de 2024, constituye también una coyuntura: todo el odio racial (más la transfobia) proyectado por el segundo periodo del mandatario, es un caldo de cultivo donde se fermenta toda una resistencia. Ese contravenir la norma es lo que hace del filme algo que hay que ver y de lo que se debe hablar.
El centro de la discusión es y será la actriz española Karla Sofía García Gascón (que en su etapa anterior de vida fue actor de películas como Nosotros los nobles (2013) o telenovelas como Corazón salvaje (2009). Ella inclusive escribió un libro (disponible en Google Books), titulado Karsia, una historia extraordinaria (Ediciones Urano, 2018) en el que cuenta en clave ficcional su viaje de transformación. Desde el año de la publicación de tal obra se asume públicamente con el nombre que la acredita profesionalmente.
En el mes de enero estalló una polémica alrededor de unas publicaciones en social media que la actriz hizo años atrás. Si su libro daba fe de su ansiedad de ser escritora (muy mala, por cierto), su cuenta de Twitter resultó ser un dietario en el que la actriz pontificaba con desparpajo sobre cualquier tema que le venía en gana. Después de ganar premios internacionales por Emilia Pérez, como mejor actriz, una estrategia lógica era que la actriz purgara la línea de tiempo de su cuenta de X, pero no fue así: empezaron a aparecer mensajes de odio contra el Islam («foco de infección para la humanidad que hay que curar urgentemente»), George Floyd («un drogata estafador»), Selena Gómez («es una rata rica que se hace la pobre») y la vacuna contra el Covid 19 (“la vacuna china, aparte del chip obligatorio, viene con dos rollitos de primavera”). También se encontró una publicación contra los Premios Oscar («una gala fea fea»).
A renglón seguido, la actriz arremetió contra los detractores que supuestamente tiene alrededor del equipo de producción de I’m still here (Ainda Estou Aqui) de Walter Salles. Acusó al equipo de redes sociales del filme brasileño de publicar comentarios contra ella y el filme de Audiard. Las reglas de la Academia de Hollywood son muy claras: durante la carrera por el Oscar no se puede hablar mal de una película o de quienes trabajan en ella. En tal caso, el odio que señala Karla Sofía Gascón en los demás es el que ella ha generado, en el pasado, contra un gran un número de personas e instituciones. Todo esto abre el camino para que la norteamericana Demi Moore (protagonista de The Substance) gane la estatuilla con la brasileña Fernanda Torres (I’m still here) como segunda favorita.
Este asunto no deja de causar asombro en términos empresariales: cómo el departamento de relaciones públicas de una gran corporación como Netflix no destinó una mínima parte de su gran presupuesto a manejar la imagen de la actriz española. Otro habría sido el destino de este filme en premios y festivales si se hubiera hecho un monitoreo de las cuentas sociales de la actriz (y de sus entrevistas) para eliminar cualquier exabrupto que pudiera perjudicar a la circulación del filme. Habrá que ver cómo se resuelven cuatro temas mediáticos: la actriz debería ir a todas las ceremonias de premios a los que está nominada, debe asistir a una mesa redonda previa que siempre hacen los nominados, debe atender (perdón el gringuismo) a una cena con todos los candidatos y, por último, debe afrontar la noche de la premiación en la que cinco actrices que han ganado previamente el Óscar deben presentar a las candidatas.
Estos errores no disminuyen sus aportes al filme y tampoco minimizan los logros de la actriz española por la comunidad LGTBIQ. En España ha recibido el premio Arcoíris del ministerio de la igualdad del gobierno español y el premio Trailblazer de la prestigiosa revista Elle. Hasta ahora su logro más importante es la Orden de las Artes y las Letras impuesta por el ministerio de cultura del gobierno francés.
Quizá la actriz está mejor como Manitas del Monte y su retrato apabullante del narco sin escrúpulos. Su voz, su rostro, sus gestos, su maquillaje dan vida a un narco desalmado. Ver después a la actriz, transformada en Emilia Pérez plantea una boutade que va demasiado lejos cuando ella maltrata a Selena Gómez diciéndole que no se llevará a sus hijos (momento en el que Jessie confiesa que se va a ir con otro hombre que también es narco). Es como si lo trans reculara hacia un estado masculino que se ve en su lenguaje corporal y se escucha en su repentino vozarrón.
Para abonar la polémica el cineasta Audiard también ha sido víctima de la policía de Internet. Han salido a luz declaraciones descontextualizadas sobre el idioma en el que fue rodado su musical: “es un idioma de países emergentes, de países modestos, de gente pobre y migrantes”. Estas afirmaciones las hizo, a fines de 2024, en francés, y han sido vistas como un supuesto ataque a una de las lenguas más usadas en el mundo. Ataques realmente fuera de lugar si tomamos en cuenta que Audiard ha filmado en cingalés e inglés, ampliando su abanico lingüístico al hacer un filme en español.
Lo anterior no quita que haya pasajes en Emilia Pérez que parecen pasados por la aplicación de Translate Google. Basta con citar a Selena Gómez que en vez de decir «de nada», masculla un «bienvenida». Está también el uso incorrecto de la palabra «buen». Por lo general, a ese vocablo se le añade un sustantivo. No sucede así en la película. Aparece «buen» de manera solitaria sin que nadie complete la frase. Otros errores que aparecen son los siguientes: se aprecia en un letrero enorme que dice «Tribunal del distrito federal». El DF desapareció como nomenclatura en 2017 para rebautizar la capital como CDM o Ciudad de México. También aparece un letrero que dice «cárcel» para designar a la prisión cuando sabemos que ninguna de esas instituciones lleva ese rótulo.
