«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

Archivo para diciembre, 2025

Un simple accidente (futura ganadora del Óscar al mejor filme extranjero) o el cine como acto de resistencia

La nueva película de Jafar Panahi (Miyaneh, 1960), ganadora de la Palma de Oro 2025 del Festival de Cannes, y candidata por Francia, en la preselección del Óscar, a la mejor película extranjera, llega cargada con el peso de una trayectoria fundamental en el cine contemporáneo. Pocos cineastas han tenido que pagar un precio tan alto por el simple acto de filmar, y menos que pocos han convertido esa opresión en la materia misma de su arte con tanta lucidez.

Para entender Un simple accidente (2025) es necesario recordar el calvario que Panahi ha atravesado desde 2010, cuando el régimen iraní lo condenó a seis años de prisión, le prohibió hacer películas durante veinte años y le impidió salir del país. Su crimen: apoyar el Movimiento Verde que protestaba contra el fraude electoral. Pero el verdadero delito de Panahi, aquel que el régimen nunca le ha perdonado, es su mirada: ese don para mostrar las grietas del sistema, las vidas que el poder invisibiliza. Para que mis lectores tengan una idea del escozor que causa Panahi en el régimen iraní: las actrices aparecen en este filme sin el tradicional hiyab.

Panahi, asistente del director Abbas Kiarostami (1940-2016), había dado señales de su talento subversivo desde sus primeras películas. El globo blanco (1995), su debut, ganó la Cámara de Oro en Cannes con una historia aparentemente ingenua sobre una niña que persigue un pez dorado, pero que en realidad cartografiaba las desigualdades de Teherán. El espejo (1997) llevó esa audacia más lejos, incorporando elementos documentales cuando su joven protagonista abandonó el rodaje y Panahi decidió seguir filmándola. Ya entonces quedaba claro que para este cineasta la frontera entre ficción y realidad sería siempre porosa.

Pero fue El círculo (2000), su obra maestra temprana, la que marcó el punto de no retorno con las autoridades. La película seguía a varias mujeres atrapadas en situaciones imposibles: expresidiarias, madres solteras, prostitutas, todas circulando por un Teherán que las condena sistemáticamente. El régimen prohibió su exhibición en Irán, aunque ganó el León de Oro en Venecia. 

Entonces llegó la sentencia de 2010. Panahi pasó dos meses en la prisión de Evin, en régimen de aislamiento, compartiendo celda con presos políticos. Cuando salió bajo fianza, muchos pensaron que su carrera había terminado. Lo que siguió fue una década de filmación clandestina que ha pasado a la historia del cine como un ejemplo único de resistencia creativa. 

Panahi convirtió su arresto domiciliario en método cinematográfico. Esto no es una película (2011) la filmó íntegramente en su apartamento, con una pequeña cámara digital, sin equipo técnico ni permisos. La película es a la vez un diario íntimo, un ensayo sobre la imposibilidad de crear y, paradójicamente, una obra de arte redonda en sí misma. El material fue sacado de Irán, en un pendrive USB, escondido en un pastel de cumpleaños, anécdota que suena a ficción pero que es rigurosamente cierta.

Luego vino Taxi Teherán (2015), disponible en la plataforma FILMIN, quizá su golpe maestro de este período. Panahi convirtió su taxi en un estudio móvil, recogiendo pasajeros reales y ficticios por las calles de Teherán, con cámaras instaladas en el tablero. Es una película hilarante y desgarradora a partes iguales, donde cada pasajero—desde un profesor censurado hasta un vendedor de DVD´s piratas—ofrece un testimonio sin filtros sobre la sociedad iraní. Cuando ganó el Oso de Oro en Berlín, Panahi no pudo recoger el premio. En su lugar, su sobrina leyó un mensaje: “Me han prohibido hacer películas, pero sigo siendo cineasta”. El archivo digital había viajado escondido en el equipaje de un colaborador que cruzó la frontera.

Tres caras (2018) lo llevó fuera de Teherán por primera vez en este período, a pueblos remotos de Azerbaiyán occidental, rodando con un equipo mínimo y enfrentando constantes amenazas de ser descubierto. La película investiga la desaparición de una joven actriz en una comunidad tradicional, pero es también una reflexión sobre tres generaciones de actrices iraníes y las presiones sociales que enfrentan. De nuevo, la película viajó en formato digital, pasando de mano en mano hasta llegar a Cannes, donde ganó el premio al mejor guion.

