«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para noviembre, 2025

VIEJOS MALDITOS O CÓMO A LOS ANCIANOS SE LES APARTA DESPUÉS DE HABERNOS SERVIDO BIEN

Hay películas que nacen con el peso del tiempo incorporado en cada fotograma, y Viejos malditos, de 107 minutos, es una de ellas. No solo por los años que tardó en concretarse, sino porque se convierte en el canto del cisne del actor caleño Jaime Bonelli (1944-2024) que entrega aquí una actuación descarnada que funciona como epitafio para una carrera de cuatro décadas.

La ópera prima de Xavier Chávez es un acto de valentía narrativa, una apuesta por decir algo trascendental en términos audiovisuales. Encara el tema de la vejez sin los edulcorantes habituales del cine comercial, sin miradas condescendientes o piadosas. Elías, el protagonista octogenario interpretado por Bonelli, mira desde el póster con hosquedad, abrazando al gato Simón con la misma resistencia con la que abraza su propia soledad. Y es precisamente esa mirada la que define el tono de una película que rehúye los estereotipos sobre la tercera edad para sumergirse en su complejidad más incómoda.

Chávez construye un retrato generacional que duele porque reconocemos en él fragmentos de nuestras historias familiares. La distancia con el hijo (un eficiente Danilo Esteves), los problemas económicos, el deterioro físico y social, la pérdida de filtros retóricos en el habla de los viejos: todo está tratado con una franqueza que roza lo bruto pero siempre con un matiz humanizador. El director logra ese equilibrio difícil entre la denuncia y la empatía, entre mostrar el abandono institucional de los ancianos y celebrar su capacidad de resistencia.

La presencia del gato Simón —encarnado mayormente por Rebeca, una felina rescatada de una alcantarilla en Manta— funciona como catalizador narrativo y metáfora precisa. Como las mascotas reales, este animal trae consigo molestias y bondades, obligando a Elías a relacionarse nuevamente con el mundo y con sus vecinos. La película habla de vecindad, de límites, de esas relaciones que nacen del roce forzado y se transforman en algo parecido a la familia.

Bonelli está magistral a sus casi 80 años. Lo recuerdo en los años 90 del siglo anterior por protagonizar señorialmente al patriarca de Los Sangurimas en la serie de Ecuavisa. Su Elías transita un arco de transformación que el actor sostiene con una entrega total, permitiendo que veamos no solo al viejo cascarrabias sino al hombre vulnerable que yace debajo de esa piel dura. No me deja indiferente el saber que vio el primer corte poco antes de morir, alcanzando a presenciar la última ofrenda de su talento. El cine ecuatoriano pierde a una institución; nosotros los espectadores y críticos ganamos ese testimonio luminoso.

Viejos malditos no es una película fácil ni complaciente, pero tampoco es agria o nihilista. Chávez entiende que hablar de la vejez es hablar de todos nosotros, de nuestro futuro inevitable si tenemos suerte. Su mensaje es claro y no lo hace sonar a parábola o sermón: hay que respetar y cuidar a los adultos mayores, así sin edulcorantes, hacerlo no es solo un imperativo ético, sino una forma de respetarnos a nosotros mismos, de imaginar qué tipo de trato queremos recibir cuando nos toque atravesar esa etapa.

Este jueves 27 de noviembre Esos viejos malditos entra a su quinta semana en cartelera comercial (gracias, Supercines por apoyar el cine nacional). El filme apuesta por encontrar a su público de manera orgánica, confiando en que la recomendación boca a boca haga su trabajo. Y debería hacerlo. Ojalá funcione algo esta publicación de un crítico empecinado en seguir viendo cine ecuatoriano. Porque Viejos malditos es un filme necesario, de esos que nos ponen un espejo en la cara y nos obligan a mirar lo que preferimos ignorar. Chávez le ha dicho a la prensa que es un homenaje a sus abuelos, pero es una declaración de principios sobre geriatría humanista, además de una advertencia: la vejez no es una abstracción lejana, es el destino que nos espera si tenemos la fortuna de llegar.

En el rostro hosco de Elías y en la mirada igualmente desafiante del gato Simón está contenida toda la película: dos seres maltratados por el mundo que se niegan a rendirse. ​Perdón si sueno panfletario, cursi, o ambas cosas, pero me permitiré ese lujo retórico en un mundo cada vez más anestesiado por las nuevas tecnologías. Luchemos contra el abandono de la gente de la tercera edad. Hagamos que no se cumpla el verso de Joan Manuel Serrat de la canción «A quien corresponda» del álbum En tránsito (1981) que dice: «​Que a los viejos se les aparta después de habernos servido bien».