Vamos ahora con las otras actuaciones. Selena Gómez, de padre mexicano, quien interpreta a Jessie, la esposa de Manitas del Monte, ha enfrentado críticas debido a su marcado acento estadounidense. Su personaje interpola algunas frases breves en inglés y el español es el idioma que se ve forzada a usar porque es el que hablan en el círculo del narcotráfico. A Giancarlo Exposito, y su personaje de Gustavo Fring, se le tolera su pésimo español en la serie Breaking Bad, pero a Sofía Vergara se la crucifica por una supuesta desconexión sintáctica y taras en la pronunciación durante su primera etapa en Estados Unidos. Ambos ejemplos evidencian un problema cultural: no se puede satisfacer ni a los anglófilos ni a los hispanófilos. Sin embargo, uno pensaría que por tratarse de Selena Gómez por lo menos la canción «Mi camino» va a estar interpretada de manera correcta. El resultado es una balada a lo Fey en la que su español tampoco suena muy correcto. En contraste, Adriana Paz, en el papel de Epifanía, destaca por su capacidad para aportar profundidad y credibilidad al reparto, siendo la única actriz azteca en una película que se desarrolla en un contexto cultural mexicano. Y canta mejor que Selena Gómez.
La gran revelación es Zoe Saldaña, actriz de origen dominicano (así lo dice su personaje dos veces en la pantalla) que deslumbra por sus dotes vocales y por su background de ballet clásico que la ayuda en sus números musicales. La abogada Rita Mora Castro es un personaje de armas tomar que logra organizar de manera expedita la nueva vida de Manitas del Monte; luego será la segunda de a bordo de la fundación que Emilia crea para asistir a las víctimas del narcotráfico.
La banda sonora, compuesta por Camille y Clément Ducal, es la que realmente merece la categoría de trans, pues se trata de uno de los puntos supuestamente más elogiados de la película. Es una mescolanza transcultural de géneros como hip-hop, pop, rock, ópera, música electrónica, techno, punk, rap y balada, que intenta crear un universo sonoro vibrante. Camille (París, 1978) es una música importante de la escena vanguardista francesa. Su trabajo llamó la atención de Disney que la contrató para musicalizar la secuencia de créditos de Ratatouille (2007). Hans Zimmer la llamó para que componga una canción para El principito (2015). Su consagración ha sido el Globo de Oro para la canción “El mal” de Emilia Pérez.
El diseño de producción de Emanuelle Duplay y la dirección de arte de Virginie Montel reflejan la estética extravagante y colorida del musical, aunque la falta de consultores mexicanos en los estudios Bry-sur-Marne ha sido evidente en la representación superficial del entorno cultural. Este aspecto ha suscitado críticas por la desconexión entre la puesta en escena y las realidades del contexto mexicano.
El guion también presenta grietas: desde la incredulidad que genera ver al personaje de Selena Gómez no reconocer a su marido (al que no ha visto en años) convertido en transexual, la audacia narrativa de cambiar de sexo a un narcotraficante, o el improbable arco redentor de Emilia al crear una fundación para las víctimas que él mismo generó como líder criminal. Estas inconsistencias han sido señaladas como problemáticas para el desarrollo narrativo y nos han hecho acuerdo de Hanna Arendt quien fue muy clara al hablar de la banalidad del mal. La pregunta es muy simple: ¿Se puede banalizar la desaparición forzada de personas? La respuesta para Audiard parecería ser que sí.
A pesar de sus efectos y defectos, Emilia Pérez representa un paso audaz para el cine contemporáneo al abordar temas controversiales como el narcotráfico y la identidad de género en un formato popular. Netflix, por su parte, ha logrado convertir la película en un fenómeno cultural, pero no en un éxito económico o de crítica, ya que no ha recuperado ni siquiera la mitad de lo invertido. Pese a esto es irrelevante cuantos premios Oscar le den o le quiten en marzo. Siempre será recordada como el filme que nos hizo discutir sobre lo queer, lo narco y lo trans.
Antes de empezar este artículo es importante señalar que no es la primera versión que se hace de la novela emblemática, tampoco será la última. Lo que pocos saben es que el terco de Gabo sí autorizó a que Cien años de soledad sea puesta en escena, pero no en el cine, sino en el teatro, en una versión de tres horas. El director de teatro chileno, Alejandro Quintana, concretó el sueño de adaptar a las tablas la saga de los Buendía a finales del siglo anterior. Radicado en la República Democrática Alemana desde 1974, huyendo del golpe militar, tuvo la ventura de leer la versión del dramaturgo húngaro György Schwajda (quien no pudo conseguir por sí mismo la autorización del novelista). Con una fantasía escénica formada en la tradición teatral latinoamericana, Quintana se dedicó a una operación transtextual única: la adaptación de la adaptación de su colega de Hungría. Tan atractivo parece haber sido el experimento que García Márquez no dudó en ceder los derechos y hasta asistió a la representación en Rostock, Alemania, en 1998. Para más información ver mi libro Cine y literatura: Encuentros cercanos de todos los tipos (2012) donde me extiendo sobre este tema.
En vida, Gabriel Garcia Márquez siempre manifestó estar en contra de las adaptaciones audiovisuales de sus libros. Pese a esa resistencia la filmografía del colombiano fue creciendo con el paso de los años y no siempre con resultados halagüeños. Hay una especie de maldición que indica la poca o nula calidad de la mayoría de las adaptaciones. En una nota de prensa, publicada en 1982, en diario El País, el escritor dejó claro por qué: «Se debe a mi deseo de que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla». El artículo titulado «Una tontería de Anthony Quinn» reivindica el poder de la literatura pero desdice el repertorio de aquellos rostros que han desfilado por las pantallas de los cines: Javier Bardem es Juvenal Urbino, Fernando Luján es el coronel que no tiene quien le escriba, Hanna Schygulla es la señora Forbes, Anthony Delon es Santiago Nasar. El título del articulo de García Márquez era una diatriba contra el actor Anthony Quinn que quiso interpretar al coronel Buendía y hacerse con los derechos de la novela paradigmática, ofreciendo un millón de dólares, sin ningún éxito. La voluntad del novelista de impedir que Aureliano tenga rostro es irrespetada para la posteridad.
