«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para octubre, 2025

CÓMO ANALIZAR UN TEXTO PUBLICITARIO DESDE LA SEMIÓTICA Y NO MORIR EN EL INTENTO

(Esquema válido para spots, vallas, anuncios, etc.)

Modelo elaborado por Marcelo Báez Meza

La publicidad, ese universo de signos que nos asedia cotidianamente desde vallas, pantallas y páginas impresas, constituye uno de los fenómenos más complejos y fascinantes de nuestra semiósfera. El análisis del mensaje publicitario representa un desafío hermenéutico de primer orden: se trata de descifrar un palimpsesto donde confluyen la retórica clásica, la lingüística estructural, la teoría de la comunicación y la psicología social. El modelo que propongo no es un simple inventario de técnicas analíticas, sino una caja de herramientas semióticas que nos permite penetrar en las capas sucesivas de sentido que toda imagen publicitaria esconde bajo su aparente transparencia. Porque la publicidad, ese arte menor que algunos desdeñan, es en realidad un laboratorio perfecto donde observar cómo funciona la producción de significado en nuestra época: ahí están Saussure, Peirce, Jakobson y Genette, conviviendo en treinta segundos de spot televisivo o en los pocos centímetros cuadrados de un anuncio impreso. Lo que sigue es un mapa para navegantes en el océano infinito de los signos comerciales.

1.- IDENTIFICAR SIGNIFICANTE Y SIGNIFICADO. En publicidad el significante siempre será el producto, no la marca. Ésta última no entra en una interpretación semiótica. Por ejemplo, en una publicidad de Chanel No. 5, el significante no es Chanel No. 5. El significante es perfume. El significado viene a ser todas las cualidades o bondades del producto, todas aquellas cosas que nos invoca. Toda la publicidad (incluyendo significante y significado) vendría a ser el equivalente del signo lingüístico.

Este enfoque proviene de la Lingüística, madre de la Semiótica. El lingüista francés Ferdinand de Saussaure, en la primera década del siglo XX, jamás se imaginó que su enfoque de significante/significado iba a ser aplicado a la publicidad. 

2.- Trabajar con los tres modos de relación del lingüista Terence Hawkes. Estos modos son el icónico, simbólico e indicial. 

EL MODO ICÓNICO implica detectar en la publicidad todo aquello que es imágenes, gráficos, iconos. Todo lo visual debe ser detectado. En este plano hay que hablar del icono del producto, icono de un rostro, icono de un paisaje, etc. 

EL MODO SIMBÓLICO implica detectar en la publicidad escogida todo aquello que tenga valor simbólico. El icono de una paloma puede ser el símbolo de la paz. El icono de un sol resplandeciente en un horizonte es el símbolo de la felicidad. Acotación: hay iconos que pueden ser símbolos. De hecho, todo símbolo es icónico por ser eminentemente visual.

EL MODO INDICIAL implica detectar en la publicidad seleccionada todo aquello que sea indicios, huellas, pistas. Una sonrisa es indicio de felicidad. Una mirada femenina profunda y sensual es indicio de coquetería. Un paquete de galletas abiertas es indicio de que éste ha sido abierto para su consumo. Los indicios son pequeños signos que nos sirven para realizar un acto de interpretación.

3.- Detectar los JUICIOS DE MODALIDAD, enfoque de Charles Sanders Pierce, semiótico norteamericano. Los juicios de modalidad están divididos en formales y de contenido. Los juicios de modalidad vienen en general en tesis y antítesis. Los JUICIOS DE MODALIDAD FORMALES son: tridimensional-plano; concreto-abstracto; color-monocromático; editado-no editado; móvil-inmóvil; ruidoso-silencioso. Los JUICIOS DE MODALIDAD DE CONTENIDO son posible-imposible; plausible-objetable; familiar-no conocido; actual-distante en el tiempo; local-distante en el espacio. Acotación: cuando analicemos una publicidad hay que decidirse por la tesis o por la antítesis. Por ejemplo: si la publicidad es enteramente policromática, obviamente no elegiremos el juicio de modalidad formal de monocromático. A menos que haya elementos en blanco y negro y color dentro de la publicidad. 

4.- LOS MARCADORES DE MODALIDAD, que también son un enfoque peirceano, pueden ser: plausibilidad, credibilidad, facticidad, precisión, veracidad. Éstos son conceptos que podemos aplicar a una publicidad. Por lo tanto, diremos: en esta publicidad hay credibilidad y veracidad. Si no se cumple con los marcadores de modalidad pues utilizaremos antónimos: no hay credibilidad en esta publicidad, no tiene veracidad.

5.- Otro enfoque que utilizaremos es el del francés Gerard Gennette. Él nos habla de la INTERTEXTUALIDAD. ¿Qué es esto? Es como un texto ser relaciona con otro o alude a otro. En una publicidad de carros se utilizan dos palabras: Jurasic Car. Estas dos palabras tienen una función intertextual puesto que nos remite a un texto cinematográfico de Spielberg titulado Jurasic Park. En la publicidad, como en otros fenómenos visuales, veremos cómo hay textos, iconos e indicios que nos remiten a otros textos ya existentes.

6.- ANÁLISIS RETÓRICO.- La Retórica es el arte de expresarse con corrección y elegancia. Esta ciencia se vale de formas de expresión que se denominan FIGURAS RETÓRICAS. Estas figuras pueden ser la metáfora, el simil, la prosopopeya, la prosopografía, el apóstrofe, la paradoja, la aliteración, la enumeración, la reiteración y la anáfora, la interrogación retórica, la exclamación, el juego de palabras, la hipérbole, la perífrasis, etc.