La belleza como maldición: Reflexiones sobre el documental de la vida de Björn Andrésen

La noticia de la muerte de Björn Andrésen el 25 de octubre, a los 70 años, es portadora de una melancolía particular para quienes hemos visto el devastador documental de Kristina Lindström y Kristian Petri. “The Most Beautiful Boy in the World” (2021), disponible en la plataforma FILMIN, no es un retrato biográfico más, es un ajuste de cuentas con la forma en que el cine puede devorar a sus propios dioses. En este documento audiovisual lo vemos sexagenario, de cabellera larga y barba matusalénica, sin mirar jamás a la cámara (los cineastas estuvieron cinco años detrás de él hasta convencerlo). El actor aparece en su vetusto piso de Estocolmo, víctima del síndrome de Diógenes, acumulando basura y objetos de manera compulsiva, completamente alejado del mundo. En el filme sale junto a su novia con quien siempre está discutiendo. Ella, inclusive, llega a romper su relación con él mientras la cámara está rodando.

Antes de empezar esta mezcla de obituario con reseña, tengamos en mente la película Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti basada en la novela del mismo nombre de Thomas Mann, publicada en 1912. Recordemos al actor británico Dirk Bogarde persiguiendo al joven Andrésen por la ciudad de los canales de agua. Es el músico Gustave von Aschenbach (trasunto de Gustave Mahler) obsesionado con el joven Tadzio. Después del estreno de la película viscontiana el historiador de cine Lawrence J. Quirk en su ensayo The Great Romantic Films (1974) describió los planos de Andrésen en Death in Venice como «imágenes que podrían ser extraídas del celuloide para estar colgadas en el Louvre o en el Vaticano».

El documental traza la trayectoria del actor y músico sueco, empezando con aquel histórico casting para Visconti, donde con apenas quince años fue elegido para encarnar a esa belleza platónica que obsesiona al protagonista. Lo que Visconti y el mundo vieron como un descubrimiento, Andrésen lo vivió como el inicio de una pesadilla que lo perseguiría durante décadas hasta su fallecimiento. Fue seleccionado entre más de cien aspirantes de diversos países de Europa. El proceso quedó perennizado en Alla ricerca di Tadzio (1970), documental de media hora, disponible en YouTube con títulos en español, en el que se explica la obsesión del director por el joven sueco, cómo le ordena que se desvista para poder admirarlo en todo su esplendor, cómo lo lleva a clubes gay para exhibirlo como trofeo, cómo lo obliga a firmar un contrato de exclusividad de tres años para tenerlo bajo su merced…

Mientras el aristócrata polaco de la novela tiene 12 años de edad, Andrésen tiene 15. A Visconti no le importa. Originalmente había seleccionado a un jovencísimo Miguel Bosé para ese papel pero su padre, el torero Luis Miguel Dominguín, no dio el permiso correspondiente. La novela de Thomas Mann describía «una cara que evoca el momento más noble de la escultura griega». El joven actor sueco personificaba cada palabra del Premio Nobel de Literatura: «Pálido, con una timidez dulce, bucles enredados de color miel, el ceño y la nariz descendiendo en una línea, una boca cautivadora y una expresión de la serenidad pura de un dios; en realidad no es humano, sino un ángel de la muerte». Para Visconti, la obsesión del personaje principal de la novela de Mann, Gustave von Aschenbach, no era sexualizada ni mucho menos erótica sino que pertenecía a una esfera superior de amor que busca la perfección. Encontrar al actor adecuado para Tadzio era esencial, ya que su belleza era la que le iba a dar el sentido a toda la película.

El documental sugiere, sin golpes bajos pero con claridad implacable, que el equipo de Visconti (formado casi en su totalidad por homosexuales) priorizó el rodaje por encima del bienestar de un menor vulnerable. No hubo vuelo a casa, no hubo terapia, no hubo pausa para el joven. Solo el imperativo del arte, que en este caso funcionó como una máquina trituradora de inocencia. Andrésen recuerda cómo disociaba durante las tomas, cómo su aparente serenidad frente a la cámara era en realidad un congelamiento emocional, un mecanismo de supervivencia.

Años después el actor aseguraría que las únicas instrucciones que recibía del mítico cineasta italiano eran «camina, párate, date la vuelta, sonríe». Resulta realmente turbadora la rueda de prensa de la avant-premier en la que el director ironiza que Andrésen está algunos meses más viejo y da a entender que está perdiendo la lozanía con la que aparece en el filme. Textualmente dice en el documental que ya no le parecía tan hermoso porque estaba convirtiéndose en un hombre. Fue en ese momento en el que lo bautizó públicamente como el chico más hermoso del mundo. Ese fue precisamente el titular de la Interview Andy Warhol Film Magazine que lo catapultó a la fama mundial.