No vamos a discutir aqui si es legal o no que los herederos del premio Nobel han cumplido o no la voluntad del fallecido. Como representantes del legado paterno son libres de proceder como deseen. De hecho, ya lo demostraron con la publicación de unos borradores que salieron en forma de una novela titulada En agosto nos vemos. El asunto se convierte en algo más serio cuando tenemos a la mano el dato de que uno de los hijos que administra los bienes del escritor es Rodrigo García Barcha, un cineasta, de 65 años, de amplia trayectoria en Estados Unidos, y que ha trabajado con actores como Ewan McGregor, Ethan Hawke, Glenn Close, Cameron Diaz, Holy Hunter… Otro puntal en el equipo de adaptación es el dramaturgo puertorriqueño José Rivera que fue nominado al Oscar por el guion de Diarios de motocicleta (2004) de Walter Salles. Rivera, autor de más de treinta obras de teatro y una docena de guiones para cine, fue el responsable del primer borrador de la serie y uno de los dialoguistas principales. Esto significa que no estamos hablando de aficionados involucrados en una adaptación audiovisual de semejante envergadura.
Todo cobra un mayor significado cuando la transnacional NETFLIX entra en escena con todo su poderío económico. A un costo de 50 millones de dólares la serie ya es uno de los hitos de la historia del audiovisual en Latinoamérica. Loable la labor de la plataforma de streaming que fomenta la realización de productos regionales y la inclinación a obras literarias como Pedro Páramo, película estrenada hace poco en la plataforma y que está dirigida por el cineasta mexicano Rodrigo Prieto. Esta tendencia a la realización de adaptaciones de la literatura latinoamericana se ve en otras plataformas como Max que acaba de estrenar en el mismo formato serial, Como agua para chocolate, basada en la novela homónima de Laura Esquivel. Una idea importante para concluir este párrafo: si aceptamos con facilidad cualquier serial norteamericano de alto presupuesto, lo que menos podemos hacer es darle un vistazo a un folletín audiovisual que está bien diseñado y ejecutado.
La primera impresión que da la serie, apenas uno empieza a verla, es que parece una telenovela colombiana, no solo por los paisajes sino también por los acentos de los actores. Esto nos lleva al problema de la dicción y vocalización de los actores que arraigados en sus localismos a veces pecan de ininteligibles. Uno como espectador se ve obligado a retroceder o a activar la función de los subtítulos que permita inteligenciar lo que se habla. Esta voluntad localista (la serie fue filmada en Ibagué, departamento de Tolima, entre otros sitios de Colombia) le quita la universalidad que caracterizaba a la historia original. El segundo elemento que llama poderosamente la atención es la voz en off, omnipresente en toda la serie, que denota la necesidad de describir cuando ya la narración hace su descripción audiovisual. Menudo problema nos deja esa voz: es una tautología que hace que lo visual redunde con lo sonoro. El tercer aspecto que resalta con facilidad es la dirección de arte y el diseño de la producción. Los espacios están cuidadosamente escogidos. Cada objeto de utileria está planificadamente dispuesto. Este ambiente campechano cala hondo en la retina del espectador. Hay una cerebral reconstrucción espacial del universo garciamarquino. Baste como grandes ejemplos el gabinete de Melquiades y la casa de los Buendía que están amoblados de manera muy cuidadosa. Cosas tan sencillas como una hamaca, un enorme árbol ancestral de castaño, un patio, un toldo, lucen importantes en la construcción solida de este universo ficcional. El cuarto elemento que salta a la vista con rapidez es la gran cantidad de artistas de efectos audiovisuales que están acreditados al final de cada episodio. Esto explica la ingente cantidad de detalles que se cuidan en la puesta en escena: desde la presentación de multitudes hasta la coloración de un paisaje.
Antes de pasar al repaso de cada capitulo, algo hay que reconocerle a la serie es la hazaña lograda al trasladar un texto literario sin diálogos a la pantalla. El equipo de guionistas inventa sobre la marcha los parlamentos inexistentes en la obra original. No es poca cosa si tomamos en cuenta que García Márquez apenas interpola una que otra frase precedida por un guion largo. La novela original está escrita como un tratamiento cinematográfico, como bien lo ha señalado Pier Paolo Pasolini en su tan difundido ensayo de 1973. Esto significa que sigue normas como la de escribir en tercera personal del singular y usar siempre una perspectiva omnisciente y objetiva. El tratamiento incluye el punto de vista de la cámara. Esta filiación cinemática del texto literario hace más valioso su traslado al lenguaje cinematográfico. La obra garciamarquina ya viene empapada de una voluntad cinemática que facilita su traslación a la pantalla. Al final de este artículo retomaremos a Pasolini para cerrar esta reseña que nos ha tomado exactamente ocho días escribirla.
CAPÍTULO 1: MACONDO
El episodio no empieza con el legendario «Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento…». En el momento de la fundación de Macondo la voz en off dirá: «Por aquel entonces Macondo era una aldea de veinte casas de caña brava. El mundo era tan reciente que para nombrar las cosas había que señalarlas con el dedo». Este es el patrón de lo que será la serie: una voz que reitera todo lo que estamos viendo, como si las imágenes no fueran suficiente. Construir un mundo audiovisual es una tarea compleja, más aún si se trata de una adaptación de un texto literario canónico. La voz en off aparece en demasía anclando demasiado al audiovisual en el texto literario. Esa voz en off marca la pauta para lo que son las voces de los actores pues la procedencia es muy fuerte: de Colombia con amor. A ratos se hace difícil seguir lo que dicen. Hay que retroceder o poner los subtítulos en español. Demasiadas tomas de drones que se quieren apoderar del paisaje. Hay un registro grandilocuente de la naturaleza. Hay dos escenas de sexo entre José Arcadio y Úrsula que quieren servir de imán para las masas. Macondo no tiene ese aire de lugar mítico, es apenas un palenque en el llano. Los créditos al final nos informan de un millar de artistas VFX. La intervención digital se hace necesaria en la construcción de este universo mítico. Hay un aire excesivamente folclórico que persiste a lo largo de todo el capítulo y de toda la serie.
