«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para julio, 2025

THE BEAR, LA CONJURA DE LOS CHEFS NECIOS, ES EL MEJOR SERIAL DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

En el saturado universo del streaming, pocas series han logrado la alquimia ideal entre autenticidad, tensión dramática y excelencia técnica como The Bear, disponible en la plataforma Disney Plus. La creación de Christopher Storer para FX no es otra serie sobre cocina; es un fenómeno televisivo que ha redefinido tanto la configuración mental del público como los estándares de la industria. Con 23 nominaciones al Emmy para su segunda temporada, rompiendo el récord histórico de series de comedia, y 11 premios Emmy ganados en 2024, The Bear se ha consolidado como una fuerza que transforma el panorama audiovisual contemporáneo.

El audiovisual gastronómico ha explorado diversas aproximaciones narrativas a lo largo de los años. Películas como Burnt (2015), con Bradley Cooper, apostaron por el drama del chef torturado en busca de la perfección michelin, mientras que No Reservations (2007), remake de un filme alemán, con Catherine Zeta-Jones, creó un romance intercultural para recrear la tensión entre vida profesional y personal en la alta cocina. Bella Martha (2001), antecesora alemana del filme que protagoniza la esposa de Michael Douglas, exploró territorios similares con mayor sensibilidad europea, y The Hundred-Foot Journey (2014) construyó otro relato intercultural donde la gastronomía servía como puente entre tradiciones.

The Bear se distingue inapelablemente de estos precedentes al abandonar la glorificación de la cocina gourmet. Mientras sus predecesoras cinematográficas se enfocaban en restaurantes de elite o situaciones románticas, Storer sitúa su narración en The Original Italian Beef of Chicagoland, un establecimiento de clase trabajadora donde la supervivencia económica está por encima de la aspiración culinaria. Esta decisión guionística transforma el subgénero: ya no se trata de la búsqueda de estrellas Michelin, sino de mantener las puertas abiertas un día más. Llegar al fin de mes, como decimos en mi barrio. 

La serie ha revolucionado el audiovisual gastronómico en múltiples dimensiones, tomando en cuenta la gran oferta de realities como Master Chef. Primero, introdujo una veracidad documental en la representación del trabajo en la cocina que contrasta dramáticamente con las fantasías estilizadas del subgénero. La claustrofobia, el estrés temporal, la presión económica y la dinámica de supervivencia laboral se presentan sin filtros romanticones, todo en el Chicago del primer cuarto del siglo XXI.

Segundo, The Bear incorporó el trauma intergeneracional y la salud mental como elementos estructurales de la narración, y no como subplot melodramático. El suicidio de Michael, hermano de Carmy, se convierte en el catalizador emocional que impregna cada episodio, transformando la cocina en un espacio de duelo, memoria y redención.

Tercero, la serie fue pionera en la representación auténtica de la cultura de trabajo de clase obrera en Chicago, incorporando dinámicas raciales, económicas y sociales que raramente aparecen en producciones gastronómicas del mainstream.

La dirección de arte de The Bear merece reconocimiento particular por su meticuloso realismo. El diseño de producción de Merje Veski recrea con precisión obsesiva un restaurante familiar en decadencia: las paredes manchadas, los equipos desgastados, la iluminación industrial despiadada que no oculta imperfecciones. Esta estética anti-glamour funciona como declaración ideológica: la belleza emerge de la autenticidad, no del artificio de un look de Instagram.

La puesta en escena de directores, como Joanna Naugle, privilegia planos cerrados y movimientos de cámara que replican la claustrofobia de trabajar en espacios reducidos. Los encuadres dinámicos durante las secuencias del servicio generan una tensión visceral que trasciende la pantalla, convirtiendo al espectador en participante involuntario del caos que corresponde a un laboratorio culinario.

La dirección de fotografía emplea paletas saturadas pero sucias, privilegiando los amarillos institucionales y los azules industriales que refuerzan la atmosfera de precariedad económica. Esta decisión visual distingue The Bear de las representaciones pulcras y asépticas tradicionales del género. No parece televisión. Luce más como cine documental. 