Los directores construyen un relato sobre la explotación disfrazada de arte. Las imágenes de archivo —Andrésen exhibido en Japón como un objeto decorativo tras el estreno, las miradas lascivas de adultos, la ausencia total de protección— resultan hoy profundamente perturbadoras. Pero es la revelación sobre su madre (se le informa sobre su suicidio con un informe forense pormenorizado) lo que recontextualiza toda la experiencia: no estamos viendo a un joven que se volvió famoso, sino a un huérfano de la tercera edad, traumatizado, que nunca tuvo permiso para derrumbarse.

¿Tuvo vida después del éxito de Muerte en Venecia y una vez que el contrato con Visconti concluyó? Parece que sí, pero no en Suecia. Su abuela lo convenció de ir al Japón donde la película había tenido un éxito multitudinario: allí grabó comerciales y discos de música pop. Lo que hizo fue histórico: se convirtió en el primer ídolo de masas en el mundo oriental en un idioma que no era el suyo. El parangón con The Beatles no es hiperbólico: las chicas lo perseguían con tijeras para llevarse parte de atractiva cabellera como souvenir. En el documental se ve cómo fue obligado a drogarse para poder sostenerse en agotadoras actuaciones públicas que eran a veces seis por día.

Su cara inspiró a los artistas del manga a crear personajes basados en su apariencia. Así surgió la estética Bishōnen que privilegia el look andrógino (el ejemplo más a la mano para entender este fenómeno es Los caballeros del zodiaco). Su figura inspiró a artistas de manga como Riyoko Ikeda (La rosa de Versalles) y Keiko Takemiya (Kaze to Ki no Uta). La estética bishōnen derivada de Andrésen se convirtió en un pilar del romanticismo ilustrado en el manga y el animé en Japón.

La fuerza del documental radica en el propio Andrésen, cuya presencia frente a la cámara oscila entre la lucidez dolorosa y la fragilidad palpable. Su rostro, todavía capaz de evocar aquella belleza andrógina que lo hizo famoso, está ahora marcado por el alcohol, la depresión y el peso de una vida construida alrededor de un momento que él nunca pidió. Cuando habla de cómo su belleza se convirtió en prisión, su confesión tiene el peso de quien ha sobrevivido no solo a su propia cosificación, sino a un duelo que no se le permitió vivir, a una adolescencia confiscada por las necesidades del show business. Doloroso también es el momento en el que confiesa cómo su hijo de nueve meses murió junto a él (que estaba borracho) debido al síndrome de muerte súbita. Fue uno de los dos hijos que tuvo con la poeta Susanna Roman en los años ochenta del siglo anterior.

Hay secuencias desgarradoras donde Andrésen describe cómo, durante años, no pudo llorar adecuadamente a su madre porque inmediatamente después del rodaje de Muerte en Venecia comenzó una gira promocional internacional. Un adolescente en shock es paseado por festivales y programas de televisión, sonriendo para las cámaras mientras su mundo interior se desmoronaba. El documental incluye material de archivo de estas apariciones, y con el contexto que ahora tenemos, resultan poco soportables cada sonrisa forzada, cada respuesta educada en idiomas que apenas dominaba, son las actuaciones de alguien tratando desesperadamente de no desintegrarse en público.

Realmente triste resulta el tramo del documento audiovisual en el que el actor cuenta cómo estuvo casi un año viviendo en París, a mediados de los años 70 del siglo anterior, esperando la oportunidad de filmar con Malcolm Leigh (Games that lovers play, The Sword and the Geisha, Lady Chatterley versus Fanny Hill). La filmación de How lonely are the Messengers nunca se concretó, pero el actor recibió todo tipo de regalos de parte de hombres mayores: desde un estipendio mensual hasta un departamento en un piso céntrico de París. En el filme confiesa: «Me sentía como una especie de trofeo ambulante, como un animal exótico en una jaula. Yo solo sentía vergüenza. Solo quería estar en cualquier otro lugar y ser cualquier otra persona».

Uno de los segmentos más importantes del documental examina el regreso de Andrésen al cine en Midsommar (2019) de Ari Aster. Casi medio siglo después de Muerte en Venecia, Aster lo convoca para interpretar a uno de los ancianos de la comunidad sueca de Hårga, una figura patriarcal dentro de un culto que celebra rituales paganos de vida y muerte. La protagonista es la actriz británica Florence Pugh que interpreta a una joven turista que es absorbida por esa secta macabra.