7.- Análisis de las funciones del lenguaje de Roman Jakobson. Este lingüista ruso propone seis figuras para analizar el lenguaje:

UNO.- Función denotativa, cognitiva, informativa o referencial. Está orientada hacia el contexto y solo describe. está orientada hacia el «contexto» que ambienta y rodea la comunicación. Tiene que ver con todo el tema que provoca la comunicación y no sólo con el mensaje. El discurso es objetivo y verosímil y la terminología es denotativa. El factor de la comunicación es el Referente. Géneros periodísticos: noticia, crónica, periodismo científico, de investigación.

DOS.- Función expresiva o emotiva. Centrada en el emisor. Corresponde a la primera persona del singular o del plural. Usa exclamaciones. apunta hacia una expresión directa de la actitud del emisor. Terminología denotativa y connotativa. Predomina la subjetividad del emisor, no tanto lo que dice o como lo dice, sino quien lo dice. Tiende a dar la impresión de cierta emoción. El factor de la comunicación es el Emisor. Géneros periodísticos: opinión, editorial, artículo.

TRES.- Función conativa o apelativa, orientada hacia el receptor. Uso del vocativo, del Imperativo y del apóstrofe. Géneros periodísticos: discurso periodístico, publicitario, político (programas de TV.)

CUATRO.- Función fática o acentuación del contacto verbal. Se vale de mensajes que sirven para establecer, prolongar o interrumpir la comunicación para verificar si el circuito funciona. Circuito o canal de comunicación es lo mismo. Sirve para chequear si tengo la atención del interlocutor. El factor de la comunicación es el Canal. Géneros periodísticos: ritos, frases, gestos. formato, escenografía.

CINCO.- Función metalinguística. Centrada en el código. Toma el lenguaje como objeto. Por ejemmplo: reflexión sobre el sentido de una palabra. Cuando en una publicidad aparece jerga técnica o lenguaje especializado también estamos ante la función metalinguística. Esta función apunta a verificar si el emisor y el receptor utilizan el mismo código. De allí que se hable de Metalenguaje. Se explican términos cuyo significado se desconoce. El estudio del lenguaje es el estudio del código, propiamente. El factor de la comunicación es el Código. Géneros periodísticos: suplementos científicos, artísticos, temas específicos.

SEIS.- Función poética. Centrada en el propio mensaje. Valorización del mensaje mismo, pone el acento sobre el mensaje en si mismo, sea de cualquier género periodístico, literario, político, etc. Por lo tanto busca producir un hecho estético. Para esto se utilizan metáforas, figuras retóricas. El factor de la comunicación es el Mensaje. Géneros periodísticos: titulares, frases, chistes, humor.

8.- Análisis de las FUNCIONES DEL LENGUAJE PUBLICITARIO, según el semiólogo francés Georges Peninou. 

UNO.- Función epifánica o de aparición. Se vale de la imagen epifánica que es la que aparece súbitamente, repentinamente en el fondo de la publicidad (spot o anuncio). La imagen epifánica se construye sobre una dinámica de irrupción. Lo epifánico es aquello que tiene un carácter repentino y novedoso. Viene de epifanía, fiesta religiosa que consiste en celebrar la llegada súbita de los reyes magos a Belén con el fin de adorar a Jesucristo. La dinámica de irrupción es un vivo movimiento de atrás hacia delante. Una dinámica es un conjunto de hechos o fuerzas que actúan en algún sentido. Irrumpir es entrar violentamente en un lugar. 

DOS.- Función constatativa. Se vale de la imagen constatativa que es la del producto apareciendo en close up sin decoraciones o personajes. 

TRES.- Función atributiva. Se vale de la imagen atributiva que intenta representar visualmente una cantidad y recurre ampliamente a figuras retóricas.

9.- Tomar en cuenta la definición de lenguaje publicitario. Según este modelo de análisis, el lenguaje publicitario es una forma de comunicación. Comunica al público la existencia de un producto a través de iconos, símbolos, indicios y figuras retóricas.

10.- Tomar en cuenta la definición de mensaje publicitario. El MP es un mensaje fingido, no natural, que significa algo distinto de lo que presenta. La imagen en publicidad tiene un objetivo simbólico. Según Peninou, no existe el mensaje publicitario sino el manifiesto publicitario, ya que hasta el anuncio más breve utiliza varios mensajes diferentes.

La imagen publicitaria (cartel, aviso, folleto, spot, valla) exige una rápida lectura. No está destinada a ser contemplada y mucho menos a ser descifrada. Su objetivo es ser comprendida con un solo vistazo. Por ello, las ideas, conceptos, figuras resultan accesibles en un aviso publicitario.

11.- Tomar en cuenta el concepto de monoteísmo universalista de Jean Durand. La publicidad busca el consenso de todo el mundo, o sea, ser entendida o captada de manera unánime.

12.- Tomar en cuenta la siguiente perspectiva sociológica. La función esencial de la imagen publicitaria no se limita a aumentar las cifras de ventas, sino que a través de un lenguaje minuciosamente elaborado, difunde la información sobre un producto y da cuenta del estilo de vida de una sociedad cambiante, por lo tanto, la imagen publicitaria tiene una función social. Comunicación visual, es el objetivo.

13.- Aplicar la Sicología del color. Esto significa que hay que analizar las intenciones simbólicas que tuvo el publicista a la hora de poner tal o cual color en la publicidad.

NOTA: Ya que este modelo de análisis es netamente multidisciplinario, es plausible que el alumno escoja otras áreas (Arquitectura, Fundamentos del diseño, etc.) desde las cuales realizar su exégesis.

Este periplo metodológico demuestra algo que no existen textos simples, solo lectores apresurados. La publicidad, ese género que algunos consideran trivial por su función comercial, se revela ante el análisis semiótico como un objeto cultural densamente decodificado, un palimpsesto donde se entrecruzan los grandes sistemas de signos de nuestra civilización.

