«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

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Amores perros, los 25 años de un ladrido inmortal

El filme no ha envejecido, su dureza aún produce perplejidad. Es un filme que sigue golpeando porque la realidad latinoamericana sigue resquebrajada. Su radiografía social de una ciudad que sobrepasa a sus habitantes. El toque neorrealista con esas callejas sucias, esas paredes que se caen descascarándose. Los objetos vetustos de cada escenario marginal. El contraste con el apartamento de la segunda historia. La pobreza del México profundo. La cámara temblorosa que se mete en cada acción canina. La paleta de colores apagados. Esos canes que se matan en las peleas callejeras clandestinas. Esos personajes que mueren como perros o son tratados como tales. La violencia no solo es canina, también es humana y no está tanto en las acciones físicas: los actores prácticamente ladran sus diálogos. El melodrama que siempre le ha funcionado históricamente al cine mexicano: el triángulo amoroso entre dos hermanos y una joven madre, el empresario que deja a su esposa por una modelo española. La banda sonora tan pertinente con canciones de la época. La actuación coral digna de aplaudir por la naturalidad de cada actor: la construcción redonda de cada personaje inolvidable. Alejandro González Iñárritu regalándose un cameo: hace de un director de publicidad que da órdenes muy precisas sobre cómo realizar un diseño a un joven que está frente a una computadora. El veinteañero Gael García Bernal dando muestras de un talento que se confirmará con una carrera única en cada país que ha filmado.

Un viernes 16 de junio del año 2000, las pantallas ladraron con la llegada de una película que cambiaría la historia del cine latinoamericano. Amores perros, ópera prima de Alejandro González Iñárritu, no solo marcó el inicio de una nueva era para el cine de este lado del mundo, sino que catapultó al séptimo arte mexicano hacia el reconocimiento internacional que parecía inalcanzable desde los tiempos nostálgicos de la Época de Oro.

Durante la década de los noventa del siglo anterior, el cine azteca atravesaba una de sus crisis más profundas. Las producciones se debatían entre comedias populares de bajo presupuesto y dramas costumbristas que no lograban conectar con las nuevas generaciones. Amores perros llegó como una explosión de un lenguaje cinematográfico urbano, violento y visceral que reflejaba la Ciudad de México real, lejos de estereotipos y folklorismos. Realismo sucio, se le llamará en los siguientes años, y este filme será el pionero en ese estilo.

González Iñárritu, junto a su guionista Guillermo Arriaga (con quien se pelearía durante el rodaje de Babel y se reconciliaría hace una semana en el re-estreno), construyó una narrativa fragmentada que dialoga directamente con el cine de autor europeo y el cine indie norteamericano, con una raigambre innegablemente mexicana. La estructura de relatos entrelazados (cine hipertextual), que convergen en un accidente automovilístico, demostró que era posible hacer cine complejo, ambicioso y popular al mismo tiempo. Si Tarantino tenía su Pulp Fiction, el rompecabezas de Gonzalez Iñárritu se convertía en un caso de estudio en clases de guionismo.

Amores perros fue también el inicio de su trilogía de la incomunicación o trilogía de la muerte (gracias, Alejandro por el doble membrete) conformada por dos películas más: 21 gramos y Babel. La trilogía de la incomunicación: Amores perros, 21 gramos y Babel. Esta serie de filmes no constituye una trilogía en el sentido narrativo tradicional —no comparten personajes ni historias continuas— sino que funciona como una exploración progresiva de temas universales mediante una estructura formal reconocible y una filosofía existencial compartida. Son tres historias múltiples que se entrecruzan, una cronología fragmentada que desafía la linealidad temporal, y personajes cuyas vidas colisionan por obra del azar o el destino. Esta estructura no es meramente un artificio formal, sino que refleja cómo la existencia humana constituye un tejido de casualidades y causalidades donde nuestras acciones generan consecuencias impredecibles en vidas ajenas.

Temáticamente, las tres películas comparten obsesiones centrales. La incomunicación es la más evidente: parejas que no pueden hablar de sus traumas, padres e hijos separados por muros emocionales, individuos que hablan idiomas distintos pero también quienes, compartiendo lengua, resultan incapaces de transmitir sus necesidades más profundas. La culpa atraviesa las tres narraciones: personajes que cargan con responsabilidades reales o imaginarias por las tragedias que los rodean, y que buscan redención en un universo que no ofrece absoluciones fáciles.