El casting no es accidental: Aster, cinéfilo devoto, conocía perfectamente la historia de Andrésen y la carga simbólica que traía consigo. En Midsommar, Andrésen interpreta a alguien que pertenece a una comunidad que venera la belleza juvenil y los ciclos naturales de existencia, donde los ancianos son honrados antes de su muerte ritual. La ironía es punzante: el hombre que fue adorado y destruido por su belleza adolescente ahora encarna a un anciano en un filme sobre una comunidad que consume a sus visitantes.

Lo fascinante es cómo Midsommar funciona casi como metatexto de la propia vida de Andrésen. La película de Aster trata sobre belleza, trauma, rituales que devoran a los inocentes, y la forma en que comunidades aparentemente idílicas pueden ser profundamente destructivas. Andrésen, sin saberlo completamente en ese momento, estaba participando en una película que metaforizaba su propia experiencia: ser ofrecido como sacrificio a los altares del arte y la cultura. Su personaje se mata por un despeñadero cumpliendo el ritual de la comunidad: matarse en el mismo día que cumple 75 años. Al caer su cabeza se estrellaba contra una piedra filosa. La cámara mostraba en un ampuloso primer plano el rostro, otrora hermoso, completamente destrozado. Era una broma macabra que tanto director como actor la comprendían demasiado bien.

El paralelismo con Muerte en Venecia se vuelve más escabroso: así como Gustav von Aschenbach muere persiguiendo una belleza inalcanzable mientras una epidemia devasta la ciudad, Andrésen filmó esa muerte simbólica mientras vivía su propia devastación personal. Y décadas después, en Midsommar, interpreta a alguien que se prepara para morir según los rituales de su comunidad. El cine, parece sugerir el documental, nunca dejó de pedirle que representara su propia destrucción.

Los directores Lindström y Petri tienen el acierto de contrastar este abandono institucional con los intentos tardíos de Andrésen por sanar. Lo vemos visitando Venecia y Tokyo décadas después, confrontando su fama involuntaria, intentando reconciliarse con ese pasado. Pero la sombra de su madre suicidada y el duelo interrumpido lo persiguen constantemente. En una escena particularmente conmovedora, admite que parte de su alcoholismo viene de nunca haber tenido un espacio seguro para digerir la muerte de ella. Incluso Midsommar, con toda la buena voluntad del director, no pudo ofrecerle lo que realmente necesitaba: la posibilidad de no ser visto, de no ser “el chico más hermoso del mundo”.

Gracias a su muerte, The Most Beautiful Boy in the World adquiere una dimensión aún más trágica. Se convierte en un testimonio final, en la única oportunidad que tuvo Andrésen de contar su versión completa de una historia que otros escribieron por él, incluyendo la parte que el mundo del cine prefirió ignorar. Su aparición en Midsommar funciona ahora como un epílogo involuntario: el niño hermoso convertido en anciano, completando finalmente el ciclo que Visconti comenzó. Pero a diferencia del ritual ordenado de la comunidad de Hårga, la vida de Andrésen fue un caos de trauma no resuelto y la belleza convertida en condena.

Este documental es un espejo incómodo que nos obliga a reconsiderar obras maestras del cine bajo una luz diferente. ¿Puede separarse el arte del daño que causó su creación? ¿Valía la pena Death in Venice si su costo fue la salud mental de un adolescente en duelo? ¿Es Midsommar una forma de reparación o simplemente la misma dinámica explotadora, aunque más consciente de sí misma? El filme no ofrece respuestas simples, pero su mera inclusión es un acto necesario de reparación histórica.

La belleza, sugiere el documental, no es un regalo cuando te define contra tu voluntad. Y el cine, por muy sublime que sea, no está exento de rendir cuentas por las vidas que transforma —o destruye— en nombre del arte. Especialmente cuando esas vidas ya estaban fracturadas por tragedias que la producción eligió ignorar. Que Andrésen haya regresado al cine en Midsommar es un poco una historia de redención y más un memento de heridas que nunca cerraron completamente, solo se representan una y otra vez hasta que la historia finalmente termina.

En 2003 el actor se vio sumergido en otra polémica. La escritora feminista Germaine Greer publicó el libro The Beautiful Boy que recopila retratos de chicos hermosos tomados de la historia del arte y del cine. En la portada la autora decidió insertar un retrato de Andrésen de la época de la filmación de Muerte en Venecia. Por más reparos que tuvo el actor sueco contra la obra, no se lo complació. En la portada se mantuvo su cara. El argumento legal que le dieron fue que bastaba con el permiso del fotógrafo, pisoteándose de esta manera los derechos de imagen sobre su persona. Hasta el último, Andrésen no pudo hacer posesión de su propio cuerpo, de su propio rostro. Se cumplía así la maldición del chico más hermoso del mundo, o como el decía irónicamente «del chico más viejo del mundo».