Amores perros, los 25 años de un ladrido inmortal

El filme no ha envejecido, su dureza aún produce perplejidad. Es un filme que sigue golpeando porque la realidad latinoamericana sigue resquebrajada. Su radiografía social de una ciudad que sobrepasa a sus habitantes. El toque neorrealista con esas callejas sucias, esas paredes que se caen descascarándose. Los objetos vetustos de cada escenario marginal. El contraste con el apartamento de la segunda historia. La pobreza del México profundo. La cámara temblorosa que se mete en cada acción canina. La paleta de colores apagados. Esos canes que se matan en las peleas callejeras clandestinas. Esos personajes que mueren como perros o son tratados como tales. La violencia no solo es canina, también es humana y no está tanto en las acciones físicas: los actores prácticamente ladran sus diálogos. El melodrama que siempre le ha funcionado históricamente al cine mexicano: el triángulo amoroso entre dos hermanos y una joven madre, el empresario que deja a su esposa por una modelo española. La banda sonora tan pertinente con canciones de la época. La actuación coral digna de aplaudir por la naturalidad de cada actor: la construcción redonda de cada personaje inolvidable. Alejandro González Iñárritu regalándose un cameo: hace de un director de publicidad que da órdenes muy precisas sobre cómo realizar un diseño a un joven que está frente a una computadora. El veinteañero Gael García Bernal dando muestras de un talento que se confirmará con una carrera única en cada país que ha filmado.

Un viernes 16 de junio del año 2000, las pantallas ladraron con la llegada de una película que cambiaría la historia del cine latinoamericano. Amores perros, ópera prima de Alejandro González Iñárritu, no solo marcó el inicio de una nueva era para el cine de este lado del mundo, sino que catapultó al séptimo arte mexicano hacia el reconocimiento internacional que parecía inalcanzable desde los tiempos nostálgicos de la Época de Oro.

Durante la década de los noventa del siglo anterior, el cine azteca atravesaba una de sus crisis más profundas. Las producciones se debatían entre comedias populares de bajo presupuesto y dramas costumbristas que no lograban conectar con las nuevas generaciones. Amores perros llegó como una explosión de un lenguaje cinematográfico urbano, violento y visceral que reflejaba la Ciudad de México real, lejos de estereotipos y folklorismos. Realismo sucio, se le llamará en los siguientes años, y este filme será el pionero en ese estilo.

González Iñárritu, junto a su guionista Guillermo Arriaga (con quien se pelearía durante el rodaje de Babel y se reconciliaría hace una semana en el re-estreno), construyó una narrativa fragmentada que dialoga directamente con el cine de autor europeo y el cine indie norteamericano, con una raigambre innegablemente mexicana. La estructura de relatos entrelazados (cine hipertextual), que convergen en un accidente automovilístico, demostró que era posible hacer cine complejo, ambicioso y popular al mismo tiempo. Si Tarantino tenía su Pulp Fiction, el rompecabezas de Gonzalez Iñárritu se convertía en un caso de estudio en clases de guionismo.

Amores perros fue también el inicio de su trilogía de la incomunicación o trilogía de la muerte (gracias, Alejandro por el doble membrete) conformada por dos películas más: 21 gramos y Babel. La trilogía de la incomunicación: Amores perros, 21 gramos y Babel. Esta serie de filmes no constituye una trilogía en el sentido narrativo tradicional —no comparten personajes ni historias continuas— sino que funciona como una exploración progresiva de temas universales mediante una estructura formal reconocible y una filosofía existencial compartida. Son tres historias múltiples que se entrecruzan, una cronología fragmentada que desafía la linealidad temporal, y personajes cuyas vidas colisionan por obra del azar o el destino. Esta estructura no es meramente un artificio formal, sino que refleja cómo la existencia humana constituye un tejido de casualidades y causalidades donde nuestras acciones generan consecuencias impredecibles en vidas ajenas.

Temáticamente, las tres películas comparten obsesiones centrales. La incomunicación es la más evidente: parejas que no pueden hablar de sus traumas, padres e hijos separados por muros emocionales, individuos que hablan idiomas distintos pero también quienes, compartiendo lengua, resultan incapaces de transmitir sus necesidades más profundas. La culpa atraviesa las tres narraciones: personajes que cargan con responsabilidades reales o imaginarias por las tragedias que los rodean, y que buscan redención en un universo que no ofrece absoluciones fáciles.

La violencia, tanto física como emocional, impregna la trilogía. Desde las peleas de perros en Amores perros hasta el disparo accidental en Babel, pasando por el atropellamiento en 21 gramos, la violencia aparece no como espectáculo sino como consecuencia de la fragilidad humana, del error, del malentendido. Es una violencia que no redime ni purifica, sino que obliga a los personajes a continuar viviendo con las cicatrices.

Formalmente (aquí cerramos el paréntesis), la trilogía se caracteriza por su experimentación con la temporalidad cinematográfica. González Iñárritu y Arriaga deconstruyen la narrativa lineal, presentando efectos antes que causas, finales antes que principios, obligando al espectador a convertirse en un detective salvaje que ensambla las piezas del rompecabezas. Esta estructura no es gratuita: refleja cómo experimentamos el trauma, cómo la memoria fragmenta eventos dolorosos, cómo el presente está constantemente invadido por el pasado.

Regresamos al reestreno de Amores perros. La autopsia descarnada de la capital mexicana es uno de los grandes aciertos del filme. Iñárritu presenta una megalópolis estratificada donde conviven la clase media empobrecida de Octavio y Susana, la burguesía arribista de Daniel y Valeria, y la marginalidad absoluta de El Chivo. Estas tres historias, unidas por la violencia, el deseo y los perros como metáfora existencial, conforman un mosaico social que supera cualquier histórico melodrama mexicano para convertirse en radiografía generacional con el ritmo de Control Machete, Nacha Pop, Julieta Venegas, Illya Kuryaki, Café Tacuba, y la poderosa música instrumental de Gustavo Santaolalla.