El diseño de las atmósferas sonoras de The Bear constituye probablemente la innovación técnica más significativa. La ausencia de música incidental durante las secuencias de cocina intensifica la inmersión documental, permitiendo que los sonidos orgánicos del trabajo culinario —el siseo de las planchas, el golpeteo de cuchillos, las órdenes emitidas con voz al cuello— construyan la banda sonora emocional.

Cuando la música aparece, lo hace con un propósito narrativo específico. Las selecciones musicales, que incluyen desde punk rock hasta jazz experimental (qué caro les debe haber salido a los productores financiar los derechos de tan privilegiado cancionero), funcionan como caracterizaciones indirectas y comentarios sociales, nunca como notas a pie de página o simple ambientación. Me he cansado ya de contabilizar la cantidad de canciones tan bien escogidas que dialogan con momentos precisos de la trama.

En este punto de mi crítica debo consignar en un párrafo las portentosas cameo appearences de la serie: Jamie Lee Curtis (como la mamá de El Oso), Olivia Colman (como la Queen master chef), Bob Odenkirk (como el tío Lee), Josh Hartnett, el luchador John Cena y Sarah Paulson. También están los actores secundarios, ya que no todo gira alrededor de El Oso que es el personaje principal, interpretado por Jeremy Allen White, y que da nombre al restaurante de la primera temporada. El coro de personajes cautivantes logra desarrollar su agenda narrativa asignada en menos de treinta minutos (eso es lo que dura la mayoría de los episodios) hasta 60 o 70 minutos (que es lo que duran los capítulos especiales). Cada miembro de la cocina de The Bear ha recibido premios o nominaciones por interpretar a personajes redondos, humanos, definitivamente interesantes por la tensión constante en la que se hallan envueltos y su interacción con los demás. El reparto fascina en todo momento porque son caracteres que se muestran tan frágiles como genuinos: Molly Gordon como Claire, Abby Eliot como Natalie, Oliver Platt como el tío Jimmy, Lionel Boyce como el repostero Marcus, Edwin Lee Gibson como Ebraheim y la entrañable Liza Colón-Zayas como Tina. 

Jeremy Allen White, un grandísimo actor de pequeña estatura, entrega una actuación de extraordinaria complejidad como Carmen “Carmy” Berzatto. Su interpretación trasciende la típica caracterización del chef genio atormentado para explorar territorios más vulnerables: la ansiedad, el duelo no procesado, la condición de desadaptado social fuera de la cocina, y en la temporada 4 un tipo que quiere dejar de cocinar porque siente que ha alcanzado la cima de su arte o que ya no puede más. El multipremiado White logra que Carmy sea al mismo tiempo competente profesionalmente e incompetente emocionalmente (ver la relación sentimental fallida con Claire) creando un protagonista humano, demasiado humano.

La incorporación de la también premiada Ayo Edebiri, como Sydney, a partir de la segunda temporada representa un acierto especial de casting. Edebiri construye un personaje que equilibra ambición profesional genuina con ingenuidad emocional, evitando tanto la caricatura de la “estudiante aplicada” como el cliché de la “rival competidora” (ver la oferta de trabajo que rechaza en un restaurante mejor financiado que está por abrirse en la temporada 4). Su química interpretativa con White genera una dinámica mentor-discípulo que evoluciona orgánicamente hacia una partnership profesional auténtica.

Ebon Moss-Bachrach como Richie “The Cousin” aporta la interpretación más matizada de la serie. Inicialmente presentado como el alivio cómico agresivo de manual, Moss-Bachrach desarrolla las capas de vulnerabilidad, lealtad familiar y resistencia al cambio que convierten a Richie en el núcleo emocional del restaurante. Su evolución a lo largo de las cuatro temporadas —especialmente durante su experiencia en el restaurante de cinco estrellas a partir de la tercera— demuestra un rango interpretativo de excepción.

Los guiones de The Bear privilegian el diálogo naturalista (a lo Robert Altman) por encima de la exposición verbal artificial. Los escritores, muchos con experiencia gastronómica real, construyen conversaciones que fluyen con la jerga auténtica y los ritmos de comunicación oral de cocinas comerciales. Esta autenticidad lingüística (más de documental que de ficción) refuerza la verosimilitud que atraviesa toda la serie.