La violencia, tanto física como emocional, impregna la trilogía. Desde las peleas de perros en Amores perros hasta el disparo accidental en Babel, pasando por el atropellamiento en 21 gramos, la violencia aparece no como espectáculo sino como consecuencia de la fragilidad humana, del error, del malentendido. Es una violencia que no redime ni purifica, sino que obliga a los personajes a continuar viviendo con las cicatrices.

Formalmente (aquí cerramos el paréntesis), la trilogía se caracteriza por su experimentación con la temporalidad cinematográfica. González Iñárritu y Arriaga deconstruyen la narrativa lineal, presentando efectos antes que causas, finales antes que principios, obligando al espectador a convertirse en un detective salvaje que ensambla las piezas del rompecabezas. Esta estructura no es gratuita: refleja cómo experimentamos el trauma, cómo la memoria fragmenta eventos dolorosos, cómo el presente está constantemente invadido por el pasado.

Regresamos al reestreno de Amores perros. La autopsia descarnada de la capital mexicana es uno de los grandes aciertos del filme. Iñárritu presenta una megalópolis estratificada donde conviven la clase media empobrecida de Octavio y Susana, la burguesía arribista de Daniel y Valeria, y la marginalidad absoluta de El Chivo. Estas tres historias, unidas por la violencia, el deseo y los perros como metáfora existencial, conforman un mosaico social que supera cualquier histórico melodrama mexicano para convertirse en radiografía generacional con el ritmo de Control Machete, Nacha Pop, Julieta Venegas, Illya Kuryaki, Café Tacuba, y la poderosa música instrumental de Gustavo Santaolalla.

La ecléctica banda sonora (con los nombres que hemos dado previamente) mezcla rock, música tradicional y silencios dramáticos se convirtieron en referentes obligados. El uso de la música de Gustavo Santaolalla, con esas guitarras desgarradas que funcionan como lamento existencial, estableció un sello sonoro que el compositor repetiría en sus posteriores colaboraciones con González Iñárritu y que se convertiría en sinónimo de (me inventaré la categoría) cine latinoamericano de autor.

La fotografía de Rodrigo Prieto (The Irishman, Brokeback Mountain, Killers of the Flower Moon) captura la textura urbana con una paleta de colores desaturados y una cámara inquieta que anticipa el realismo sucio que caracterizaría gran parte del cine latinoamericano de la siguiente década. Cada encuadre respira autenticidad, desde las peleas clandestinas de perros hasta los lujosos departamentos de Polanco, construyendo un universo creíble y asfixiante. Prieto debe estar consciente de haber creado escuela con la cinematografía que propuso en este clásico del cine latinoamericano.

Amores perros también significó la consolidación de una generación actoral irrepetible. Gael García Bernal, con apenas 21 años, entregó una actuación demoledora como Octavio, el joven atrapado en un amor imposible y la violencia como única salida. Su rostro se convirtió en el símbolo de un nuevo cine mexicano que exportaba talento y no solo folclor. Emilio Echevarría, actor veterano ya fallecido, relegado durante años a papeles secundarios, encontró en El Chivo el rol de su vida: un guerrillero devenido en asesino a sueldo que busca redención con sus perros como única compañía. Su actuación contenida y devastadora ancla emocionalmente la tercera historia, la más reflexiva y desgarradora del tríptico.

La española Goya Toledo, Álvaro Guerrero, Vanessa Bauche, Adriana Barraza (nominada después por Babel), y el resto del elenco construyeron personajes tridimensionales que escapan de los arquetipos y habitan la complejidad moral que propone el guion. Mención especial para Gustavo Sánchez Parra (que luego hará Rabia con Sebastián Cordero) como Jarocho que es el némesis de Gael García Bernal en las peleas clandestinas de perros.

El éxito de Amores perros trascendió fronteras de manera inédita para el cine mexicano contemporáneo. Su presentación en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2000 generó ovaciones y posicionó a González Iñárritu como una de las voces más promisoras del cine mundial (sus posteriores clásicos Birdman, The Revenant y algunos otros, confirmaron su estatus de auteur cosmopolita). La nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera (que ese año ganó El tigre y el dragón de Ang Lee) y su triunfo en festivales de todo el planeta abrieron puertas que permanecían cerradas desde décadas atrás.

Pero más allá de los premios, Amores perros demostró que era posible producir cine de calidad internacional desde México, con historias locales que conectaban universalmente. El filme recaudó más de 20 millones de dólares a nivel mundial con un presupuesto modesto, demostrando que la calidad narrativa y visual podía ser también viable comercialmente.

