10 AÑOS DE HAMILTON, EL REESTRENO DE UN HIMNO DE RESISTENCIA POLÍTICA

Vayan a Supercines porque va para su tercera semana, y si no pueden, chequéenla en Disney Plus. Dura 170 minutos que se van volando. Diez años después de su estreno en Broadway, Hamilton regresa a los escenarios en un momento en que Estados Unidos (y naciones aledañas) lo necesita más que nunca. Este reestreno no es un acto de saudade: es un rito deliberado de guerrilla cultural en una era donde el presidente de USA ha emprendido una guerra sistemática contra las instituciones artísticas del país, cerrando el Kennedy Center of Honors (autonombrándose director de dicho centro) y purgando directivas de museos y organizaciones culturales por discrepancias ideológicas.
Hay muchas razones para volver a ver Hamilton. La maestría lírica de Miranda sigue siendo sorprendente. Su habilidad para combinar rap, hip-hop, R&B y teatro musical tradicional crea un tapiz verbal donde cada rima parece imposible hasta que sale de la boca de un personaje. Miranda (¡Ave, Maestro!) construye estructuras métricas que desafían las convenciones del rap comercial, empleando esquemas de rima internos, asonancias y aliteraciones que rivalizan con los mejores poetas del idioma inglés. Lo que hace este genio fonético recuerda tanto a Shakespeare como a Eminem (y los dioses de la poesía saben que no estoy exagerando en lo absoluto).
Sus versos fluyen con una densidad que transmite biografemas, emociones y comentarios políticos simultáneamente, todo mientras mantiene un pulso rítmico implacable. Lo que distingue su poesía es la capacidad de hacer que frases que ya son históricas pese a que son densas y él logra con una facilidad asombrosa que suenen orgánicas en boca de sus personajes. Miranda convierte debates constitucionales en batallas de rap, duelos políticos en rap battles (competencias verbales) donde cada palabra es un disparo certero. El flow, como dicen los raperos, crece de manera sublime escena a escena.
Miranda, retomando el papel titular en funciones selectas, demuestra por qué Hamilton se convirtió en un fenómeno de masas. Su Alexander Hamilton (sí, el del billete de a diez dólares) es voraz, brillante y trágicamente humano: un inmigrante hambriento de legado que escribe hasta el agotamiento (su grafomanía es analizada de manera única en el musical). La vulnerabilidad que Miranda aporta a los momentos íntimos contrasta perfectamente con su ferocidad verbal en los enfrentamientos políticos. El elenco secundario brilla con luz propia. Los actores que interpretan a Burr, Washington, Jefferson y las hermanas Schuyler crean personajes tridimensionales que emprenden la fuga del panteón histórico para convertirse en seres de carne y hueso. La química de todo el elenco es única en la historia del musical, especialmente en los números corales donde las armonías vocales se entrelazan con una precisión quirúrgica.
La coreografía (qué delicia para la vista) transforma el escenario en un campo de batalla ideológico. Los bailes no son parte del trámite del espectáculo: cada movimiento comunica jerarquía social, tensión política y cambio histórico. Las formaciones circulares evocan el ciclo implacable de la historia; los movimientos angulares y entrecortados (gracias, camarógrafo de Disney)reflejan la violencia de la revolución; las transiciones fluidas entre estilos de baile —desde minués coloniales hasta hip-hop contemporáneo— colapsan el tiempo, sugiriendo que los conflictos fundacionales de Norteamérica permanecen sin resolver.
Hamilton redefinió (no es hipérbole) todo lo que tiene relación con el musical de Broadway. Demostró que el teatro musical podía ser riguroso en el aspecto intelectual sin sacrificar el goce del entretenimiento, políticamente relevante sin ser panfletario, y radicalmente inclusivo sin sentirse forzado. Al seleccionar actores de color en roles de padres fundadores blancos, Miranda (de origen portorriqueño) no solo democratizó la narrativa americana: la reclamó, argumentando visualmente que Estados Unidos pertenece a quienes lo edifican en el hoy, y no a quienes lo fundaron en el ayer. Su influencia es innegable. Desde su estreno, Broadway ha visto una explosión de musicales que emplean géneros musicales contemporáneos, estructuras narrativas no lineales y elencos diversos, amén de una mezcla de géneros de la cual Miranda es pionero.