Estructuralmente, cada temporada funciona con un arco dramático completo que casi siempre contiene una narración colectiva por encima de la transformación personal. Los episodios que se dedican a un solo personaje frecuentemente operan como estudios de carácter intensivos, explorando backstories que se agradecen porque enriquecen la comprensión de todo el ecosistema humano del restaurante.

The Bear ha demostrado que las audiencias contemporáneas no son tontas, pues están perfectamente preparadas para narraciones complejas que no comprometen la autenticidad en aras de lo comercial. La serie ha probado la viabilidad comercial de historias centradas en la clase trabajadora, desafiando la hegemonía de los protagonistas refinados y sofisticados que son los que preponderan en el streaming premium (ese que te cuesta $ 15,99 al mes, según el último e-mail, titulado “Confirmation price change”, recibido por los implacables negociantes de Disney).

A nadie le es indiferente que The Bear ha establecido un nuevo estándar para la representación de la precariedad laboral en la televisión contemporánea. Al presentar el trabajo como fuente simultánea de identidad, trauma y redención, la serie ha expandido (y se le agradece) el repertorio narrativo disponible para futuras producciones.

Su impacto trasciende lo audiovisual: The Bear ha influido en las conversaciones culturales sobre salud mental, trauma intergeneracional y dignidad laboral, demostrando la capacidad del streaming para generar discusiones sociales que importan. En una era donde el contenido se produce masivamente para consumo inmediato (como en los restaurantes de comida rápida), The Bear representa la posibilidad de crear cocina televisiva de autor que perdura, transforma y eleva tanto el medio como a sus audiencias. Quien ve The Bear sale más inteligente de la experiencia. La serie ha demostrado, afortunadamente, que en el streaming contemporáneo, la autenticidad no es solo una opción estética, es la base de un platillo de slow food que verdaderamente vale la pena.

SUPERMAN (2025), UN FILME TIMORATO QUE NO AMPLÍA EL MITO

Desde su debut en Action Comics nº 1 (1938), Superman ha soportado (pobrecito) innumerables reinvenciones en el cine, cada una de ellas reflejo de la época que lo vio nacer. El hombre volador ha sido objeto de innumerables reinterpretaciones en los cómics, la radio, la televisión y el cine. Cada adaptación refleja las ansiedades y aspiraciones culturales de su época, desde el cruzado social de la era de la Depresión hasta el semidiós conflictivo posterior al 11 de septiembre. El más reciente filme de James Gunn (Saint Louis, Missouri, 1966), entra en este linaje con una propuesta audaz: ¿Puede una superproducción moderna reconciliar las raíces de la Edad de Oro del personaje con la narrativa contemporánea de superhéroes? La respuesta es una evolución que, aunque imperfecta, honra pero no amplía el mito.

Revisemos un poco la enciclopedia de DC Comics que tenemos a la mano. En la Edad de Oro (1938-1950) Superman era el campeón de los oprimidos. El Superman original de Jerry Siegel y Joe Shuster (por algo acreditados en esta nueva versión) era un impetuoso vengador social que luchaba contra políticos corruptos, señores de los barrios bajos y maltratadores domésticos.  Comparación con la película: El Clark Kent de Gunn trabaja en el Daily Planet con un renovado enfoque en el periodismo de investigación, canalizando el énfasis de los primeros cómics en la verdad y la justicia por encima del puro espectáculo. Cosa curiosa: Kent se autoentrevista, es decir, logra entrevistas exclusivas con Superman y las publica. Lois Lane (Rachel Brosnahan) encarna a la aguda e intrépida reportera de la Edad de Oro en lugar de un pasivo interés amoroso.

En la Edad de Plata (1950-1970), bajo la dirección del editor Mort Weisinger, Superman se convirtió en un símbolo de la ciencia ficción, adoptando y aceptando su herencia alienígena con la historia de la Fortaleza de la Soledad, la construcción del mundo kriptoniano y un código moral más correcto. Comparación cinematográfica: La película de Gunn se apoya en los elementos de ciencia ficción de Superman (por ejemplo, la tecnología kryptoniana, las amenazas alienígenas), pero evita la cursilería de la Edad de Plata poniendo sobre la mesa el concepto de los meta-humanos. La Fortaleza se reimagina como una fusión de la estética cristalina (cortesía de Donner)y el futurismo alienígena moderno.