El filme también revitalizó la industria nacional. Productoras, nuevos talentos y una renovada confianza inversionista permitieron el surgimiento de una generación de cineastas que hoy constituyen lo mejor del cine mexicano contemporáneo: Amat Escalante, Carlos Reygadas, Natalia Beristáin, Michel Franco, entre muchos otros que encontraron posible hacer cine sin renunciar a sus visiones personales.

La influencia de Amores perros (originalmente un guion llamado Amores canijos) se extiende más allá del cine mexicano. Su estructura narrativa de historias cruzadas inspiró innumerables producciones fuera de México.. El caso más notorio es el de Walter Salles (quien ha reconocido públicamente la influencia de González Iñárritu) quien contrató a Rodrigo Prieto para que le fotografíe Diarios de motocicleta (2004). Sumamente dedidor resulta el caso de Dennis Villenueve también en la lista de influenciados: Incendies (2010) y Prisioners (2013) tienen ese entrecruzamiento de historias a más de los dilemas morales, giros de guion y radiografías sociales que ya están en Amores perros (se nota que Roger Deakins estudió la fotografía de Rodrigo Prieto quien curiosamente aún no ha ganado un Oscar). La influencia más fuerte está presente en Crash (2004) de Paul Haggis, ganadora del Oscar al mejor filme del año, y que extrañamente son historias entrelazadas a partir de un accidente automovlístico, como sucede en el filme de González Iñárritu.

A veinticinco años de distancia, Amores perros mantiene su vigencia temática y emocional. Las interrogantes sobre el amor, la lealtad, la redención y la violencia que atraviesan las tres historias siguen siendo pertinentes en un continente que, en muchos aspectos, se ha vuelto aún más complejo y contradictorio por la irrupción de la violencia del narcotráfico en nuestras vidas.

El título mismo, con su juego de palabras que remite tanto a las relaciones pasionales como a los canes que protagonizan cada segmento, sintetiza la visión del filme: amores que muerden, que lastiman, que son tan leales como agresivos. Una metáfora de las relaciones humanas en su expresión más cruda y honesta. La canción «Amores perros (me van a matar)» de Julieta Venegas recoge todas estas ideas.

El clásico de González Iñárritu no es solo una película importante por sus logros técnicos o su éxito comercial. Es un filme de referencia porque representa un antes y un después, porque demostró que el cine mexicano podía competir en igualdad de condiciones con las mejores cinematografías del mundo sin perder su identidad, porque dio voz a una generación que exigía verse reflejada en pantalla sin concesiones ni paternalismos. Esta idea que puede ser un lugar común deja de serlo cuando constatamos la presencia de The Three Amigos como se les conoce a Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y el director de Amores perros, quienes son los únicos mexicanos en ganar el Oscar a mejor director y mejor película (Cuarón y González, dos veces como realizadores).

Veinticinco años después, aquella película que comenzaba con un accidente automovilístico y un perro herido en las calles del Distrito Federal sigue ladrando como el momento exacto en que el cine mexicano hizo un salto cuántico hacia la palestra internacional. Vale la pena revisitarla en este cuarto de siglo de aniversario.

Los ahogados o de cómo el cine ecuatoriano da una lección magistral de noir 

La escena con la que se abre el siguiente filme me capturó por completo y me hizo saber que no era cualquier cosa la que iba a ver en la sala 11 (con apenas dos espectadores) del Supercines Ceibos. Una joven empleada (Kelly Lucero) limpia el piso de una sala con una aspiradora. Una escena cotidiana, filmada de manera convencional (en un plano general), como si fuera un hecho doméstico más. De repente la sirvienta deposita la aspiradora en la pared y empieza a escalarla, a la manera de Fred Astaire en Royal Wedding (1951), o si quieren Dancing on the ceiling (1986), el videoclip de Lionel Ritchie. La actriz no necesita bailar para capturar la atención e invocar la tensión (no hay música festiva de fondo). El mensaje está claro desde este inicio inquietante: esta casa se va a poner de cabeza en esta historia. 

En un panorama cinematográfico nacional históricamente dominado por el drama social y la exploración identitaria, Los ahogados (2025) emerge como una “anomalía” fascinante y necesaria. Esta coproducción ecuatoriano-uruguaya, dirigida por Juan Sebastián Jácome en colaboración con el cineasta panameño Víctor Mares, y producida por Abaca Films en co-producción con la empresa uruguaya Rain Dogs Cine, más el respaldo de Ibermedia, representa un hito en la evolución del séptimo arte ecuatoriano: el primer acercamiento serio y logrado al género de suspenso en nuestra filmografía contemporánea.