En julio de 2022, mientras visitaba la prisión de Evin para preguntar por colegas detenidos durante las protestas, Panahi, cual personaje de Kafka, fue arrestado nuevamente sin ningún motivo. Pasó seis meses en prisión antes de ser liberado temporalmente en febrero de 2023, en medio de protestas internacionales. Durante ese encierro, muchos temieron por su salud y su vida. Directores como Martin Scorsese, los hermanos Dardenne y todo Cannes se movilizaron exigiendo su liberación.

Un simple accidente nace de ese contexto de vigilancia permanente, de prohibiciones que el cineasta se niega a acatar, de una lucha titánica por el derecho a mostrar su país tal como es y no como lo quiere la propaganda del régimen. Como sus películas anteriores desde 2011, fue rodada en secreto, sin permisos oficiales, con recursos mínimos y el riesgo constante de represalias. Y como todas ellas, el material salió de Irán en pendrives que circularon por rutas clandestinas hasta llegar a los festivales internacionales que han sido la única ventana de Panahi al mundo.

La película mantiene esa aparente sencillez narrativa que caracteriza su obra total. Panahi construye su narración desde la observación minuciosa de situaciones que podrían parecer anecdóticas pero que, bajo su mirada, revelan las tensiones profundas de una sociedad atravesada por contradicciones. El “simple accidente” del título—cuya naturaleza específica el director mantiene deliberadamente ambigua durante buena parte del metraje— es un perro atropellado al principio del filme. Quien maneja el vehículo es el sobreviviente de una tortura política. Antes de terminado el primer acto, se encontrará por casualidad, en la calle, con su captor del régimen dictatorial. Apenas lo divisa, lo pensará, lo atropellará y lo secuestrará. Le cavará un hoyo para sepultarlo, en las afueras de Teherán, pero le entra la gran duda: ¿Es o no es su torturador? Empieza así la trama rocambolesca de visitar a unos amigos, también víctimas del régimen, para que reconozcan al verdugo. Una vez obtenida la confirmación procederá a matarlo y enterrarlo. Particularmente notable es la primera persona que visita: una fotógrafa que está en plena sesión con una novia vestida de blanco. Ambas mujeres, resultan, coincidencialmente, ser víctimas del torturador, al igual que el novio. 

La cámara de Panahi, siempre atenta a los espacios cerrados y a los rostros en primer plano, captura no tanto el accidente en sí (ya no el perro atropellado sino el hallazgo del torturador) además de sus ondas expansivas: las negociaciones, los malentendidos, las pequeñas humillaciones y solidaridades que emergen cuando lo imprevisto interrumpe el orden establecido. Es imposible no leer en cada encuadre la experiencia vivida del propio Panahi, para quien cualquier “simple accidente” puede convertirse en catástrofe bajo un régimen que criminaliza el pensar diferente.

El cineasta no entrega grandes discursos ni metáforas obvias. La narración opera a través de la acumulación de detalles: una conversación telefónica que se interrumpe, una mirada sostenida demasiado tiempo, el modo en el que alguien se sienta a esperar. Es cine de observación en su estado más puro, confiando en la inteligencia del espectador para leer entre líneas. Pero cada uno de esos detalles está cargado con el conocimiento de que filmarlos fue un acto de desobediencia civil.

La interpretación es natural al cien por ciento, al punto de que en ocasiones resulta difícil distinguir entre actores profesionales y no profesionales, ambigüedad que Panahi cultiva deliberadamente desde El espejo y que en este contexto de clandestinidad adquiere una dimensión práctica, además de estética. Esta no distinción refuerza la sensación de estar presenciando un documental, aunque sepamos que cada encuadre ha sido cuidadosamente construido, probablemente bajo circunstancias de enorme presión política.

Hay momentos en la película donde la textura misma de la imagen—ligeramente granulada, captada con equipos de discreta calidad—recuerda las condiciones en que fue realizada. No es el pulido visual de una superproducción sino la urgencia de quien filma contra el tiempo y contra la ley. Esa precariedad técnica, lejos de ser un defecto, es parte integral del significado de la obra. Como en Esto no es una película, las limitaciones materiales se convierten en la máxima bondad de la expresión estética.

No hay banda sonora, excepto una canción que se escucha en la calle, en alguna escena. El ritmo es pausado, la resolución esquiva, y el final—como es habitual en Panahi—deja más preguntas que respuestas. Pero estas no son concesiones involuntarias sino decisiones estéticas coherentes con una visión del cine como instrumento de interrogación más que de clausura. Para un cineasta a quien le han prohibido el cierre narrativo de su propia vida, las conclusiones abiertas son una elección artística y una declaración política.