En la Edad Moderna (1986-actualidad) en la llamada Post-Crisis de las Tierras Infinitas (te guiño el ojo, joven consumidor de cómics), el reboot de John Byrne (doble guiño), convirtió a Clark Kent en la identidad «real», mientras que historias de sagas como Kingdom Come y All-Star Superman exploraron su peso mítico.  El Superman de Gunn está más cerca del idealista benévolo del cómic (agrupado bajo el rótulo de All-Star Superman) que del forastero del Hombre de Acero de Zack Snyder; sin embargo, el Lex Luthor de la película (Nicholas Hoult) toma prestado el retrato que vemos de él en Birthright (12 números especiales que narran la historia del personaje antes de convertirse en Superman): un genio narcisista resentido por la superioridad moral de Superman.

Revisemos la humanidad con la que aporta Gunn al personaje. Tradicionalmente, la carrera periodística de Clark está poco desarrollada en las películas (a diferencia de cómics como Superman: Identidad Secreta). Innovación cinematográfica: El Clark de Gunn es un reportero activo, no sólo un disfraz chapucero. Su búsqueda de la verdad refleja el periodismo de investigación del mundo real, haciéndole sentir como un héroe tanto dentro como fuera de la capa.

La visión que Gunn nos entrega de Metrópolis también es distinta. Nos introduce a héroes como Hawkgirl (Isabela Merced) y el Linterna Verde Guy Gardner (un Nathan Fillion que se parece al Pedro Pascal de Wonder Woman), evocando la dinámica de comedia laboral de la época de la Liga de la Justicia Internacional (Gang Justice, en este filme).  Innovación cinematográfica: Al tratar a Metrópolis como un ecosistema vivo (detalle copiado de la Gotham de The Batman), Gunn establece un mundo en el que Superman no es el único héroe. Esto crea una nueva perspectiva para las películas de la franquicia.


El Luthor clásico es un científico loco (ver los cómics de la Post-Crisis) o un magnate similar a Donald Trump (ver la docena de números especiales de Birthright). El Luthor de Hoult es un híbrido, un disruptor al estilo de Silicon Valley que utiliza la desinformación como arma, reflejando los temores sociales a la oligarquía tecnológica (Musk) y la manipulación de los medios (Trump).

Muchas adaptaciones modernas (Superman: Red Son; Injustice) deconstruyen el idealismo de Superman. Innovación cinematográfica: La película de Gunn evita el cinismo y pondera lo naíf, demostrando que Superman puede ser inspirador e inseguro (ver la segunda escena post-créditos) sin socavar su heroísmo (una cuerda floja tonal que pocas versiones de acción en vivo han logrado).

El veredicto: ¿Amplía el Superman de Gunn el mito? Sí, pero con cautela. No se trata de una reinvención radical como «El Hombre de Acero», ni de un retroceso nostálgico como «Superman Returns». En su lugar, Gunn sintetiza décadas de historia del cómic en una visión cohesiva. La conciencia social de la Edad de Oro.  La maravilla de la ciencia ficción de la Edad de Plata.  La profundidad de los personajes de la Edad Moderna.

La mayor contribución de la película es su reafirmación de Superman como símbolo de esperanza en un mundo fracturado, sin ignorar las complejidades actuales, demostrando que el heroísmo old-fashioned aún puede significar algo.

Una vez hechas las comparaciones con el cómic, cerramos la enciclopedia de Diario El Universo y nos vamos a una comparativa cinematográfica. La más reciente entrega del héroe encapotado, es (ya lo tenemos claro) el último intento de modernizar al Hombre de Acero, pero ¿cómo se compara con las películas anteriores?

Examinemos la evolución de Superman en la pantalla –desde el serio idealismo de la era Donner hasta la melancólica intensidad de la versión de Snyder– y veamos dónde encaja (o no) la visión de Gunn.