Juan Sebastián Jácome (Quito 1983) llega a este proyecto con la solidez de quien ha construido un lenguaje cinematográfico propio a lo largo de más de una década. Su filmografía previa, que incluye Ruta de la luna (2012) y Cenizas (2018), ya había demostrado su capacidad para explorar las complejidades del alma humana a través de narrativas íntimas y visualmente sofisticadas. Con Los ahogados (filmada en 2022), Jácome da un salto cualitativo hacia territorios inexplorados del cine nacional, demostrando una versatilidad artística que lo consolida como uno de los directores no más prometedores de la región sino como autor con todas las de ley.

El reconocimiento internacional no se ha hecho esperar. La película ha cosechado cuatro premios en la prestigiosa sección Primer Corte de Ventana Sur 2023, y su selección para “Goes to Cannes” en la sección Work In Progress del Marché du Film de Cannes confirma que estamos ante una obra que trasciende las fronteras locales para insertarse con calidad en el circuito global de festivales. Este tipo de circulación internacional es precisamente lo que el cine ecuatoriano necesita para ganar visibilidad y credibilidad en el panorama mundial.

Inspirada en un suceso real de la crónica roja panameña —la muerte de una empleada doméstica en la piscina de sus empleadores—, Los ahogados va más allá de la mera recreación del hecho para convertirse en una reflexión sobre las dinámicas de poder, la impunidad y las fracturas sociales que atraviesan nuestras sociedades latinoamericanas. Aunque director y productores insisten en que se trata de un filme sobre la impunidad, la verdadera fortaleza de la obra radica en su impecable ejercicio de estilo que disecciona temas como la culpa, la paranoia y la traición.

El filme adopta los códigos del noir clásico con una sofisticación técnica que no deja de sorprender. Jácome y su equipo construyen una atmósfera opresiva donde cada elemento narrativo y visual converge hacia la exploración del impacto devastador que un hecho de sangre provoca en todos los círculos que rodean a los protagonistas: la familia, los amigos, el entorno educativo. Es un estudio meticuloso sobre cómo la tragedia expande sus ondas concéntricas, contaminando cada aspecto de la vida familiar, primero, y social, después.

El corazón pulsante de Los ahogados es la interpretación de Giovanna Andrade como Marcela, una novelista exitosa en vísperas de publicar su próximo libro. Andrade, quien por fin encuentra un papel que hace justicia a su talento de excepción —confirmándola como la actriz ecuatoriana más dotada de su generación—, construye un personaje de una complejidad emocional arrebatadora. Su rostro compungido se convierte en el lienzo donde se acuarelizan todas las emociones contradictorias que atraviesa su personaje: el dolor de la traición del esposo, la impotencia ante la injusticia, y sobre todo, la angustia maternal al ver a su pequeña hija convertida en víctima del bullying escolar a consecuencia del escándalo social.

La perspectiva narrativa de Marcela funciona como un prisma que descompone la realidad en múltiples versiones posibles de los hechos. A través de sus ojos, el espectador accede a un laberinto de sospechas y revelaciones donde la verdad se vuelve esquiva y polisémica. Andrade sostiene esta complejidad dramática con un poderío histriónico que permite al filme apostar por primeros planos inquietantes y prolongados, donde cada gesto y cada micro-expresión revelan capas profundas de significado.

Desde el punto de vista técnico, Los ahogados destaca especialmente por la fotografía del veterano Simón Brauer, cuyo trabajo conecta la película con los grandes títulos del género noir. Las numerosas secuencias bajo la lluvia no son mero artificio estético, sino que funcionan como metáfora visual de la purificación imposible en la melancoliza narración. Las imágenes sombrías y lúgubres, tanto en interiores claustrofóbicos como en exteriores desolados, construyen un universo visual coherente donde cada encuadre contribuye a la tensión dramática.

El reparto secundario merece reconocimiento especial. Fernando Arze Echalar compone un esposo sospechoso con la ambigüedad justa, mientras que Pilar Olmedo aporta dignidad y misterio como la mucama anciana. Amelia Yépez ofrece una interpretación conmovedora como la hija de Marcela, víctima colateral del escándalo, y Arturo Calahorrano construye un personaje fascinante como el guardia de seguridad, testigo silencioso de los secretos familiares.