Ron Howard naufraga en su película sobre las Islas Galápagos

Ron Howard (Oklahoma, 1954) acaba de destruir una de las carreras más sólidas y respetables de Hollywood. Desde sus inicios como el entrañable Richie Cunningham en Happy Days (1974) hasta convertirse en uno de los directores más exitosos de la industria, Howard ha demostrado versatilidad en todas sus películas previas: el filme tecno-científico Apollo 13 (1995), el drama periodístico Frost/Nixon (2008), la eficaz Una mente brillante (2001) que le valió el Oscar, e incluso entretenimientos competentes como la saga de Robert Langdon: El código Da Vinci (2006), Ángeles y demonios (2009) e Inferno (2016); sin embargo, toda carrera tiene su punto de quebranto, y Eden (2024), recientemente estrenada en la plataforma Amazon Prime Video, representa el momento en que la fórmula narrativa se desmorona y el calicanto falsea: la mediocridad triunfa sobre décadas de profesionalismo. Los guionistas culpables son Noah Pink (creador de la serie Genius de la National Geographic) y el mismo Ron Howard.

El cine de ficción ha evitado sistemáticamente las islas Galápagos. Más allá de documentales fascinantes sobre Darwin y la biodiversidad única del archipiélago, prácticamente no existe un corpus cinematográfico de ficción ambientado en estas islas. Alguna que otra aparición fugaz en películas de aventuras genéricas, quizás un par de escenas en Master and Commander (2003) de Peter Weir, tangencialmente relacionadas, pero nada sustancial. Las Galápagos, con su historia de colonos excéntricos, náufragos, misterios sin resolver y la legendaria saga de los colonos alemanes en los años 30 del siglo anterior, merecían una gran película. Eden debía ser esa obra a la altura de Satan came to Eden (2013), el señero documental de Dan Geller y Dana Goldfine, basado en Satan came to Eden: A survivor´s account of the Galapagos affaire (1936) de Dore Strauch y Floreana, lista de correos (1960) de Margret WIttmer.

Un antecedente local es preciso consignar. La baronesa de Galápagos (1993) de Carl West (Yugoeslavia, 1943) es una miniserie que pese a sus limitaciones es una referencia fundamental en el tema. Producida por Gustavo Nieto Roa y Enrique Arosemena para la cadena local Ecuavisa, estuvo protagonizada por Christian Bach (1989-2019), actriz argentina que hizo carrera en México en algunas telenovelas. Cuatro capítulos (disponible en línea), de aproximadamente hora y media de duración cada uno, diseccionan mejor la trama de intrigas y persecuciones entre estos europeos que se disputaban un territorio ajeno por el cual no pagaron ni un solo centavo.

Los hechos son de conocimiento público. Los Ritter (Dore y Friedrich) fueron los primeros colonos en llegar a Floreana, una de las islas Galápagos en 1929. La pareja huía de los comienzos opresivos del nacional socialismo en Alemania. Dore había sido paciente de Friedrich. Este era un fanático ciego de Nietzsche. Ritter juega a ser filósofo. Envía largas cartas sobre su vida a lo Robinson Crusoe que son publicadas por periódicos alemanes. Tres años duró el Edén de los Ritter. Un paraíso al que Howard no le interesa analizar. En 1932 llegaron los Wittmer (Margret y Heinz), inspirados por los «reportajes» de Ritter publicados en la prensa alemana. Los Ritter los mandaron al otro extremo de la isla, a una cueva, para mantenerlos lejos. Si las dos familias alemanas se llevaban mal, todo empeora cuando llega otra germana que se hace llamar Baronesa Eloise von Wagner Bousquet. Ella llega con dos supuestos sirvientes con la misión personal de construir un hotel de cinco estrellas al que bautiza como Hacienda Paradiso. La desaparición inexplicable de la mujer y sus lacayos, aparte de la muerte del doctor Ritter, convirtieron a esos eventos en las bases de la leyenda negra de Floreana. Mucho se ha escrito sobre estos primeros inmigrantes pero no hay audiovisual que le haga justicia a tanta intriga oscura. El director no atina a reproducir ni el más mínimo porcentaje de aquello que el historiador Octavio Latorre llegó a denominar la maldición de la tortuga.