Para jóvenes que crecieron con hip-hop y enfrentan crisis existenciales o políticas, Hamilton habla su idioma. Es historia enseñada a través de la música que escuchan, interpretada por actores que se parecen a ellos, abordando temas urgentes: inmigración, legado, mortalidad, ambición desmedida. El musical sugiere que los jóvenes pueden escribir su camino hacia la relevancia, que las palabras son armas y que la historia es un diálogo continuo donde sus voces importan. Aquí debo despojarme del rol de crítico y hablar como espectador. Fue un acontecimiento único ver este filme con mi hijo de 19 años. La sala de Supercines Orellana estaba repleta de jóvenes de edad similar. Se sabían todas las letras. Todas las canciones. Unos fueron en modo cosplay. Hubo un momento en que uno de ellos, disfrazado de Hamilton, se puso a cantar y a bailar una canción mientras los demás le hacían coro. Era como estar en Broadway. Y esto solo pueden saber los que hemos ido alguna vez a una función de esta naturaleza. Fin del paréntesis confesional.
El reestreno en este 2025 es profundamente político. Mientras Trump desmantela sistemáticamente la infraestructura cultural estadounidense —castigando a instituciones que se atreven a expresar voces disidentes— Miranda responde poniendo Hamilton nuevamente en escena. Es un recordatorio de que Estados Unidos se fundó en el disenso, que los inmigrantes construyeron esta nación, y que el arte no puede ser silenciado por decreto ejecutivo. El musical resuena con fuerza renovada: sus debates sobre poder ejecutivo excesivo, nepotismo, escándalos sexuales políticos y demagogia parecen extraídos de titulares actuales. La línea entre pasado y presente se difumina hasta desaparecer.
El párrafo anterior, del que podemos extraer el concepto erosionado de migrante, nos lleva al casting multiétnico que amplifica el mensaje original con una diversidad aún más rica. Miranda mismo, puertorriqueño de ascendencia mexicana, encarna al inmigrante Hamilton con autenticidad visceral. El actor que interpreta a Aaron Burr (Leslie Odom, Jr.) trae raíces afroamericanas del Sur profundo, mientras que George Washington es interpretado por un actor de ascendencia jamaiquina cuya presencia imponente redefine el concepto mismo de autoridad fundacional. Thomas Jefferson cobra vida a través de un intérprete afro-judío que le inyecta un extraño sabor caribeño a cada verso, mientras Lafayette (interpretado por el mismo actor), establece una conexión histórica con la primera república negra independiente. Las hermanas Schuyler (Renée Elise Goldsberry, Philippa Soo y Jasmine Cephas Jones) representan también un mosaico estadounidense de diversas ascendencias. Este elenco no es diversidad convertida en moneda de casino: es un manifiesto visual que proclama que la historia pertenece a todos los que habitan su presente, una declaración pertinente cuando la administración trumpista intenta acotar la definición de quién merece considerarse verdaderamente americano.
Mención especial merece la interpretación de Jonathan Groff (protagonista absoluto del serial Mindhunters) como el Rey George III, quien irrumpe en escena como el cometa Halley en medio de la gravitas revolucionaria. El actor transforma las tres breves apariciones del monarca en momentos de genio cómico puro, cantando baladas pop estilo The Beatles que contrastan hilarantemente con el hip-hop que domina el resto del musical. Su George es un déspota caprichoso y peligrosamente infantil, un narcisista que no puede comprender por qué sus colonias no lo aman incondicionalmente. Las risas que provoca tienen un filo oscuro: cada gesto exagerado (deliciosamente queer), cada nota aguda sostenida con petulancia, cada amenaza velada bajo sonrisas maniacas, resuena con inquietante familiaridad en 2025 porque tiene relación con el huésped máximo de la Casa Blanca. Es imposible no ver los paralelos con el autoritarismo contemporáneo. El actor convierte al Rey George en un espejo grotesco del poder desmedido, y el público ríe con la incomodidad de quien reconoce al monstruo.
Planteando la necesidad de un crossover, voy cerrando este artículo. Resulta notable que Hamilton nunca haya recibido una verdadera adaptación cinematográfica. Existe una filmación del montaje teatral original disponible en Disney Plus (ya lo dije al principio), pero no una reinvención para el medio fílmico que aproveche sus posibilidades narrativas únicas: primeros planos íntimos, montaje dinámico, locaciones reales (es como estar ahí, en el teatro original, si me permiten una vulgar observación). Quizás Miranda y su equipo temían que una película diluyera la inmediatez teatral, esa electricidad irreproducible entre actores y audiencia (impresionante escuchar los aplausos dentro del teatro después de casi todas las canciones). Pero diez años después, con una generación entera que anhela experimentar Hamilton en pantalla grande, es momento de reconocer que el musical merece esa traducción cinematográfica. Una versión fílmica ambiciosa podría alcanzar miles de espectadores que nunca podrán ir a Broadway, democratizando aún más este clásico fundamental de la cultura contemporánea. Y no será un show «Shakespeare in the Park», será «Lin Manuel Miranda in the Alley».









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