Ser uno de los pocos espectadores en la sala y ver Un simple accidente es participar en un acto de resistencia que trasciende la pantalla. Cada proyección es una victoria contra la censura, cada espectador un testigo de que el arte no puede ser silenciado completamente. El hecho mismo de que esta película exista—de que haya sido filmada en secreto, escondida en dispositivos digitales, transportada clandestinamente a través de fronteras, y finalmente exhibida en un circuito internacional—es tan significativo como cualquier cosa que suceda dentro del encuadre.

Panahi forma parte de una tradición ilustre de artistas perseguidos que incluye a Solzhenitsyn escribiendo en secreto en la Unión Soviética, a Anna Ajmátova memorizando sus poemas porque era demasiado peligroso escribirlos, o a los cineastas checos que filmaron durante la Primavera de Praga. Pero su caso tiene una dimensión particular en la era digital: esos pendrives que cruzan fronteras son el equivalente moderno de los manuscritos “samizdat” que circulaban de mano en mano en la Europa del Este. En ruso “samizdat” significa «autoedición» y se refiere a la publicación y distribución clandestina de literatura censurada en la Unión Soviética y otros países del Bloque del Este, donde individuos reproducían y pasaban de mano en mano textos prohibidos (libros, poemas, ensayos, etc.) usando métodos rudimentarios como máquinas de escribir y papel carbón para burlar la fuerte censura estatal y crear una cultura disidente de autopublicación.

Un simple accidente es una película que exige paciencia y que recompensa la atención que el espectador pudiera darle, es un recordatorio de cómo el cine puede ser un arte de la sutileza sin por ello renunciar a su capacidad de interpelarnos. Es también un documento político: la prueba de que hay cineastas dispuestos a arriesgar su libertad y su vida por el derecho a contar historias.

Cuando finalmente Panahi pueda recibir en persona los premios que sus películas clandestinas han ganado, cuando pueda viajar libremente y filmar sin miedo, será un día de celebración para el cine mundial. De hecho, Francia acaba de desechar todas las películas francoparlantes para apostar con Un simple accidente al próximo Óscar, en la categoría a la mejor película extranjera. A principios de este mes un tribunal volvió a condenar a Panahi, esa vez a un año de prisión, por propaganda contra el sistema. Mientras tanto, sus películas siguen saliendo de Irán en memorias USB, pequeños artefactos que contienen verdades que ninguna prohibición puede borrar.

NETFLIX COMPRA WARNER BROTHERS (MÁS EL CATÁLOGO DE HBO) O CUANDO EL ALGORITMO DEVORA A LA HISTORIA DEL CINE

Hoy soy un espectador nuevo. Veo el mundo del cine de otra manera. Acabo de reformatear mi mirada. He terminado de leer un comunicado (rescatado de mi spam) que envía Netflix a todos sus suscriptores vía correo electrónico. En el tablero del entretenimiento global acaba de producirse un tsunami: Netflix ha adquirido Warner Bros. (con sus estudios de cine y Tv. incluidos) por la friolera de $82.7 mil millones, suma que supera el producto interno bruto de cualquier nación desarrollada. El acuerdo también incluye el catálogo de HBO Max. Los negocios de televisión como CNN, TNT y TBS son parte del acuerdo y pasarán a una nueva empresa separada.

Escucho el golpe de Kevin Spacey sobre la mesa (el sonido de la intro cada vez que aparece la N gigante en pantalla) mezclado con los primeros versos de la canción «As time goes by» de Casablanca. No es solo una transacción financiera; es el equivalente corporativo a una película de Christopher Nolan: ambiciosa, compleja y con consecuencias que se despliegan en múltiples líneas espacio-temporales.

Durante más de una década, Netflix encarnó el papel del rebelde digital que llegó para supuestamente democratizar el acceso al contenido y desafiar a los dinosaurios de Hollywood. Hoy, en un punto de giro digno de sus series, el disruptor se convierte en el conquistador al devorar a uno de los estudios más emblemáticos de la historia del cine.

La lógica detrás de esta maniobra es muy clara. Netflix se enfrentaba a un dilema existencial: costos de producción astronómicos, apuestas originales con recuperaciones inciertas de capital y la ausencia de ese tesoro que distingue a los grandes estudios: un catálogo histórico con peso cultural. Warner Bros. Discovery, por su parte, arrastraba una deuda insostenible y un modelo híbrido entre streaming y cable que ya no podía competir en el nuevo ecosistema digital.

Warner Bros. no es simplemente un estudio más. Es una cinemateca de la cultura popular, una máquina de fabricar mitos que ha moldeado el imaginario colectivo durante generaciones. Con esta adquisición, Netflix no solo obtiene contenido; compra prestigio y una genealogía cultural invaluable.