CAPÍTULO 2: ES COMO UN TEMBLOR DE TIERRA
El segundo episodio nos trae más sexualidad. El título es una alusión al orgasmo tal y como lo describe el joven José Arcadio Segundo. Más efectos visuales. Más intervención del CGI en el paisaje. Una alfombra voladora, con pasajeros, aparece casi al disimulo en una escena en la que Pilar Ternera y José Arcadio Segundo caminan entre los recién llegados gitanos. Melquíades, a quien ya conocimos en el primer episodio, es español. Cada vez que llega su cohorte de gitanos forma un circo con lanzallamas y saltimbanquis. Esa necesidad de exotismo está alejada de la novela. Los gitanos llevan el rumor de la muerte de Melquiades
CAPÍTULO 3: EL DAGUERROTIPODE DIOS
Otro capítulo farragoso. Rebeca, la comedora de tierra, llega de niña a Macondo contagiando a todos con la peste del sueño. El pueblo lucha contra el mal colectivo, pero todos sucumben. Melquiades regresa y ayuda a todos a recuperar el sueño con una de sus pociones. La segunda parte del episodio incluye la llegada de Pietro Crespi que afina el piano familiar y enseña a bailar a las jóvenes Buendía. La transición temporal obliga a que cambien a los actores y actrices. Melquiades trae al pueblo el invento del daguerrotipo que permite los primeros registros visuales de la familia protagonista. El capítulo termina con la presentación en sociedad de Amaranta y Rebeca en una fiesta social. La reunión es interrumpida por un mensajero que notifica que el la nueva autoridad del pueblo es Apolinario Moscote. La gran novedad de este episodio es la extraña aparición de Eréndira, personaje que pertenece a una colección de siete cuentos que se publicó en 1972, cinco años después de 100 años de soledad. Los guionistas se pusieron creativos y hacen algo que no está en la novela original: echaron al escenario a la jovencísima prostituta haciéndola llegar a Macondo con su abuela desalmada. Quien usa sus servicios es Aureliano Buendía como una especie de preámbulo de lo que será su encuentro con Remedios.
CAPÍTULO 4: EL ÁRBOL DE CASTAŃAS
Las molestosas tomas aéreas, hechas con drones, son eliminadas a partir de este episodio. El corregidor Apolinario Moscote y José Arcadio Buendía empiezan sus disputas por el control del pueblo. Aureliano se enamora de Remedios, hija de Moscote. El padre accede al matrimonio siempre y cuando se lo haga cuando ella cumpla la mayoría de edad. Muere Melquiades dejando en la orfandad intelectual a José Arcadio Buendía quien enloquece destrozando todo lo que encuentra a su alrededor. Para calmar el ataque de locura del patriarca es atado al castaño monumental que está en el patio central de la casa. El episodio termina con la imagen de Úrsula desatando a su esposo del árbol.
CAPÍTULO 5: REMEDIOS MOSCOTE
Sigue la telenovela colombiana. Aureliano se casa al fin con Remedios después de haber cumplido mayoría de edad. Aparece el cura Nicanor Reyna a hacerse cargo de la parroquia y se de el lujo de levitar después de tomar una taza de chocolate. Gracias a esta llegada se descubre que la lengua que habla el enloquecido José Arcadio Buendía es el latín. Se crea una pequeña intriga con la iglesia que se está construyendo en el pueblo: si esta no termina de construirse no podrá casarse Rebeca con Pietro Crespi. Amaranta hace todo lo posible para que ese matrimonio no se concrete. Úrsula le entrega todas sus joyas al padre Reyna para que termine de levantar la iglesia. Muere Remedios, a la que en ningún momento se la adjetiva como la Bella, tal y como sucede en la novela. El capítulo termina con el regreso de José Arcadio Junior (convertido en un gitano) quien había dejado Macondo dos capítulos antes. La gran novedad de este episodio es la muerte de Remedios a la que no hay que confundir con Remedios La Bella que es nieta de José Arcadio y Pilar Ternera.
CAPÍTULO 6: EL CORONEL AURELIANO BUENDÍA
Es el capítulo más político de la serie. La llegada de José Arcadio pone boca arriba la casa y a sus habitantes. Nace la vida política de Macondo con la celebración de las primeras elecciones. Surge la pugna entre liberales y conservadores. Las estrategias políticas de cada bando se evidencian. José Arcadio se casa con Rebeca que abandona a Pietro Crespi. Aureliano se autodenomina coronel al final del episodio.
CAPITULO 7: ARCADIO Y EL PARAÍSO LIBERAL
Este episodio es otra serie. Es un western paisa de meticulosa factura. Se dedica exclusivamente a la lucha armada entre liberales y conservadores, entre militares y macondinos. Es una obra de arte por donde se la mire. La coreografía de la acción es perfecta con explosiones, disparos, bayonetazos, incursiones, cañonazos, tácticas de guerrilla… Hasta hay una toma donde se destruye el campanario De la Iglesia del pueblo. Muere José Arcadio Buendía que ha estado disfrazado de Napoleón Bonaparte durante estos dos últimos capítulos.
CAPÍTULO 8: TANTAS FLORES CAYERON DEL CIELO
Aparece la nueva generación de Buendía: los niños que empiezan a poblar la casa. Muere José Arcadio Buendía, asesinado por su conviviente, Rebeca. La voz en off reescribe el texto original: «Frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». En vez de continuar diciendo «por aquel entonces Macondo era una aldea de veinte casas de barro y caña brava», la voz aumenta lo siguiente: «volvió a verse muy niño, con pantalones cortos y lazo en el cuello, y pensó José Arcadio Buendía que en ese momento estaba pensando en él, bajo la madrugada lúgubre del castaño». La primera temporada concluye con la revolución armada de Aureliano que promete ser más violenta de lo que ya hemos visto.