Lo que Howard entrega es un mosaico de caricaturas donde actores talentosos se ahogan en interpretaciones maniqueas que insultan tanto a los personajes reales como a la inteligencia del espectador. Ana de Armas, cuyo ascenso meteórico prometía matices y profundidad (nominada al Óscar por hacer de Marilyn Monroe), reduce a la baronesa Eloise von Wagner Bosquet a una femme fatale de opereta, llena de poses y miradas calculadas sin una pizca de la complejidad psicológica que debió caracterizar a esta mujer enigmática. Jude Law, en lo que debería ser el papel de su madurez interpretando al doctor Friedrich Ritter, ofrece un misántropo de Cartoon Network, alternando entre gruñidos filosóficos (nadie se cree que es nietszcheano) y arrebatos predecibles. Su Ritter no es el visionario perturbado que abandonó la civilización; es simplemente un hombre malhumorado en una isla que se atreve a salir desnudo frontalmente en una escena.

Vanessa Kirby como Dore Strauch navega entre el victimismo y la histeria, sin capturar jamás la resiliencia y las contradicciones de una mujer que eligió seguir a Ritter al paraíso para encontrar el infierno (en ningún momento se justifica que use la gruesa rama de un árbol como cayado). Sydney Sweeney y Daniel Brühl, como los Wittmer, son los más desafortunados en este naufragio: interpretaciones tan planas y desprovistas de conflicto interno que parecen turistas perdidos en el set, recitando diálogos con la convicción de quienes leen el menú de un restaurante. Cada personaje es, o enteramente bueno o completamente malo, sin escala de grises, sin humanidad real.

Un inventario de inconsistencias podría tener la siguiente lista: los actores no se parecen en lo absoluto a las personas históricas que interpretan. Los Ritter tenían una campana que los visitantes debían tocar para que ellos pudieran vestirse. Vivían desnudos en un estado edénico que no es captado por el filme. El barril que servía en el muelle principal como casilla de correos aparece una sola vez y no se le da ningún tipo de uso narrativo, pese a ser el único vínculo con el mundo exterior por la cantidad de correspondencia y paquetes que llegaban. La vestimenta de los personajes no coincide con el clima: los exóticos ropajes de seda de la baronesa, por ejemplo, están fuera de lugar. La considerable distancia entre la vivienda de los Ritter y la cueva de los Wittmer no se respeta para nada dentro de la lógica espacial del filme. Las caminatas son tan mágicas que los personajes se visitan mutuamente a la velocidad del rayo. El naturalista norteamericano Allan Hancock llega a Floreana cuando la baronesa ya está instalada. No se menciona que es la tercera vez que su expedición científica llega a Galápagos. Tampoco se hace alusión al cortometraje cinematográfico que Hancock dirige con la baronesa como protagonista. Dore Strauch aparece vestida todo el tiempo con pantalones largos (a ratos pensaba que Vanessa Kirby debió haber interpretado el rol de la baronesa y no la sosa De Armas). El personaje de Daniel Brühl también aparece todo el tiempo con camisa de manga larga y pantalones. Dejo para el final de esta lista la forma ridícula en que el personaje de Sidney Sweeney da a luz sin ningún tipo de asistencia (cuando la evidencia biográfica apunta a que el Dr. Ritter la atendió a regañadientes). Tampoco se me quita de la cabeza la imagen de Sweeney amamantando a su criatura recién nacida. Triquiñuela de Howard de explotar la supuesta condición de sex symbol de la actriz.

Pero quizás el atentado más flagrante de Eden contra su material original es de carácter geográfico. Howard no filmó en Ecuador. Ni siquiera intentó acercarse a las Galápagos. Apenas mandó unos camarógrafos para captar tomas de paso, imágenes de transición, espectaculares imágenes aéreas captadas con drones, todos son superfluos planos contextualizadores. La producción entera se rodó en Australia, y se nota en cada cuadro. Las costas de Oceanía, por más hermosas que sean, no tienen la extrañeza volcánica, la aridez lunar, la luz solar tan particular, la fauna imposible que define al archipiélago ecuatoriano. Es como filmar una película sobre el Sahara en Islandia: técnicamente hay paisajes, pero el alma del lugar está ausente. Esta decisión no solo es una cuestión presupuestaria; es un símbolo perfecto de la desconexión total de la película con su material original.