Los ahogados representa el punto de giro que para el cine ecuatoriano se va curvando más y más. No solo por su calidad intrínseca, sino por demostrar que nuestro cine tiene la capacidad técnica y artística para abordar géneros tradicionalmente esquivos y hacerlo con la sofisticación que demanda el circuito internacional. Su reciente selección por la Academia de las Artes Audiovisuales y Cinematográficas del Ecuador para representar al país en la 40ª edición de los Premios Goya es un reconocimiento merecido a una obra que no puede serle indiferente a nadie.

Con Los ahogados, filmada casi toda de noche, Juan Sebastián Jácome no solo ha creado un noir absorbente y visualmente deslumbrante, sino que ha abierto nuevas posibilidades expresivas para el cine ecuatoriano. Es una película que honra (no me da pereza repetirlo) tanto los códigos clásicos del noir como las particularidades de nuestro contexto social, logrando esa síntesis glocal tan difícil entre universalidad y especificidad local que caracteriza a las obras logradas. Le deseamos el mejor de los éxitos en su recorrido internacional, pues sin duda se lo merece.

COMO AGUA PARA CHOCOLATE o RECETA PARA ARRUINAR UNA OBRA LITERARIA

Como agua para chocolate: Novela de entregas mensuales, con recetas, amores y remedios caseros, el bestseller de Laura Esquivel, publicado en 1989, construye un universo donde la gastronomía comunitaria funciona como un espacio femenino de resistencia y, sobre todo, de identidad, como lo podemos ver en la siguiente descripción de Tita de la Garza, la protagonista, quien nació justamente en la cocina de la casa. 

De igual forma confundía el gozo de vivir con el de comer. No era fácil para una persona que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa, porque el que colindaba con la puerta trasera de la cocina y que daba al patio, a la huerta, a la hortaliza, sí le pertenecía por completo, lo dominaba. 

Cada receta es un acto de rebeldía, cada ingrediente una declaración de independencia. El rancho familiar está conformado por Mamá Elena, sus hijas Gertrudis, Rosaura y Tita, además de Nacha, la cocinera, y Chencha, la sirvienta. 

Tita era entre todas las mujeres de la casa la más capacitada para ocupar el puesto vacante de la cocinera, y ahí escapaban de su riguroso control los sabores, los olores, las texturas y lo que éstas pudieran provocar.

La protagonista inventa, de esta manera, en la cocina un lenguaje amoroso basado en la combinación de alimentos típicos. El mundo empezaba y terminaba en la cocina para la protagonista: “Experimentaba una serie de sentimientos encontrados y la mejor manera de ordenarlos dentro de su cabeza era poniendo primero en orden la cocina”. La voz narrativa lleva todo hacia la metáfora culinaria para describir inclusive los estados de ánimo del personaje: “Tita literalmente estaba ‘como agua para chocolate’. Se sentía de lo más irritable”. 

El realismo poético (lo real maravilloso, diría Alejo Carpentier) no es ornamento en Esquivel sino algo que es parte de la estructura narrativa, una forma de comprender la realidad desde la perspectiva femenina mexicana del siglo XIX y principios del XX. La novela disecciona la historia de una familia en plena revolución mexicana. La protagonista es Tita de La Garza cuyo don para la cocina está latente en la trama conformada por doce capítulos: desde enero hasta diciembre, con una receta específica por cada mes. 

En la primera página se resumen los ingredientes y en la siguiente siempre se desarrolla la “Manera de hacerse”. El primer párrafo de cada episodio es el comienzo de la preparación culinaria, luego se pasa a la narración de los eventos novelescos, se interpolan sin avisar párrafos en los que continúan los preparativos y el último tramo incluye (en la mayoría de los casos) el toque final del platillo. Cada capítulo o mes (a la manera del folletín por entregas) concluye con la frase “continuará” y el anuncio de la siguiente receta. 

La voz de la narradora anónima de la novela es la hija de Álex y Esperanza, tíos abuelos de Tita. En el primer capítulo está confesado el parentesco con el pretexto de explicar la tendencia a ser lloricona: “Mamá decía que era porque yo soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela”. En la última página retoma el lazo filial diciendo: “porque soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela, quien seguirá viviendo mientras haya alguien que cocine sus recetas”.