Vamos con el idealista clásico, Richard Donner’s Superman (1978) y Superman II (1980). El Superman de Christopher Reeve sigue siendo la referencia: un héroe aspiracional (no estoy seguro que exista esta palabra en español) cuya bondad se percibe sin esfuerzo. Las películas de Donner equilibraban el espectáculo con la sinceridad del diseño de personaje, tratando a Superman como un mito moderno. El humor era bienvenido (los torpes secuaces de Lex Luthor), el romance atemporal (la cita voladora de Lois y Clark) y lo que estaba en juego era personal (Superman sacrificando sus poderes por amor en la secuela también firmada por Donner). Gunn se inspira claramente en el bookshow de Donner, particularmente en el retrato bonachón de Corenswet y el énfasis en la humanidad de Clark; sin embargo, mientras que las películas de Donner tenían una simplicidad de cuento de hadas, las de Gunn son más conscientes de sí mismas (self-conscious, dicen los gringos), añadiendo chistes metatextuales (ver a la prima Super Girl con resaca, en el tercer acto) y un ritmo más rápido en la narración que a veces socava la seriedad.

Vamos ahora con Superman III (1983) y Superman IV: En busca de la paz (1987). A medida que la franquicia avanzaba, se convirtió en una comedia absurda (la lucha del malvado Superman contra Clark en la tercera entrega) y en un sermón absurdo (el argumento del «desarme nuclear» en la cuarta). Estas películas perdieron de vista lo que hacía especial a Superman, convirtiéndolo en un chiste o un anuncio de servicio público. La película de Gunn evita en lo posible lo camp (categoría de Sontag que abarca lo extravagante, lo artificial, lo de mal gusto), pero parte del humor propuesto corre el riesgo de caer en la irreverencia al estilo de Los Guardianes, que no siempre encaja con Superman; por suerte, nunca llega a los niveles vergonzosos de Quest for Peace.

El ambicioso reinicio de Bryan Singer’s Superman Returns (2006) era un e-mail de amor a la versión de Donner, con Brandon Routh (quien nunca más apareció protagonizando un filme) canalizando los manierismos de Reeve. Pero su reverencia se convirtió en una debilidad: la trama era un refrito de Superman I, y su tono sombrío (Superman como un dios solitario) chocaba con el espíritu esperanzador de los originales. La película de Gunn es lo opuesto a Superman Returns: en lugar de mirar hacia atrás, avanza, adoptando una energía más contemporánea; sin embargo, ambas películas luchan por encontrar el equilibrio entre homenaje e innovación (dudo al escribir esta última frase).

El hombre de acero (2013), de Zack Snyder fue un rechazo deliberado al idealismo de Donner. El Superman de Henry Cavill era un forastero conflictivo, y el clímax de la película -Metrópolis en ruinas- provocó un debate sobre los daños colaterales de los superhéroes en un mundo post-9/11. El Superman de Gunn es una corrección directa del rumbo de Snyder. Mientras que Snyder favorecía el peso filosófico y la melancolía visual, Gunn opta por la ligereza y el color; sin embargo, ambos comparten un defecto: la película de Snyder era demasiado sombría, la de Gunn a veces demasiado simplista como el sector electoral que votó a Trump como presidente.

Una vez hechas las comparaciones con el cómic y con las predecesoras cinematográficas, hablemos de los puntos negativos de la más reciente Superman. La película debió haber sido un renacimiento triunfal del héroe emblematico de DC Comics, pero resulta un espectáculo desordenado y de tono desigual que no sabe si es un estudio de personajes, una comedia graciosa o un festival turbador de CGI; creo que al final fracasa amenamente en las tres cosas.

David Corenswet es un buen actor (ojalá quieran contratarlo en otros filmes), pero su Clark Kent parece más una plastilina anodina que un personaje diseñado de manera redonda. Consigue a medias el encanto de un personaje despreocupado, pero carece de la seriedad necesaria para vender el peso moral de Superman. Su química con la Lois Lane de Rachel Brosnahan es aceptable (a secas), pero su romance se desarrolla con toda la profundidad de una telenovela de Hallmark. Brosnahan, que suele tener una presencia magnética (sugiero verla en The Wonderful Mrs. Maisel), está desaprovechada en un guion que reduce a Lois a ocurrencias expositivas y momentos clásicos de damisela en apuros.