La ecléctica banda sonora (con los nombres que hemos dado previamente) mezcla rock, música tradicional y silencios dramáticos se convirtieron en referentes obligados. El uso de la música de Gustavo Santaolalla, con esas guitarras desgarradas que funcionan como lamento existencial, estableció un sello sonoro que el compositor repetiría en sus posteriores colaboraciones con González Iñárritu y que se convertiría en sinónimo de (me inventaré la categoría) cine latinoamericano de autor.

La fotografía de Rodrigo Prieto (The Irishman, Brokeback Mountain, Killers of the Flower Moon) captura la textura urbana con una paleta de colores desaturados y una cámara inquieta que anticipa el realismo sucio que caracterizaría gran parte del cine latinoamericano de la siguiente década. Cada encuadre respira autenticidad, desde las peleas clandestinas de perros hasta los lujosos departamentos de Polanco, construyendo un universo creíble y asfixiante. Prieto debe estar consciente de haber creado escuela con la cinematografía que propuso en este clásico del cine latinoamericano.

Amores perros también significó la consolidación de una generación actoral irrepetible. Gael García Bernal, con apenas 21 años, entregó una actuación demoledora como Octavio, el joven atrapado en un amor imposible y la violencia como única salida. Su rostro se convirtió en el símbolo de un nuevo cine mexicano que exportaba talento y no solo folclor. Emilio Echevarría, actor veterano ya fallecido, relegado durante años a papeles secundarios, encontró en El Chivo el rol de su vida: un guerrillero devenido en asesino a sueldo que busca redención con sus perros como única compañía. Su actuación contenida y devastadora ancla emocionalmente la tercera historia, la más reflexiva y desgarradora del tríptico.

La española Goya Toledo, Álvaro Guerrero, Vanessa Bauche, Adriana Barraza (nominada después por Babel), y el resto del elenco construyeron personajes tridimensionales que escapan de los arquetipos y habitan la complejidad moral que propone el guion. Mención especial para Gustavo Sánchez Parra (que luego hará Rabia con Sebastián Cordero) como Jarocho que es el némesis de Gael García Bernal en las peleas clandestinas de perros.

El éxito de Amores perros trascendió fronteras de manera inédita para el cine mexicano contemporáneo. Su presentación en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2000 generó ovaciones y posicionó a González Iñárritu como una de las voces más promisoras del cine mundial (sus posteriores clásicos Birdman, The Revenant y algunos otros, confirmaron su estatus de auteur cosmopolita). La nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera (que ese año ganó El tigre y el dragón de Ang Lee) y su triunfo en festivales de todo el planeta abrieron puertas que permanecían cerradas desde décadas atrás.

Pero más allá de los premios, Amores perros demostró que era posible producir cine de calidad internacional desde México, con historias locales que conectaban universalmente. El filme recaudó más de 20 millones de dólares a nivel mundial con un presupuesto modesto, demostrando que la calidad narrativa y visual podía ser también viable comercialmente.

El filme también revitalizó la industria nacional. Productoras, nuevos talentos y una renovada confianza inversionista permitieron el surgimiento de una generación de cineastas que hoy constituyen lo mejor del cine mexicano contemporáneo: Amat Escalante, Carlos Reygadas, Natalia Beristáin, Michel Franco, entre muchos otros que encontraron posible hacer cine sin renunciar a sus visiones personales.

La influencia de Amores perros (originalmente un guion llamado Amores canijos) se extiende más allá del cine mexicano. Su estructura narrativa de historias cruzadas inspiró innumerables producciones fuera de México.. El caso más notorio es el de Walter Salles (quien ha reconocido públicamente la influencia de González Iñárritu) quien contrató a Rodrigo Prieto para que le fotografíe Diarios de motocicleta (2004). Sumamente dedidor resulta el caso de Dennis Villenueve también en la lista de influenciados: Incendies (2010) y Prisioners (2013) tienen ese entrecruzamiento de historias a más de los dilemas morales, giros de guion y radiografías sociales que ya están en Amores perros (se nota que Roger Deakins estudió la fotografía de Rodrigo Prieto quien curiosamente aún no ha ganado un Oscar). La influencia más fuerte está presente en Crash (2004) de Paul Haggis, ganadora del Oscar al mejor filme del año, y que extrañamente son historias entrelazadas a partir de un accidente automovlístico, como sucede en el filme de González Iñárritu.

A veinticinco años de distancia, Amores perros mantiene su vigencia temática y emocional. Las interrogantes sobre el amor, la lealtad, la redención y la violencia que atraviesan las tres historias siguen siendo pertinentes en un continente que, en muchos aspectos, se ha vuelto aún más complejo y contradictorio por la irrupción de la violencia del narcotráfico en nuestras vidas.

El título mismo, con su juego de palabras que remite tanto a las relaciones pasionales como a los canes que protagonizan cada segmento, sintetiza la visión del filme: amores que muerden, que lastiman, que son tan leales como agresivos. Una metáfora de las relaciones humanas en su expresión más cruda y honesta. La canción «Amores perros (me van a matar)» de Julieta Venegas recoge todas estas ideas.

El clásico de González Iñárritu no es solo una película importante por sus logros técnicos o su éxito comercial. Es un filme de referencia porque representa un antes y un después, porque demostró que el cine mexicano podía competir en igualdad de condiciones con las mejores cinematografías del mundo sin perder su identidad, porque dio voz a una generación que exigía verse reflejada en pantalla sin concesiones ni paternalismos. Esta idea que puede ser un lugar común deja de serlo cuando constatamos la presencia de The Three Amigos como se les conoce a Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y el director de Amores perros, quienes son los únicos mexicanos en ganar el Oscar a mejor director y mejor película (Cuarón y González, dos veces como realizadores).