EN AGOSTO NOS VEMOS
Pier Paolo Pasolini dice, en su artículo «Gabriel García Márquez, un escritor indigno», que es ridícula la categoría de obra maestra de Cien años de soledad:»Se trata de la novela de un guionista o de un costumbrista, escrita con gran vitalidad y derroche de tradicional manierismo barroco latinoamericano, casi para el uso de una gran empresa cinematográfica norteamericana (si es que todavía existen). Los personajes son todos mecanismos inventados- a veces con espléndida maestría- por un guionista: tienen todos los «tics» demagógicos destinados al éxito espectacular». Resulta que ese gran empresa norteamericana de la que hablaba Pasolini en 1973 es NETFLIX en el 2024, y la serie conserva esos tics de la espectacularidad.
La serie rompe dos mitos en la discusión cine versus literatura. La logofilia (el culto a la obra literaria) es desplazada por la iconofilia (el amor por la imagen). La obra literaria ya no está en un pedestal. En la era del streaming la obra audiovisual puede estar a la altura de cualquier obra adaptada de la literatura. Aquel mito que pregonaba que el director audiovisual debía poseer el mismo estatus monumental del autor literario también se viene abajo. Mike Newell (El amor en los tiempos del cólera), Arturo Ripstein (El coronel no tiene quien le escriba), Francesco Rossi (Crónica de una muerte anunciada), Ruy Guerra (Eréndira), entre otros, no tienen el mismo porte del Premio Nobel de Literatura de 1982. El cineasta Rodrigo García Barcha, acompañado de su hermano, rompe el tablero del debate. Jamás se había previsto que sean los representantes legales quienes lideren la adaptación. Era un punto de giro realmente inesperado para quienes hemos estudiado toda la vida las relaciones «peligrosas» entre cine y literatura. Rodrigo supervisa el trabajo de dos experimentados directores: el colombiano Alex García López, con amplia experiencia en Estados Unidos (The Witcher, The Punisher y The Acolyte) que dirige cinco episodios, y Laura Mora (Pablo Escobar: El patrón del mal) que dirige tres capítulos.
Para el mes de agosto de 2025 NETFLIX promete una segunda tanda de capítulos. Se le agradece a los productores por haber dado a conocer a toda una pléyade de actores y actrices de primer orden que lograron ponerle rostro a algo que parecía imposible de ser adaptado. Cien años de soledad no es una obra maestra pero perdurará por sus indudables valores cinematográficos muy independientes del texto literario. Al principio el intelectual va a renegar de ella pero terminará absorbiendo el palimpsesto audiovisual. Los personajes terminan por ser aceptados y hasta provocan querencia o simpatía. Otro aspecto técnico que acaba colándose por los oídos es la música. Aspecto notable, no solo la inclusión de canciones tradicionales a lo largo de toda la banda sonora, sino la música incidental de Camilo Sanabria, escrita originalmente para la serie. Enhorabuena por el cine latinoamericano: las estirpes condenadas a cien años de soledad parece que sí tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.
La novela Pedro Páramo, sobrepoblada de aparecidos, publicada por Juan Rulfo en 1955, es una obra esencial, según los manuales de literatura universal. Traducida a casi medio centenar de lenguas, incluyendo el náhuatl, es una de las precursoras del llamado boom latinoamericano. Sobre ella Carlos Fuentes dijo: «“Es la mejor novela que se haya escrito jamás en México, no es una novela mexicana, es hispanoamericana, es una gran novela de la lengua española y es universal”. Su importancia radica en su tono poético y su estructura fragmentaria, un verdadero parteaguas de la narrativa latinoamericana que ha fascinado durante décadas a algunas generaciones de lectores.
Con su exploración de la memoria, la muerte, y la existencia, Pedro Páramo influyó profundamente en autores como Gabriel García Márquez y consolidó a Rulfo como uno de los grandes innovadores literarios del siglo XX. Misteriosamente fue la única novela del fotógrafo, escritor y guionista, nacido en San Gabriel en 1917 y fallecido en el DF en 1986. Antes de Pedro Páramo ya había publicado el cuentario El llano en llamas (1953) y solo con ese libro (sobre todo por el relato «Diles que no me maten») le habría bastado para pasar a la posteridad, pero la historia de un pueblo fantasma llamado Comala, se quedaría para siempre enraizado en la memoria de la literatura elevando a Rulfo al estatus de leyenda.
Con la decisión corporativa de NETFLIX de adaptar una novela tan compleja, se abre una nueva era en las relaciones entre cine y literatura que parece tener el eslogan «Todo puede ser adaptado, no hay texto imposible». La publicidad inunda las redes y hasta Martin Scorsese aparece dando una masterclass sobre esta obra cierta de su colaborador técnico más cercano (Prieto es su fotógrafo de confianza). No es que Scorsese sea generoso con su compañero de industria, de seguro tiene contrato con NETFLIX para promocionar Pedro Páramo. Después de todo estamos hablando de la corporación que le produjo The Irishman, título que Prieto fotografió.
NETFLIX (al igual que competidores como MAX o APPLE) busca expandir territorios y se ha tomado en serio el atender las necesidades de consumo de América Latina produciendo enlatados justos y necesarios como el que nos ocupa en esta reseña. Lo que diferencia a NETFLIX de la competencia es que parece haber encontrado un nicho en la literatura latinoamericana con Pedro Páramo y con la adaptación que está por estrenarse de la novela magna de Gabriel García Márquez. Si vemos cuidadosamente la parrilla de la plataforma nos encontraremos (sólo por dar un ejemplo) con una pléyade de películas de animación japonesa que ya de por sí forman un mercado muy vasto. Géneros y subgéneros tienen sus títulos y hasta bloques temáticos. Cada región es tomada en cuenta por los tiburones empresariales de esta plataforma que no deja de crecer a un ritmo exponencial que recuerda al de Google. El precio que debe pagar el cinéfilo serio es incómodo: todas las series de NESFLIS, como le dicen los adolescentes de ahora, lucen muy parecidas no sólo en la sintaxis cinematográfica sino también en la puesta en escena. Habrá que analizar en algún momento si este mayoreo es beneficioso o perjudicial y si hay series o películas que son la excepción.