El Lex Luthor de Nicholas Hoult es la mayor decepción de la película: un arrogante tecnólogo de una sola nota (quizá Sol sostenido) cuya villanía carece de amenaza o intriga (algo que sí se desarrolla en las interpretaciones de Gene Hackman, Jesse Ei Real Madridssenberg y Kevin Spacey). En vez del astuto mastermind hay aquí una caricatura genérica de Silicon Valley que monologa sobre la «evolución humana» sin llegar a ser realmente peligroso.

El humor característico de Gunn, tan eficaz en Guardianes de la Galaxia, está totalmente fuera de lugar aquí. Los chistes socavan los momentos dramáticos, convirtiendo lo que deberían ser momentos emotivos en chistes incómodos que parecen escenas eliminadas de Deadpool. Y, lo que es peor, Gunn introduce demasiados personajes secundarios (Hawkgirl, Green Lantern, Mister Terrific) que no aportan nada más que desorden; se lo nota desesperado al gerente del filme por dejar envitrinada una franquicia en lugar de contar una historia cohesiva. Sí, sé que ya dije párrafos atrás que estos personajes adicionales le dan a Metrópolis un aire de «Superman no es el único héroe aquí», pero no le alcanza a Gunn para llegar a recrear ese espíritu colaborativo que sí existe en la franquicia de la competencia.

Las secuencias de acción son técnicamente vistosas (lo menos que se puede esperar de tan cara franquicia) pero emocionalmente vacías. Una caótica batalla en el tercer acto en Metrópolis se convierte en otro borrón de destrucción cortesía del CGI, muy al estilo de El hombre de acero de Zack Snyder, pero con más relleno audiovisual. Los intentos de la película por tratar temas más profundos (periodismo, xenofobia, poder) se quedan a medio camino, planteados y abandonados en cuestión de segundos.

Superman (2025) es un ameno fracaso, bien gerenciado (ya el cine no se dirige, se gerencia); una película tan desesperada por evitar los errores de las anteriores de DC que olvida aquello que hace que Superman sea tan convincente. La hiperactiva gerencia de Gunn (quien nunca será Lynch o Scorsese) y su desordenado guion ahogan cualquier motiv bajo un diluvio de humor forzado (¿Super Girl borracha?). No se trata de una nueva visión audaz, sino de un producto corporativo disfrazado de reinvención.

Párrafo aparte merece el perro Krypto que resulta el gran aporte del filme. La interacción entre la mascota y su amo (aunque él diga que se lo dieron a cuidar) resulta el elemento más agradable (ver la hermosa primera escena post-créditos). El can convierte a este un filme familiar, más aún por la capa roja que cubre al animal y el grado de participación que tiene en momentos cruciales de la trama.

La música es también un elemento por tomar en cuenta. El homenaje constante que se hace al motivo principal de la música original de John Williams es una manera de vincular este Superman con el filme de 1978. Es una versión heavymetalera de esa armonía primigenia que convierte el motivo musical de Williams en un riff que resuena a lo largo de la banda sonora. Mención especial merece la invención de la banda The Mighty Crabjoys que tiene una participación importante en el soundtrack (la letra de la canción es de co-autoría del travieso James Gunn). También se hace notar la banda sueca Teddy Bears y su canción, que aparece al final en la secuencia de créditos, «Punkrocker», con Iggy Pop como invitado especial. Todo este párrafo para saludar los aciertos de siempre en la parte musical cuando James Gunn gerencia un filme.

Superman, en conclusión, se sitúa entre la sencillez de Donner y el toque de pastiche de Snyder, con resultados desiguales. Es cierto que recupera la esperanza de los clásicos (ya hicimos el parangón con Donner), pero le cuesta equilibrar el humor con lo que realmente está en juego (el máximo mito de la cultura de masas). El Superman de Gunn, con calzones rojos talla L (guiño a Cristopher Reeve y Kirk Alyn) y un broche de velcro en la nuca, no es, afortunadamente, la versión definitiva, pero es un paso en la dirección correcta. Si las películas futuras pueden refinar su tono, este podría ser el comienzo de una nueva era digna de la franquicia.