La forma en que Howard resuelve el misterio de la baronesa es de un infantilismo supremo. No se entiende cómo un hombre de tanto kilometraje en el mundo del cine haya convertido el misterio galapaguense más importante en un sainete de principiantes. Spoiler alert. Uno de los lacayos de Eloise von Wagner se convierte en aliado del otro bando. Ritter dispara a la impostora de la nobleza y, en complicidad con Wittmer, arroja su cuerpo por un acantilado. Para hacer la intriga más voluminosa los guionistas deciden ubicar la muerte de Ritter después del asesinato de la baronesa. Su envenenamiento por ingerir pollo (alimentado por alpiste podrido) es de un amateurismo insufrible porque no es presentado de manera coherente. Una noche a Ritter se le ocurre comer ese platillo sin ninguna justificación previa. Resulta más incoherente aún que Margret Wittmer acuda previamente a regalarle a Dore Strauch carne de pollo más fresca. Hay una actitud soberbia de los guionistas de alardear del conocimiento de hechos biográficos cuando terminan poniendo en pantalla lo que ellos creen que pudo haber sucedido.

Eden es el fracaso más estrepitoso en la carrera de Ron Howard como director y como guionista (hay que tener agallas para poner su nombre en los créditos de autoría). No se entiende cómo teniendo un material histórico tan fascinante —uno de los episodios más extraños y oscuros de la historia del siglo XX— convirtió su pelicula en un melodrama insípido, rodado en el continente equivocado, con actuaciones dignas de una telenovela mexicana. Las Galápagos y sus leyendas oscuras siguen esperando una película digna de su misterio. Por suerte, la cineasta Tania Hermida hizo la película más representativa de esa región más transparente. Recomiendo La invención de las especies (2024), el mejor (y único) filme de ficción sobre nuestras islas.

Diane Keaton (1946-2025): La-Di-Da o el adiós a un símbolo irreverente de Hollywoodlandia

Con su partida de Diane Keaton, Hollywoodlania pierde a una de sus figuras más singulares, un referente en la actuación y en la moda; una mujer que redefinió lo que significaba ser estrella de cine y que nunca sacrificó su autenticidad por las reglas industriales del star system.

Nacida Diane Hall (por algo su máximo filme se llama Annie Hall) el 5 de enero de 1946 en Los Ángeles, adoptó el apellido de soltera de su madre para su carrera artística. Tras debutar en Broadway con el musical Hair en 1968, su vida cambiaría para siempre al conocer a Woody Allen, con quien forjaría una de las colaboraciones más memorables del cine estadounidense.

En 1972 estrena sus dos películas referenciales: The Godfather (en marzo) y Play it Again, Sam (en mayo). En la primera pasa a la historia por ser la esposa de Michael Corleone; en la segunda, actúa junto a Woody Allen en una comedia en la que el gurú sentimental es el fantasma de Humphrey Bogart. El personaje de Kay Adams representó una mirada inocente dentro de la comunidad mafiosa que Coppola quiso representar. La escena en la que prácticamente le cierran la puerta en la cara, al final, representa el veto a la honestidad femenina en ese mundo patriarcal despiadado. La colaboración con Woody Allen sería la primera de algunas películas de capital importancia; sobre todo, Annie Hall (1977), película en la que según el historiador David Thompson, Keaton hace un mínimo esfuerzo de actuación por insertar en su personaje modismos y actitudes personales. Esto es lo que dice el historiador en The New Biographical Dictionary of Film (Random House, 2010) al respecto:

Diane Keaton won her Oscar in Annie Hall doing… so Little, if you come to think about it, that the award must have been tribute to her likability and to the amiable, cool tolerance exhibited by her character. Annie Hall was nearly an-ism in the late 70´s, a way of dressing, reacting, and feeling. When people fall in love with an idea, they don´t bother to chech how much substance it has. Being Woody Allen´s best girl then seemed a very hip role; and Keaton was so deadpan cute in her basic attitudes, no matter her way of talking became as jittery as Woody´s. Even that had an edge of parody to it. She had been with Allen in Play it Again, Sam (1972, Herbert Ross), Sleeper (1973, Allen), and Love and Death (1975, Allen), but in Annie Hall it was as her real self had emerged. Everyone felt good about her.

Aunque no concordamos del todo con Thomson, sobre todo en aquello de ganar el Óscar «haciendo… tan poco», creemos que los registros actorales de Keaton fueron varios y que hay habilidades histriónicas mucho más allá de su cuteness; hay que destacar que la película por la que es más recordada no solo tiene ropajes especiales (corbatas y sombreros, más que nada) sino también guiños a la relación que había tenido con Woody Allen hasta 1975. Veamos lo que dice Keaton en su autobiografía Then Again (Random House, 2011) donde describe cómo llegó a inventar su código tan particular de vestimenta:

I wore what I wanted to wear, or, rather, I tole what I wanted to wear from cool-looping Women on the streets of New York. Annie´s kaki panas, vest, and the came from them. I tole the Hat from Aurore Clement, Dean Tavoulari´s future wife, who showed up on the set of The Godfather: Part II one day wearing a man´s slouchy bolero pulled down low over her forehead. Aurore´s hat put the finishing touch on the so-called Annie Hall look. Aurore had style, but so did all the street-chic Women livening up Soho in the mid-seventies. They were the real costume designers of Annie Hall (p. 26).