La curiosa continuación de esta novela, El diario de Tita (2016), fechado en 1910, profundiza en la cosmogonía culinaria, expandiendo el universo simbólico de la saga, aunque se trata de una estética editorial defectuosa: cada página se presenta de manera manuscrita (dificultando a ratos la lectura), con fotografías en sepia y un insoportable efecto de borde quemado en cada folio. Flores marchitas, estampas religiosas o cartas escondidas en medio de una hoja son parte de la pirotécnica meliflua en el diseño editorial. La voz narrativa esta vez es Esperanza, hija de Rosaura y Pedro, y que al final del diario escribe: “Tomo como mi herencia tu diario y tu historia amorosa. Trataré de hacer honor a tanto y tanto amor. Que no se desperdicie. Que no muera. Que salga a la luz para iluminarnos a todos”. Al final la obra no ilumina nada. No arroja luminosidad sobre ningún acontecimiento que ya conocemos. 

Un buen ejemplo es cómo arranca el diario. Se explica la receta de las tortas de navidad con un detalle adicional que no consta en su predecesora: “Hay que dejarlas al sereno toda la noche envueltas en una tela, para que el pan se impregne con la grasa del chorizo”. Acto seguido se describe algo que está ausente en la novela predecesora: “El día de hoy, Pedro y yo nos juramos amor eterno frente a nuestra Señora del Refugio”.  No siempre se reescriben las recetas, como sucede en el segundo capítulo del diario en el que más bien se recogen los ingredientes que están interpolados a lo largo del episodio de la novela (en este caso para el relleno, el fondant y el turrón) y los ha reubicado al principio del episodio, en el listado de los componentes. En otras palabras, pasaron casi 30 años para que la autora nos presente las mismas recetas culinarias, pero con la añadidura de las confesiones de Tita.  

Pese a los reparos que pueda hallarle este crítico de cine, hay que reconocer que este diario fue una apuesta que no dejó indiferente a los fieles lectores de la Esquivel. 27 años después de publicada la primera novela, la autora pensó que era importante llenar los vacíos que había dejado en la obra de 1989. Ambos textos literarios comparten una sofisticación conceptual (sobre todo el primero) que la serie televisiva jamás alcanza. Nadie le gana a la escritora en esa estructura alternante de receta más narración. Cualquier reproche se le puede endilgar a la Esquivel (cursilería y melodrama, más que nada) pero siempre fue interesante la experiencia de lectura de estar a la expectativa de cómo la receta iba a ser ilustrada narrativamente. 

Entremos ahora sí a la cocina audiovisual. Donde los libros proponen metáforas sensoriales, la adaptación que ahora nos ocupa se conforma con reproducir tópicos del género fantástico. Aquí toca arremangarse la camisa y entrar con cuchillo de matarife a degollar la adaptación audiovisual.

La serie de HBO Max, “Como agua para chocolate” (2024), llega precedida por el peso de provenir de uno de los más importantes clásicos literarios y cinematográficos de Latinoamérica. La novela fue un éxito de ventas (siete millones de ejemplares) y la adaptación cinematográfica de Alfonso Arau (exesposo de Laura Esquivel) fue tan exitosa que se convirtió, en su momento, en la cinta extranjera más taquillera en los Estados Unidos (aunque no fue nominada al Óscar al mejor filme extranjero). Laura Esquivel se convirtió en una alternativa importante en la escena del post-boom literario, siempre dominado por nombres masculinos; y el filme fue apreciado por ser una adaptación que captaba la esencia del original con frescura y desenfado narrativos. 

Pese a lo dicho en el párrafo anterior los seis episodios de HBO demuestran que no basta con tener los ingredientes adecuados (y una gran antecesora cinematográfica) para crear un platillo memorable. La receta se desbarata en el camino, no cuaja, se quema, se condimenta de más, generando una degustación que, lejos de honrar el legado de la escritora mexicana, termina por diluir la esencia de su obra primigenia.

La voz más contundente en contra de esta adaptación proviene de su propia creadora, quizá porque no participó en el proceso de adaptación. Ella ha expresado un rechazo categórico hacia la serie, declarando sin ambages: “No representa mi novela, no representa para nada lo que yo pienso”. Esta condena de la autora no es un simple desacuerdo creativo; es una denuncia fundamental sobre cómo los modos de producción comercial de Latinoamérica malinterpretan y mercantilizan el patrimonio literario regional. Las plataformas de streaming (hoy HBO, mañana Netflix) son depredadores que van detrás de obras literarias canónicas para crear propuestas audiovisuales que están disponibles para los suscriptores: Cien años de soledad, Pedro Páramo o El gatopardo. En este caso específico, no siempre con buenos resultados, tal y como veremos en los siguientes párrafos.