Veinticinco años después, aquella película que comenzaba con un accidente automovilístico y un perro herido en las calles del Distrito Federal sigue ladrando como el momento exacto en que el cine mexicano hizo un salto cuántico hacia la palestra internacional. Vale la pena revisitarla en este cuarto de siglo de aniversario.

10 AÑOS DE HAMILTON, EL REESTRENO DE UN HIMNO DE RESISTENCIA POLÍTICA

Vayan a Supercines porque va para su tercera semana, y si no pueden, chequéenla en Disney Plus. Dura 170 minutos que se van volando. Diez años después de su estreno en Broadway, Hamilton regresa a los escenarios en un momento en que Estados Unidos (y naciones aledañas) lo necesita más que nunca. Este reestreno no es un acto de saudade: es un rito deliberado de guerrilla cultural en una era donde el presidente de USA ha emprendido una guerra sistemática contra las instituciones artísticas del país, cerrando el Kennedy Center of Honors (autonombrándose director de dicho centro) y purgando directivas de museos y organizaciones culturales por discrepancias ideológicas.

Hay muchas razones para volver a ver Hamilton. La maestría lírica de Miranda sigue siendo sorprendente. Su habilidad para combinar rap, hip-hop, R&B y teatro musical tradicional crea un tapiz verbal donde cada rima parece imposible hasta que sale de la boca de un personaje. Miranda (¡Ave, Maestro!) construye estructuras métricas que desafían las convenciones del rap comercial, empleando esquemas de rima internos, asonancias y aliteraciones que rivalizan con los mejores poetas del idioma inglés. Lo que hace este genio fonético recuerda tanto a Shakespeare como a Eminem (y los dioses de la poesía saben que no estoy exagerando en lo absoluto).

Sus versos fluyen con una densidad que transmite biografemas, emociones y comentarios políticos simultáneamente, todo mientras mantiene un pulso rítmico implacable. Lo que distingue su poesía es la capacidad de hacer que frases que ya son históricas pese a que son densas y él logra con una facilidad asombrosa que suenen orgánicas en boca de sus personajes. Miranda convierte debates constitucionales en batallas de rap, duelos políticos en rap battles (competencias verbales) donde cada palabra es un disparo certero. El flow, como dicen los raperos, crece de manera sublime escena a escena.

Miranda, retomando el papel titular en funciones selectas, demuestra por qué Hamilton se convirtió en un fenómeno de masas. Su Alexander Hamilton (sí, el del billete de a diez dólares) es voraz, brillante y trágicamente humano: un inmigrante hambriento de legado que escribe hasta el agotamiento (su grafomanía es analizada de manera única en el musical). La vulnerabilidad que Miranda aporta a los momentos íntimos contrasta perfectamente con su ferocidad verbal en los enfrentamientos políticos. El elenco secundario brilla con luz propia. Los actores que interpretan a Burr, Washington, Jefferson y las hermanas Schuyler crean personajes tridimensionales que emprenden la fuga del panteón histórico para convertirse en seres de carne y hueso. La química de todo el elenco es única en la historia del musical, especialmente en los números corales donde las armonías vocales se entrelazan con una precisión quirúrgica.

La coreografía (qué delicia para la vista) transforma el escenario en un campo de batalla ideológico. Los bailes no son parte del trámite del espectáculo: cada movimiento comunica jerarquía social, tensión política y cambio histórico. Las formaciones circulares evocan el ciclo implacable de la historia; los movimientos angulares y entrecortados (gracias, camarógrafo de Disney)reflejan la violencia de la revolución; las transiciones fluidas entre estilos de baile —desde minués coloniales hasta hip-hop contemporáneo— colapsan el tiempo, sugiriendo que los conflictos fundacionales de Norteamérica permanecen sin resolver.

Hamilton redefinió (no es hipérbole) todo lo que tiene relación con el musical de Broadway. Demostró que el teatro musical podía ser riguroso en el aspecto intelectual sin sacrificar el goce del entretenimiento, políticamente relevante sin ser panfletario, y radicalmente inclusivo sin sentirse forzado. Al seleccionar actores de color en roles de padres fundadores blancos, Miranda (de origen portorriqueño) no solo democratizó la narrativa americana: la reclamó, argumentando visualmente que Estados Unidos pertenece a quienes lo edifican en el hoy, y no a quienes lo fundaron en el ayer. Su influencia es innegable. Desde su estreno, Broadway ha visto una explosión de musicales que emplean géneros musicales contemporáneos, estructuras narrativas no lineales y elencos diversos, amén de una mezcla de géneros de la cual Miranda es pionero.

Para jóvenes que crecieron con hip-hop y enfrentan crisis existenciales o políticas, Hamilton habla su idioma. Es historia enseñada a través de la música que escuchan, interpretada por actores que se parecen a ellos, abordando temas urgentes: inmigración, legado, mortalidad, ambición desmedida. El musical sugiere que los jóvenes pueden escribir su camino hacia la relevancia, que las palabras son armas y que la historia es un diálogo continuo donde sus voces importan. Aquí debo despojarme del rol de crítico y hablar como espectador. Fue un acontecimiento único ver este filme con mi hijo de 19 años. La sala de Supercines Orellana estaba repleta de jóvenes de edad similar. Se sabían todas las letras. Todas las canciones. Unos fueron en modo cosplay. Hubo un momento en que uno de ellos, disfrazado de Hamilton, se puso a cantar y a bailar una canción mientras los demás le hacían coro. Era como estar en Broadway. Y esto solo pueden saber los que hemos ido alguna vez a una función de esta naturaleza. Fin del paréntesis confesional.