La verdad es que el personaje de Keaton marcó época y tendencia, no solamente en la forma de hablar y combinar corbatas, chalecos con sombreros, sino un estilo de actuación más desenfadado y realista, más cercano a un documental cotidiano o un reportaje de sentimientos. Su actuación en Looking For Mr. Goodbar (también de 1977) como la profesora de chicos discapacitados que en la noche liga con extraños, acalló cualquier duda sobre su talento.

Keaton también destacó como directora con trabajos como Unstrung Heroes (1995) y el documental Heaven (1987), además de cultivar pasiones paralelas como la fotografía y la arquitectura, publicando varios libros sobre casas californianas. En 1996 estrena The first Wives Club, una comedia con Goldie Hawn y Bette Midler que presagiaría el tipo de comedias ligeras que estrenará en el nuevo milenio.

En este primer cuarto de siglo del segundo milenio, Keaton hizo de todo un poco. Something`s gotta give (2003) de Nancy Meyers significó hacer tándem con Jack Nicholson con quien había trabajado brevemente en Reds (1981) de Warren Beatty, película que sigue conteniendo una de sus mejores actuaciones como la pareja del revolucionario John Reed. En su discurso de aceptación del Globo de Oro del 2004 hizo una apología del geriatrismo cinematografico, enfatizando que tanto su edad como la de Nicholson sumaban 125 años. Ese discurso se volvió célebre porque criticó frontalmente ese mal hollywoodesco del edadismo, esa fijación por la edad que conlleva una extraña demanda: en el cine norteamericano está prohibido envejecer. También estaba clara la crítica a los productores y directores que no contratan a personas cuya etiqueta cronológica ha rebasado la fecha de caducidad.

El último tramo de su carrera estuvo constituido por una veintena de títulos comerciales de escasa calidad. La sicaria en la comedia Plan B (2001), la madre preocupada en la comedia navideña The Family Stone (2005), otra vez de madre blandengue en Because I said so (2007), una de las tres ladronas de toneladas de billetes a punto de ser quemadas en la reserva federal en Mad Money (2008), la norteamericana que se enamora de un irlandés en Hampstead (2017), la comedia ligera Book Club (2018) y su secuela Book Club: Next Chapter (2023), la mujer que ama más a su mascota que a su esposo en Darling Companion (2012)… Tuvo también un rol secundario en la serie The Young Pope de Paolo Sorrentino en el que interpretaba a la Hermana Mary, la mujer que crio al papa interpretado por Jude Law. Muy ocupada la agenda de la actriz en el último tramo de su vida, yéndose en contra de la creencia común de que no hay trabajo para actrices de la tercera edad. Un rasgo en común tienen todos estos títulos hechos a destajo: el look Keaton está intacto en la mayoría de sus últimas películas: vestimenta holgada, lentes y sombreros. La eterna Annie Hall siempre estuvo ahí hasta el final.

Es que fue esto lo que hizo única: su absoluta fidelidad a sí misma. Nunca se casó; adoptó dos hijos como madre soltera, envejeció sin disculpas en una industria obsesionada con la juventud, manteniendo hasta el final su estilo inconfundible. Era conocida por sus excentricidades, desde su amor por beber vino tinto con cubos de hielo hasta su peculiar sentido del humor que se puede ver en cualquiera de sus intervenciones públicas que están disponibles en la red. Basta con ver su paso, en el 2017, por El show de Graham Norton (episodio 5, temporada 21) en el que dice y hace las cosas más delirantes que alguien puede hacer en un talk show (besar en la boca a los otros invitados presentes en el set, por ejemplo). También se recomienda ver sus comparecencias en The David Letterman Show en 1987, 2008 y 2012; además de su discurso de aceptación, en el 2017, del 45th AFI Life Time Achievement en el que agradece cantando una canción.

Keaton fue descrita en los obituarios en línea como “una de las grandes actrices estadounidenses de la época dorada de los años setenta”, un emblema de estilo y un “tesoro” con un estilo personal y profesional “difícil de explicar e imposible de duplicar”. Hollywood llora desde el 11 de octubre, fecha de su deceso, a una de sus últimas grandes originales, una mujer que nos enseñó que el verdadero glamour reside en la autenticidad, y que la excentricidad surge sin mucho esfuerzo cuando es parte inherente de tu personalidad.

La-di-da, como diría Annie Hall. Adiós, Diane.