Esquivel ha señalado específicamente el tratamiento superficial de la Revolución Mexicana en la serie, elemento que en su novela funciona como metáfora del cambio social y la resistencia femenina. La autora considera (y estamos de acuerdo con ella) que la adaptación trivializa el contexto histórico, reduciéndolo a mero decorado romántico en lugar de mantenerlo como el motor transformador que impulsa la narración original. Los autores no siempre son los llamados a contribuir con observaciones acertadas, pero no se puede ser indiferente a los señalamientos esquivelianos. Las interacciones con los soldados, el mostrar el impacto de la revolución en la vida rural, se convierten en plastilina alargada que se aleja de la trama principal constituida por la historia de amor entre Pedro y Tita. 

La serie abre con el capítulo “Tortas de navidad” con la voz en off de una joven que se identifica como tataranieta de la protagonista. El arte poética que propone esa voz es auspiciosa por la reflexión que lanza sobre el concepto de mímesis o recreación de la realidad:

Hace tiempo aprendí que las historias no son totalmente ciertas o falsas, porque se nutren de verdades a medias, de mentiras bien contadas o de recuerdos borrosos. Recuerdos que se pierden entre el humo de los fogones, se impregnan del olor de las especias y, como en una receta, se mezclan como un ingrediente más con la comida. Esta es la historia de mi tía tatarabuela, Tita. No estoy segura si fue así como sucedió. Una parte me la contaron, la otra la leí en su diario y en el viejo recetario azul. Pero con el tiempo se transformó en una especie de recuerdo, en una memoria de algo que no viví, pero que de alguna manera hoy forma parte de mi vida. 

En la primera escena (fechada en “Las Piedras, Coahuila, 1892”) nos dejamos llevar por la cámara que ausculta cada espacio interior. Se despliega así la opulencia del rancho De la Garza con una cinematografía notable que privilegia los ingredientes de la cocina y las entradas de la luz solar a los interiores; sin embargo, desde estos primeros minutos se evidencia el problema capital: la adaptación se inclina más al espectáculo visual y pone a un lado la sustancia. Decisión del guionista: la presentación de Tita de La Garza (Azul Guaita) carece de la profundidad psicológica que hizo que el personaje literario sea tan celebrado, reduciéndola a una heroína romántica convencional, más de telenovela que de cine. Decisión del director de reparto: la actriz principal tiene ojos azul verdosos que le hacen al lector de la novela original preguntarse qué pasó en el proceso de selección del reparto. Otro ajuste significativo del guion es el rebautizo onomástico de Chencha, personaje femenino fundamental en la casa, por el de Fina (quizá el nombre original les sonaba a mala palabra a los adaptadores). Los cinéfilos ecuatorianos recordamos con afecto este personaje porque en el filme de Arau estuvo interpretado por la actriz mexicana Pilar Aranda, radicada ya algunas décadas en Guayaquil. 

El episodio 2, “Pastel Chabela», transforma la boda entre Pedro Muzquiz y Rosaura de la Garza en un melodrama exagerado. Donde Esquivel construyó una crítica sutil al patriarcado a través del sacrificio femenino, aquí la serie opta por el dramatismo fácil del “por qué te casaste con mi hermana y no conmigo” (añadiéndole el “me casé con ella para estar cerca de ti”). Las lágrimas de Tita, que en el libro trascienden lo físico para convertirse en un elemento fantástico, aquí se reducen a efectos visuales ostentosos que priorizan el impacto sobre la emoción genuina. Ver a todos sollozar por el ingrediente secreto en la comida (las lágrimas de la protagonista que caen en la olla) es una hipérbole que se percibe falsa en la puesta en escena. Decisión del guionista: ignorar la comilona tal y como está planteada en el libro, como un verdadero pandemónium en el que los poseídos por la peste del sollozo llegan inclusive a vomitar. 

En el episodio 3, “Codornices en Pétalos de Rosa”, el realismo poético (me niego a llamarlo mágico como la legión de internautas lo hace) encuentra un equilibrio entre lo literal y lo metafórico. Los bocadillos de Tita infestan a todos los comensales con un desaforado deseo carnal. La secuencia de Gertrudis escapando desnuda tras consumir las codornices alcanza momentos de una verdadera poética visual; sin embargo (siempre tiene que aparecer el “sin embargo”), aquí la serie sucumbe a la tentación de explicar lo que no se debería explicar, diluyendo la ambigüedad que hacía tan sugestivo el texto original. Esta secuencia erótica (la mujer corriendo como Eva a campo traviesa) parece más inspirada en la película con el añadido efecto visual de la caseta del baño incendiándose en el prado. Decisión del guionista: mientras en el serial Gertrudis se reencuentra con su madre después de huir con el revolucionario Juan, en la novela se convierte en prostituta y nunca hay un reencuentro con Mamá Elena. La decisión de ser revolucionaria se da después de su vida disoluta. En este tercer capítulo vemos el levantamiento de los rebeldes en la zona donde se desarrolla la historia. En un arriesgado movimiento de adaptación, Pedro se compromete con la revolución al igual que lo acaecido con Gertrudis. 