El reestreno en este 2025 es profundamente político. Mientras Trump desmantela sistemáticamente la infraestructura cultural estadounidense —castigando a instituciones que se atreven a expresar voces disidentes— Miranda responde poniendo Hamilton nuevamente en escena. Es un recordatorio de que Estados Unidos se fundó en el disenso, que los inmigrantes construyeron esta nación, y que el arte no puede ser silenciado por decreto ejecutivo. El musical resuena con fuerza renovada: sus debates sobre poder ejecutivo excesivo, nepotismo, escándalos sexuales políticos y demagogia parecen extraídos de titulares actuales. La línea entre pasado y presente se difumina hasta desaparecer.

El párrafo anterior, del que podemos extraer el concepto erosionado de migrante, nos lleva al casting multiétnico que amplifica el mensaje original con una diversidad aún más rica. Miranda mismo, puertorriqueño de ascendencia mexicana, encarna al inmigrante Hamilton con autenticidad visceral. El actor que interpreta a Aaron Burr (Leslie Odom, Jr.) trae raíces afroamericanas del Sur profundo, mientras que George Washington es interpretado por un actor de ascendencia jamaiquina cuya presencia imponente redefine el concepto mismo de autoridad fundacional. Thomas Jefferson cobra vida a través de un intérprete afro-judío que le inyecta un extraño sabor caribeño a cada verso, mientras Lafayette (interpretado por el mismo actor), establece una conexión histórica con la primera república negra independiente. Las hermanas Schuyler (Renée Elise Goldsberry, Philippa Soo y Jasmine Cephas Jones) representan también un mosaico estadounidense de diversas ascendencias. Este elenco no es diversidad convertida en moneda de casino: es un manifiesto visual que proclama que la historia pertenece a todos los que habitan su presente, una declaración pertinente cuando la administración trumpista intenta acotar la definición de quién merece considerarse verdaderamente americano.

Mención especial merece la interpretación de Jonathan Groff (protagonista absoluto del serial Mindhunters) como el Rey George III, quien irrumpe en escena como el cometa Halley en medio de la gravitas revolucionaria. El actor transforma las tres breves apariciones del monarca en momentos de genio cómico puro, cantando baladas pop estilo The Beatles que contrastan hilarantemente con el hip-hop que domina el resto del musical. Su George es un déspota caprichoso y peligrosamente infantil, un narcisista que no puede comprender por qué sus colonias no lo aman incondicionalmente. Las risas que provoca tienen un filo oscuro: cada gesto exagerado (deliciosamente queer), cada nota aguda sostenida con petulancia, cada amenaza velada bajo sonrisas maniacas, resuena con inquietante familiaridad en 2025 porque tiene relación con el huésped máximo de la Casa Blanca. Es imposible no ver los paralelos con el autoritarismo contemporáneo. El actor convierte al Rey George en un espejo grotesco del poder desmedido, y el público ríe con la incomodidad de quien reconoce al monstruo.

Planteando la necesidad de un crossover, voy cerrando este artículo. Resulta notable que Hamilton nunca haya recibido una verdadera adaptación cinematográfica. Existe una filmación del montaje teatral original disponible en Disney Plus (ya lo dije al principio), pero no una reinvención para el medio fílmico que aproveche sus posibilidades narrativas únicas: primeros planos íntimos, montaje dinámico, locaciones reales (es como estar ahí, en el teatro original, si me permiten una vulgar observación). Quizás Miranda y su equipo temían que una película diluyera la inmediatez teatral, esa electricidad irreproducible entre actores y audiencia (impresionante escuchar los aplausos dentro del teatro después de casi todas las canciones). Pero diez años después, con una generación entera que anhela experimentar Hamilton en pantalla grande, es momento de reconocer que el musical merece esa traducción cinematográfica. Una versión fílmica ambiciosa podría alcanzar miles de espectadores que nunca podrán ir a Broadway, democratizando aún más este clásico fundamental de la cultura contemporánea. Y no será un show «Shakespeare in the Park», será «Lin Manuel Miranda in the Alley».

The Long Walk (Camina o muere) o las coincidencias con el paro indígena y la violenta Norteamérica

La adaptación cinematográfica de The Long Walk, basada en la novela temprana de Stephen King, publicada en 1979 bajo el seudónimo de Richard Bachman, llega a las pantallas comerciales en un momento histórico que pareciera arrancado de la realidad sociopolítica. No es coincidencia: el Rey King siempre entendió que el verdadero horror no radica en lo sobrenatural, sino en la capacidad humana para normalizar la violencia.

La premisa es brutalmente simple: cien adolescentes (dos por cada estado) caminan sin detenerse bajo la amenaza de ejecución inmediata si reducen su velocidad a menos de 6,5 km por hora. El que se detiene o baja la velocidad recibe una amonestación. Un pulsómetro en la muñeca de cada competidor mide el ritmo de los pasos. El último en pie gana. Los demás mueren, uno a uno, ante las cámaras, para el entretenimiento de una nación. A la tercera amonestación matan al participante por haberse detenido o por haber disminuido la rítmica del andar. Lo que en 1979 (año de publicación de la novelita) parecía una hipérbole distópica, hoy resuena con ecos incómodos cuando leemos que Trump acaba de anunciar que el ejército debería usar las calles de las ciudades norteamericanas como campo de entrenamiento.

Mientras observamos a estos jóvenes avanzar hacia su aniquilación, es imposible no pensar en Estados Unidos, donde la violencia armada se ha convertido en el ruido de fondo de la vida cotidiana. Los tiroteos masivos en escuelas, centros comerciales, lugares de culto religioso ya no escandalizan, solo generan un cansado déjà vu colectivo. Como en The Long Walk, la sociedad se ha vuelto espectadora pasiva de su propia brutalidad. En Ecuador, el paro indígena que lleva más de una semana en accion, con un asesinado, es también un caldo de cultivo de la violencia. 