La lección de negocios que deja esta producción mexicana es elemental: cada vez más se acorta la brecha entre el medio escrito y el audiovisual. Esa contraposición entre fenómeno literario y adaptación audiovisual, marcada por la palabra versus, es cada vez más inexistente. «Libro versus filme» es una discusión que se ha quedado en el terreno de los diletantes. En 129 años el séptimo arte ha aprendido que solo puede ser fiel a sí mismo y que la única forma de adaptar un libro es traicionándolo. De a poco se va eliminando esa actitud de poner al texto literario por encima de lo cinematográfico. Palabras como inadaptable, difícil, árido que se le endilgaban a un libro de compleja adaptación se escuchan cada vez menos.
La primera adaptación a la gran pantalla fue realizada por el hispano-mexicano Carlos Velo (1909-1988) en el año 1967, con las actuaciones de John Gavin e Ignacio López Tarso, con guion del mismo Velo, Manuel Barbachano Ponce y el novelista Carlos Fuentes. Esta adaptación, considerada a menudo imperfecta, aportó un importante registro visual que tradujo las complejidades del texto literario al cine haciendo énfasis en la polifonía, en ese conjunto de voces que se escuchan en off. Con una fotografía en blanco y negro, y un enfoque surrealista y experimental, Velo capturó la atmósfera etérea y enigmática de Comala, abriendo camino al cine latinoamericano para adaptaciones más audaces, como la que vamos a analizar, y demostrando el potencial de la literatura en el cine latinoamericano. El filme de Velo empezaba con un epígrafe de Calderón de la Barca que enfatizaba el carácter onírico de la adaptación: «Idos, sombras, que fingís hoy a mis sentidos muertos cuerpo y voz, siendo verdad que ni tenéis voz ni cuerpo que, desengañado ya, sé bien que la vida es sueño». Desde la inserción de estos versos la intención queda evidenciada: el filme firma su filiación con la literatura y con esos personajes que son sombras idas en busca de un cuerpo y una voz.
Las otras dos adaptaciones fueron Pedro Páramo: El hombre de la medialuna (1978) de José Bolaños y Pedro Páramo (1981) de Salvador Sánchez, filmes que este cronista no ha podido ver aún. Dignos de mención son los documentales Del olvido al no me acuerdo (1999) y Cien años de Juan Rulfo (2017) de Juan Carlos Rulfo, nieto del escritor.
Rodrigo Prieto (México, 1965), reconocido principalmente por su carrera como cinematógrafo, ha trabajado junto a directores de renombre como Martin Scorsese en El lobo de Wall Street, El irlandés, y Silencio, y con Alejandro González Iñárritu en Amores perros y Babel. Con cuatro nominaciones al Oscar, Prieto se ha forjado una reputación por su dominio de la luz, el color y las composiciones que transmiten profundidad emocional. Este bagaje cinematográfico ha sido más que suficiente para asumir el reto de dirigir la nueva adaptación de Pedro Páramo con una gran sensibilidad visual. Prieto sale avanti en traducir al lenguaje del cine una narración que reconstruye los abismos comalianos y, sobre todo, los murmullos de los muertos.
Adaptar una obra tan compleja como la de Rulfo siempre ha sido un desafío, y Mateo Gil, guionista del filme, lo abordó con respeto al carácter no lineal y fragmentado de la narración original. Su guion honra el desorden temporal (sobre todo en el primer acto), el flujo de recuerdos familiares y la superposición de voces que son esenciales para la experiencia novelística. El excelente oido de Rulfo que recrea la oralidad del Alto Jalisco se traduce en diálogos que en el libro están perfectamente armados y que resaltan por su espontaneidad y gran carga lírica. Los parlamentos se suceden una y otra vez de manera abundante. Ninguna línea sobra, como sucede en ese cuento magistral, publicado previamente, que es «Diles que no me maten». Cada cosa dicha, cada guion largo (o raya) tiene perfecta razón de ser a lo largo de cada folio de Pedro Páramo. Aquí hay que alabar el talento natural del escritor en lo referente a los diálogos, lo cual implica que casi todo lo que escuchamos en el filme es un producto rulfiano. La estructura abierta de Gil permite que el espectador se sumerja en el tiempo circular de Comala, logrando captar su esencia de manera fiel y resonante.
El texto original tiene 70 fragmentos con dos características: los constantes saltos cronológicos y el entramado de diversas historias que sólo pueden completarse durante el transcurso de la lectura. La novela tiene dos partes: la primera en la que los lectores somos llevados de la mano por el narrador Juan Preciado que nos sumerge en un mundo angustioso y tenso lleno de fantasmagorías; la segunda, cuando ese narrador nos sitúa en el tiempo desde el cual él narra (fragmento 37 y siguientes), punto en el que desaparece para dar paso a un narrador en tercera persona que tendrá una presencia pasiva. El gran problema para los guionistas es que, si bien es cierto Preciado sigue un orden cronológico en la narración que le corresponde, no ocurre lo mismo con las escenas que son interpoladas en ese presente narrativo: esto se ve en los recuerdos de los personajes que van apareciendo de la nada y de la inclusión del tiempo de Pedro Páramo. La lectura es aparentemente caótica pero en la segunda parte las historias empiezan a completarse y a aclararse. Esto es parte de la magia del texto y esa magia no está ausente en un filme que no exagera en su desordenamiento.
El gran acierto del guion es proponer el primer acto del filme con hechos desordenados a partir de la búsqueda del padre (esa telemaquia ancestral que viene desde épocas homéricas). El armazón del rompecabezas se da de manera paulatina. No se siente el desorden. Se lo percibe como un orden natural. En este sentido, la película es mucho más ordenada que su original literario. Juan Preciado empieza la narración de la misma forma en que arranca la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», recurso que la versión de Carlos Velo rechaza, ya que va directamente al diálogo entre la madre moribunda y su hijo. De fondo se escucha una pléyade de murmullos y la cámara enfoca una quebrada en la que se aprecian raíces secas. Luego la pantalla se funde a negro para seguir escuchando la voz en off que repite lo mismo que está en la primera página del texto literario. Esos murmullos se vuelven a escuchar (spoiler alert) en la escena final, en la que Pedro muere. Aquí bien vale la pena un dato rebuscado: el título original de la novela de Rulfo era Los murmullos que bien aplica a ese mundo de aparecidos y desaparecidos que es Comala.