La lista de activos es un carrusel interminable: Casablanca, El Padrino, los Looney Tunes, Harry Potter, el universo DC, Game of Thrones, la trilogía de El Caballero de la Noche, y décadas de producciones que definieron épocas enteras. Netflix hereda franquicias multigeneracionales que pueden explotarse indefinidamente, una infraestructura industrial completa y, quizás lo más valioso, la capacidad de distribuir masivamente películas en las salas de cine.

De un plumazo, la plataforma que nació desafiando al sistema se transforma en una major con pleno derecho. Esto no estaba en los planes de nadie. La gran pregunta que no me deja dormir es la siguiente: ¿Debo desinstalar de mi teléfono la aplicación de HBO Max y dejar de pagar esa suscripción?

Esta megafusión marca un punto de inflexión: parece ser el final de las “guerras del streaming”. El mensaje es certero: no hay espacio para todos en este nuevo orden (suena a un verso de «Lose yourself» de Eminem). Solo sobrevivirán las plataformas con stamina suficiente para absorber estudios enteros o sostener universos completos de contenido. El resto será devorado o relegado a la irrelevancia. Parece una de las subtramas de Interstellar.

Para los espectadores, las implicaciones son ambivalentes. Netflix ha prometido mantener estrenos cinematográficos significativos, lo que podría representar un renacimiento del cine como hecho cultural compartido. La posibilidad de ver las próximas grandes producciones de Warner en pantalla grande antes de su llegada al streaming es insoportablemente romántica.

Pero esta concentración de poder también genera inquietudes legítimas. Cuando una sola entidad controla tanto la producción como la distribución de historias que consumen millones de personas, surgen preguntas sobre diversidad creativa, ética empresarial, riesgo artístico y la supervivencia de voces disidentes en un ecosistema optimizado por algoritmos.

El verdadero desafío de esta fusión no será financiero sino cultural. Warner Bros. representa la vieja guardia de Hollywood: tradición, prestigio cinematográfico, toma de decisiones basada en una intuición creativa. HBO es sinónimo de calidad artística sin concesiones. Netflix, por su parte, encarna la mentalidad tecnológica: datos, velocidad, eficiencia algorítmica.

Fusionar estas filosofías es como pedirle a Stanley Kubrick que permita a una startup de Silicon Valley firme como co-directora de Full Metal Jacket. Fascinante sobre el papel, potencialmente catastrófico en la praxis.

Las tensiones ya están en el horizonte: ¿Mantendrá HBO su identidad como sello de prestigio o sus producciones se diluirán en el menú infinito de Netflix? ¿Qué pasará con el errático universo de DC, que necesita más coherencia creativa que inyecciones de capital? ¿Aceptarán los cineastas, acostumbrados a ventanas teatrales amplias, las estrategias híbridas de estreno?

Si Netflix comete el error de homogeneizar, de convertir todo en un contenido intercambiable y optimizado para retener suscriptores, habrá pagado $82.7 mil millones por destruir un legado de décadas.

Esta operación obliga a replantear qué significa ser espectador en una era de concentración mediática, qué tipo de historias se cuentan cuando el algoritmo y el legado cultural deben coexistir, cómo se preserva la visión de autor en un sistema diseñado para la eficiencia comercial.

Si Netflix logra la difícil tarea de integrar sin absorber, de potenciar sin estandarizar, de respetar la mística de Warner y la excelencia de HBO mientras aporta su infraestructura tecnológica, estaremos presenciando el nacimiento de un coloso cultural que no tiene parangón en la historia de los medios de comunicación de masas. El lema de HBO era «No es televisión, es HBO». Ahora el lema será «No es HBO, es NETFLIX».

Si fracasa, será recordado como una de las apuestas más costosas y arrogantes en la historia del entretenimiento: el momento supremo en el que el streaming creyó que podía comprar el alma de Hollywood y descubrió, demasiado tarde, que algunas cosas no se pueden replicar por más capital que pongas sobre la mesa.

Por ahora, el mundo observa de pie como si estuvieran en un estadio esperando un gol de Messi. Los creadores utilizan sus calculadoras. Los espectadores esperan intrigados. Y Hollywood, quizás por primera vez en su historia centenaria, siente que la película la están dirigiendo otros. El guion lo escribe ahora una plataforma que nació prometiendo democratizar el entretenimiento y que hoy es su emperador más poderoso.

La ironía es digna de una película de David Fincher. Solo el tiempo dirá si termina como El club de la pelea o The social network.