La película captura magistralmente ese elemento que King dominó en la novela: la banalización del horror (perdón, Hannah Arendt). Los espectadores dentro de la historia aplauden, hacen apuestas, sostienen pancartas con los nombres de sus favoritos. ¿Acaso no hacemos lo mismo cuando los algoritmos nos sirven videos de violencia real que consumimos con nuestro café matutino? La película nos obliga a mirarnos en el espejo, y la imagen es nauseabunda.

Cooper Hoffman (Nueva York, 2003) entrega en el papel de Ray Garraty una interpretación que lo convierte en el digno heredero de su padre Philip Seymour. Su transformación física a lo largo de los 108 minutos de metraje es devastadora: comienza con la postura erguida de quien aún cree en la posibilidad de victoria, para terminar, arrastrándose como autómata hacia un final que ya no comprende.

Hoffman, de 21 años, captura algo esencial: la mirada de un adolescente que descubre, paso a paso, que ha sido traicionado por los adultos que prometieron protegerlo. Es la misma mirada que vemos en los rostros de los estudiantes sobrevivientes de Uvalde, de Parkland, de Sandy Hook. La misma expresión aturdida de los jóvenes indígenas ecuatorianos que enfrentan gases lacrimógenos por protestar ante el alza del diésel, un combustible esencial para los barcos, transporte pesado y material agricola. Hoffman no actúa el trauma, lo encarna con una verdad visceral que resulta casi insoportable de presenciar.

Como McVries, el cínico mejor amigo de Garraty, David Jonsson (Londres, 1993) ofrece la interpretación más compleja del reparto. Su personaje entiende desde el principio la naturaleza genocida del juego, y Jonsson (el moreno androide de Alien: Romulus) dosifica magistralmente esa conciencia a través de microexpresiones: una sonrisa torcida antes de cada ejecución, un temblor imperceptible en las manos cuando nadie mira, una forma de caminar que es casi un acto de resistencia.

Jonsson hace de McVries un símbolo de aquellos que conocen la violencia sistemática, pero se sienten impotentes ante ella. Su monólogo en el kilómetro 200, donde describe cómo su hermano murió en un tiroteo escolar y nadie hizo nada —“solo pensamientos y oraciones, siempre pensamientos y oraciones”— es el momento más político de la película, y Jonsson lo entrega con una furia contenida que recuerda los discursos políticos de los oprimidos, esa rabia justa de quien ha perdido demasiado y se niega a normalizar la pérdida.

Roman Griffin Davis (Londres, 2007), como Thomas Curley, el enigmático competidor que camina en silencio durante la mayor parte de la película, reserva su poder interpretativo para el tercer acto. Su revelación final —que su padre es el Mayor del ejército, el arquitecto de La Gran Marcha— podría haber sido melodramática en manos menos capaces. Davis, sin embargo, gracias al guionista, se la juega con una frialdad que no deja indiferente al espectador.

Cuando finalmente habla, lo hace con la cadencia monótona de quien ha sido criado para ser el verdugo de su propia generación. Es perturbador porque reconocemos ese patrón: los hijos de la élite política (pienso en el joven arrogante Barron Trump) que perpetúan los sistemas que matan a los hijos de los pobres. Davis nos muestra cómo se construye la complicidad, cómo se entrena a alguien desde la infancia para no disentir con lo inaceptable. En sus ojos vacíos vemos a los senadores norteamericanos que votaron en contra del control de armas después de cada masacre, a los mandos locales que ordenaron la represión contra manifestantes indígenas desarmados.

Pero el verdadero logro actoral es el reparto coral de los cien caminantes. El director Francis Lawrence (el mismo de la saga de Los juegos del hambre) tomó la audaz decisión de contratar actores no profesionales para muchos de estos papeles —adolescentes reales de comunidades afectadas por la violencia armada, jóvenes de zonas de conflicto—, y el resultado es de una autenticidad que pareciera no tener precedentes.

Cuando el Caminante 47, interpretado por un sobreviviente real de un tiroteo escolar en Texas, recibe su tercera advertencia y comienza a llorar, no estamos viendo una actuación. Estamos viendo memoria traumática reactivada. La decisión es quizá éticamente cuestionable, pero cinematográficamente devastadora.

Hay un momento en particular, cuando los caminantes pasan por una comunidad rural y ven a un grupo de madres sosteniendo fotografías de hijos muertos, que varios actores jóvenes del reparto se salieron del guion. Sus reacciones —algunos rompen en llanto, otros desvían la mirada avergonzados, uno grita “¡perdón, perdón!”— fueron genuinas e improvisadas. Francia Lawrence (tambien director de I Am Legend) las mantuvo en el corte final. Es cinema verité infiltrado en una superproducción de estudio, y funciona precisamente porque desarma nuestras defensas como espectadores.

Mención especial merece Mark Hamill como el Mayor del ejército, quien aparece solo en tres escenas, pero domina la película como una presencia espectral. Hamill interpreta al dictador benevolente (Hitler, Bukele, Trump) con una cordialidad escalofriante, sonriendo mientras ordena sentencias de muerte, hablando de “tradición” y “honor” mientras perpetúa el genocidio adolescente anual.

La elección de Hamill es particularmente perversa y brillante. El actor que representó la esperanza heroica de Luke Skywalker ahora encarna la corrupción del poder. Hamill (con un par de enorme gafas oscuras) aprovecha nuestra memoria cultural de él como símbolo de bondad para hacer su villanía aún más desconcertante. Cuando sonríe —esa sonrisa que alguna vez representó optimismo juvenil en una galaxia muy, muy lejana— ahora destila un paternalismo tóxico que resulta nauseabundo.