La telemaquia (la búsqueda del padre) es el dispositivo narrativo de todo el primer acto que se mantiene hasta llevarnos a la segunda mitad que se concentra en el pequeño imperio forjado por el patriarca que da nombre a la historia. Muy particular es la referencia a las huestes revolucionarias que invaden Comala exigiendo financiamiento para la lucha armada. Exigencia a la que Pedro Páramo accede, pero que no es motivo para que su pequeño imperio de polvo se derrumbe. Páramo prosigue con su vida dictatorial en medio de la nada y pasa sus últimos años en soledad, tal y como le habría gustado a un personaje de Gabriel García Márquez. De hecho, en la novela se describe su fin en las últimas líneas: «Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras». Ese desmoronamiento constituye una poderosa imagen poética que Rodrigo Prieto no duda en transcribir tal cual con la poderosa visión final del cadáver del patriarca que se petrifica hasta convertirse en polvo, en nada. A su manera, Pedro Páramo también es una historia de amor contrariado: el idilio imposible entre Pedro y Susana San Juan, que también debe haberle interesado mucho al autor de Cien años de soledad.
Al final del primer acto el filme se apega a una linealidad necesaria que se parece a esa lucha entre la luz y la oscuridad, con una iluminación Rembrandt en la que la una vela o una lámpara Petromax constituyen la única fuente de luminosidad. Así como la película se debate entre lo antilineal y lo lineal, así también las sombras luchan contra la luz. Las escenas filmadas en exteriores y de día constituyen una anomalía ya que la historia es tan tenebrosa que el ojo del espectador ya se ha acostumbrado a tanta tiniebla. En algunos momentos de la narración parece que la trama se ilumina completamente, pero solo para volver a caer en las tinieblas que es parte inherente de la geografía comaliana. No olvidemos que el director es el mismo que fotografió para Scorsese Killers of the Flower Moon.
Para esta perspectiva pictórica, Prieto delega la dirección de fotografía a Nico Aguilar la cual es uno de los mayores aciertos del filme. Da la impresión que se han basado en las fotografías (no olvidemos que fue autor de una celebra obra gráfica) que Rulfo tomó de la región de Alto Jalisco donde se desarrolla la trama de su novela. Con encuadres inusitados y perspectivas sorprendentes (los planos cenitales repentinos son de antología), Aguilar dota de vida y presencia a una Comala espectral. El uso constante del claroscuro subraya la atmósfera de un pueblo fantasma, mientras que las sombras y los destellos de luz natural dibujan los contornos de un mundo donde la muerte se fusiona con la vida y el pasado con el presente. La más memorable escena es aquella en la que Juan Preciado es expulsado de la casa de Eduviges Dyada porque el piso se convierte en un mar de lodo. Es como si la tierra fuese un útero que expulsa a un hijo. La mujer que se le aparece en sueños está hecha de lodo y constituye una notable visión neobarrosa. La escena (prolija en efectos visuales) va mucho más allá de lo narrado por Juan Preciado: «El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra y envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo».
La música compuesta por Gustavo Santaolalla añade una capa profunda a la experiencia cinemática. Santaolalla fusiona tonadas del folclor mexicano con música sinfónica incidental, logrando un contraste que evoca la nostalgia, el dolor y la mística de un pueblo periférico. La banda sonora no solo acompaña, sino que guía al espectador a través de los ecos del tiempo y el dolor que habitan en cada rincón de la historia. Incluso se toman melodías populares que ya están en la obra original, como aquella citada por Rulfo: «Mi novia me dio un pañuelo/ con orillas para llorar», y a estos dos versos acompaña la siguiente reflexión: «En falsete. Con si fueran mujeres las que cantaran». Tan importante es esta indicación que Santaolalla se la toma al pie de la letra insertando en la secuencia de créditos una femenina voz lastimera a capela que sirve como excelente colofón de este filme.
Mención especial merece el actor Manuel García-Rulfo (emparentado lejanamente con el autor de Pedro Páramo), de larga trayectoria en producciones norteamericanas (The Lincoln Lawyer), y que con su interpretación del personaje de Pedro Páramo le imprime una magnética presencia al filme. Por algo NETFLIX le permite ser uno de los productores ejecutivos de la película.
La dirección de arte y el diseño de producción merecen reconocimiento aparte por presentar espacios vetustos donde la piedra habla de manera ancestral con el desierto, las ruinas y hasta el mar que aparece una sola vez. Los escenarios ruinosos de estilo neo-gótico más los paisajes desérticos y desolados evocan el paso del tiempo y la desolación de Comala. Los interiores, iluminados con luz natural, generan una intimidad visual que refuerza la soledad de los personajes y la decadencia de esa geografía de inframundo. Cada detalle, desde el polvo flotante hasta las texturas envejecidas de las paredes, contribuye a una experiencia sensorial que enriquece la narración audiovisual.
El logro del debutante cineasta Prieto es innegable: 69 años después de la publicación de la novela, ha conseguido la adaptación que, si no es la definitiva de Pedro Páramo, por lo menos será la brújula de las que están por filmarse. El fotógrafo favorito de Scorsese muestra cómo el lenguaje cinematográfico puede dialogar con la literatura de manera genuina, convirtiendo su filme en una obra imprescindible en la historia del cine latinoamericano. Hay que agradecer a los suscriptores de NETFLIX que han financiado este correcto filme previo al anunciado estreno de Cien años de soledad el viernes 13 de diciembre. Es temporada de caza literaria en la plataforma de streaming de moda. Nos vemos en Macondo.
El juego del bingwatching en la era post-fandom. Gore. Snuff. Slash films. Manga. Animé. Reciclaje de los juegos de supervivencia del cine gringo. De la misma cultura que nos trajo el k-pop vienen los juegos del hambre coreanos.
El juego del calamar es sólo eso, un juego ligero y de mínima cuantía audiovisual. Lo único interesante es que ya no hay que mirar a Occidente para recibir las referencias intertextuales. Esta vez la plataforma post-capitalista de Netflix nos obliga a mirar hacia el reino del K-Pop. Mientras grupos como BTS y Black Pink reciclan la estética de la cultura pop de los años 90, los del calamar juegan a poner en el microondas cultural referencias manga y animé. Dicho a la pasada: no debe asombrarnos que una sitcom como la que nos ocupa ahora sea tan vista y comentada. El género del K-drama tiene su masa de adeptos en todas partes. Las telenovelas coreanas (también disponibles en Neflix) ya tenían sus fans antes de la pandemia.
Si bien los juegos de supervivencia tuvieron su auge en el cine norteamericano (Juegos del hambre y Saw son apenas dos botones de muestra), es Oriente quien ha buscado desarrollar más esta tendencia, sobre todo en la animación estática (manga) o móvil (animé).
Sólo habría que ponerse a revisar los lugares comunes visuales de la serie de moda que son evidentes: la estética del gore y de las snuff movies, además de los slash films.
El diagnóstico de este crítico apunta a esto: el modo fan está cada vez más difundido, la microvisión (más que cosmovisión del fanático) cada vez lo copa más y más desautorizando cualquier práctica cinéfila tradicional.
Lo vigente es eso: el audiovisual lo define el fan, ese tirano de las interacciones consumistas. Se habla ya de una narrativa post-fandom que implica que todo lo que vemos está escrito en modo fan, es decir, carente de la seriedad dramatúrgica del pro. Esto se lo puede demostrar en cualquiera de las franquicias tipo Star Wars. Vemos una docena de personajes cuyas subtramas no están bien orquestadas. Se recurre a personajes estereotipados que están allí como pirotecnia. Una y otra vez se recurre a una gráfica violencia de cómic-snuff-slash que resulta un recurso agotado y agotador dentro de la trama.
El último capítulo es el que mejor ilustra ese toque de fan fiction que tiene toda la serie. Hagamos un pequeño inventario de la excesiva falta de imaginación: el enfrentamiento final entre los dos amigos de la infancia, la reaparición del viejo moribundo que resulta ser el master mind de todo el juego (verdadero truco barato de guionista), el maletín lleno de dinero que es entregado a la madre de uno de los participantes muertos, la obsesión del protagonista por regresar al juego. Todos estos artificios narrativos son válidos si los vemos desde el punto de vista de un guionista principiante. Es la estilística de cualquier franquicia: está la impronta del receptor, como si los consumidores decidieran cómo resolver cada uno de los aspectos que aparece en pantalla.
Si la pandemia nos regaló una serie enmarcada dentro de lo clásico, como sucedió con Queen´s Gambit, la post-pandemia nos está imponiendo un producto que está más cerca del mundo zombie que nos dejó el coronavirus. Las dos están promocionadas como “las series más vistas de Netflix”, pero con toda seguridad serán destronadas en cualquiera de los futuros posibles.
Estos productos generan audiencias que operan a la manera del fan. El comentario viral (que antes se decía el «boca a boca») y la admiración hacia este tipo de narraciones audiovisuales provoca un culto amateur. Son las nuevas cinefilias. El post-cine (todos esos filmes marcados por la tecnofilia) ya no se disfruta únicamente en la pantalla de un cine. Se ha empequeñecido para caber en pequeñas pantallas donde se transmiten las series y películas de Netflix. Se agradece este gesto más que posmoderno que hace que transitemos del medio al hiper-medio.
La figura del amateur ha ido desapareciendo para dar paso a la del fan que todo lo sabe sobre un tema específico de la cultura de masas. El mejor ejemplo de la entronización del fan es The Big Bang Theory, con personajes que durante doce temporadas se dedican a pontificar sobre todos los temas vigentes de la cultura pop contemporánea. El amateur pretendía saber sobre determinados temas. El fan domina todos los temas que saldrán a colación en cualquier red social, incluyendo la mensajería instantánea de WhatsApp. Social media es el único espacio en el que el fan puede presumir de lo que sabe: escribe, opina, corrige, aumenta, descalifica, destruye a cualquiera que aparente saber menos que él. Después de todo no hay que perder de vista que es un juego de apariencias.
Los espectadores de la era post-fandom necesitan sentirse parte de la comunidad que ve este tipo de series. Arrojados a una narrativa transmedia en la que deben saltar de una página web a otra, de TikTok a Instagram, de una serie a otra, de Facebook a Twitter, sin más mediación que la del murmullo de la pantallósfera, son los habitantes de este espacio en el que todos se creen expertos en todo y se atreven a opinar de cualquier tema. Las sub-culturas post-fandom hacen de cada producto audiovisual adorado algo personal. Internalizan cada producto de moda hasta incorporarlo a la subjetividad. Estos productos (llámense El juego del calamar o Alice in borderland) proveen a estas cofradías recursos simbólicos para administrar la cotidianidad, se convierten en eventos importantes de la biografía personal y permiten la construcción de la identidad digital.
Este es otro mal, mucho más virulento, pero con el cual tendremos que convivir para siempre: las plataformas están formateadas por el modo fan, es decir, del aficionado joven (o con alma de joven) que moldea los productos audiovisuales a su imagen y semejanza. Escribo esto un día antes del DC FanDome 2021 que se publicita con estas frases: «Manténte atento a nuestras redes para obtener más detalles». Se pide además que los fanáticos vayan haciendo bingwatching con títulos como La Liga de la Justicia, Aves de presa o El caballero de la noche. La invitación no puede ser más evidente: «Calentamiento de un DCnauta porque un verdadero fan se prepara». Eso es verdad. Se prepara como si fuera un profesional, un sabio de su área de conocimiento que es el mundo del cómic y sus productos aledaños.
Debe estar conectado para enviar un comentario.