Su escena final con Davis es un duelo maestro de manipulación psicológica. Hamill juega al Mayor como un padre decepcionado más que como un tirano, lo cual lo hace infinitamente más aterrador. Reconocemos su retórica: es el discurso del político que llama “daños colaterales” a los niños muertos, que describe a la represión policial como “restauración del orden”. Hamill no tiene que gritar; su suavidad es la verdadera amenaza. En sus manos, el Mayor se convierte en el abuelo amable que justifica atrocidades con la lógica circular de “así siempre se ha hecho”.

Hay un momento especial donde el Mayor acaricia el rostro de un caminante muerto y murmura “qué desperdicio”, y en la voz de Hamill hay un dejo de genuina tristeza. Pero es la tristeza superficial de quien lamenta la rotura de un objeto, no la muerte de un ser humano. Es la actuación del maestro: nos hace odiar más al personaje porque entendemos que cree sinceramente que está haciendo lo correcto.

Pero la violencia institucional no solo se manifiesta en las armas de fuego. El paro indígena en Ecuador presenta otro rostro del mismo monstruo: el Estado respondiendo con represión letal a demandas legítimas. Un muerto en las manifestaciones, decenas de heridos, comunidades enteras criminalizadas por exigir derechos básicos. Mientras tanto, el narcoterrorismo cobra vidas en la sombra, aprovechando el caos, y la respuesta oficial oscila entre la indiferencia y la mano dura que solo alimenta más violencia.

En The Long Walk, los caminantes que cuestionan el sistema son eliminados primero. Los soldados que ejecutan las órdenes son invisibles, meras extensiones de una maquinaria que nadie cuestiona realmente. 

Las actuaciones capturan esta mecánica de opresión sin necesidad de explicarla. Cuando vemos a los soldados sin rostro ejecutar a los caminantes caídos, sus movimientos son rutinarios, casi aburridos. Es el trabajo del día. Los actores que interpretan a estos ejecutores anónimos —casting que el director Lawrence mantuvo siempre deliberadamente en secreto— transmiten esa banalidad del mal que Hannah Arendt describió. No son monstruos; son empleados cumpliendo órdenes. Como los policías que disparan gas a madres con niños en brazos durante las protestas, como los agentes que “solo siguen protocolos” mientras personas mueren en las calles.

Lo más desgarrador de la película es que sus protagonistas son adolescentes. Tienen sueños, miedos, historias de amor incipientes. Son, en definitiva, el futuro que estamos sacrificando en el altar de sistemas que ya no funcionan pero que nos negamos a reformar.

Las actuaciones juveniles no buscan la simpatía fácil. Hoffman y su reparto interpretan a estos chicos con todas sus contradicciones: algunos son egoístas, otros crueles, muchos tontos, pero todos son jóvenes. Cuando el Caminante #88, interpretado con dignidad devastadora por el debutante Marcus Chen, colapsa de agotamiento y usa sus últimas palabras para disculparse con su madre por no ser “suficientemente fuerte”, no hay ojo seco.

En Estados Unidos, una generación entera ha crecido practicando simulacros de tiroteos activos en sus escuelas. En Ecuador, comunidades enteras son atrapadas entre la violencia del narcotráfico y la represión estatal, sin horizonte de paz. Como los caminantes de King, avanzan porque no tienen otra opción, sabiendo que el sistema está diseñado para que la mayoría pierda. En la caminata de la vida el que mira atrás, pierde; el que desea ayudar al moribundo, también sufre (ver el caso de Efraín Fuérez, comunero de Cotacachi asesinado por tres balazos. Según las imágenes de vigilancia un compañero se detiene a auxiliarlo y recibe una golpiza por parte del ejército).

El mayor logro de esta adaptación es su negativa a ofrecer catarsis. No hay un héroe derrotando al sistema, no hay un despertar colectivo conveniente. La marcha continúa, no activamente, sino a través de nuestra pasividad, nuestro cansancio, nuestra incapacidad para sostener la indignación más allá del ciclo de noticias.

Las actuaciones sostienen esta ausencia de consuelo hasta el final. Hoffman no ofrece un discurso inspirador en el tercer acto. Jonsson no lidera una rebelión. Griffin Davis no redime a su personaje con un sacrificio heroico. Simplemente caminan y caminan, hasta que casi todos están muertos. Los actores entienden que su trabajo no es hacernos sentir mejor; es hacernos sentir responsables.

Cuando termina la película y salen los créditos, uno sale de la sala con la incómoda certeza de haber visto un documental disfrazado de ficción. Porque mientras discutimos sobre efectos especiales y actuaciones, hay madres en Estados Unidos enterrando a hijos asesinados en escuelas, y hay familias en Ecuador buscando a desaparecidos entre la represión policial, las víctimas de sicariato, fosas comunes, y los jovencitos usados por los carteles de la droga como brazos armados.

The Long Walk nos pregunta: ¿en qué momento dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en espectadores? ¿Cuántas muertes más necesitamos presenciar antes de detenernos y negarnos a seguir caminando hacia el precipicio?

Las actuaciones no nos permiten escondernos detrás de la ficción. Nos obligan a reconocer que estos no son necesariamente personajes: son reflejos, advertencias, epitafios futuros que todavía podemos evitar si decidimos, finalmente, dejar de caminar.

La respuesta sigue soplando en el viento, como dice Bob Dylan, mientras nosotros, como la multitud en la película, seguimos mirando, comentando, y haciendo scroll hacia la siguiente tragedia. La muerte sangrienta es tan común que ni siquiera se puede agonizar en paz. Las víctimas sangrantes son filmadas por los teléfonos móviles. Todos quieren un pedazo del muerto para poder subirlo a las redes sociales. Todo esto nos recuerda la película. Vale la pena verla por todo lo anotado.