El episodio 4, “Atole” (“Mole de Guajolote con Almendra y Ajonjolí”, en las dos obras literarias), es el punto de inflexión de la serie donde Mamá Elena revela su naturaleza tiránica. Irene Azuela, aunque competente, no logra capturar la complejidad psicológica del personaje de Esquivel. Decisión del guionista: ignorar el diseño de dos personajes femeninos. La Mamá Elena literaria es simultáneamente víctima y victimaria del sistema patriarcal; la televisiva es simplemente una antagonista unidimensional, una villana made in Televisa de Cuna de lobos. Esta villanía se extiende de cierta manera a Rosaura que en la serie aparece como la hermana envidiosa y vengativa. Tal y como la concibió Laura Esquivel, este personaje femenino es tan sometido y restringido a las normas sociales de la época como sucede con Tita. 

En el episodio 5, “Guajolote en Mole” (“Mole de guajolote con almendra y ajonjolí” como se llama en las dos obras literarias, o “Turkey in Mole” como le pusieron en inglés para los suscriptores norteamericanos de HBO), la introducción de John Brown y el desarrollo del triángulo amoroso evidencia las limitaciones de la adaptación. Donde la novela utiliza al gringo para explorar las diferencias culturales y las múltiples formas del amor, la serie lo convierte en un obstáculo romántico de manual telenovelesco. La química entre los actores es forzada, y el conflicto emocional (el extranjero que llega a “salvar” a Tita) carece de autenticidad.

El episodio 6, “Chorizo Estilo Norteño”, es el desenlace de la primera temporada que confirma las sospechas de cualquier crítico de cine que no se quedó dormido a lo largo de los capítulos anteriores: esta adaptación nunca comprendió realmente su material original (el hipotexto, como dicen los semiólogos). La resolución, que debería culminar en una explosión de pasión y magia, se resuelve con un mero convencionalismo de telebobela. Pedro es acribillado por un pelotón de fusilamiento apenas es capturado con otros rebeldes y resucita en la última toma, al estilo de Jon Snow de Juego de tronos. Más decisiones arbitrarias del guonista: Rosaura y su hijo pequeño huyen porque Pedro es un rebelde prófugo. En la novela es Mamá Elena quien manda a Rosaura con su vástago a Texas para separar a Tita de Pedro. En el libro Tita no es encerrada en un hospital siquiátrico. En la serie la villana telenovelesca de la madre la engaña diciéndole que Pedro está en el hospital, herido, y la lleva al manicomio donde se quedará encerrada hasta el próximo año en que estrenen la segunda temporada. Lo que en la novela era tan solo una posibilidad que dependía del Dr. Brown (que es quien recibe el encargo de llevarla al sanatorio, pero se niega, más bien llevándosela para que viva en su casa) acá es un elemento telenovelesco que crea supuestamente un gancho para la temporada siguiente. 

Aquí vale la pena hacer un flashback y revisar la película del dúo Arau/Esquivel, quienes, a pesar de sus limitaciones, lograron capturar la esencia del texto original. Arau comprendió que el realismo poético funciona mejor a través de la sugerencia que de la explicación directa. Las secuencias oníricas de la película original no han envejecido y mantienen la ambigüedad necesaria para que la magia opere en la imaginación del espectador. Extrañamos a Lumi Cavazos como una Tita más criolla, auténtica y luchadora, además del actor italiano Marco Leonardi (el de Cinema Paradiso) que encarnaba al eterno enamorado de la protagonista. 

Me permito transcribir el fragmento de la crítica que escribí en 1996, en mi libro Adivina quién cumplió 100 años, a propósito del filme de Arau/Esquivel: 

Como es de esperarse, la versión cinematográfica es fiel a la literaria, ya que novelista y guionista son la misma persona. Pero el texto cinematográfico es superior al folletín de entregas mensuales de la Esquivel. Habría que discutir si la voz narrativa de la novela resulta algo enervante al ponerse sentenciosa y cursi-dramática. Lo que es indiscutible es que algunas escenas se logran mejor en la película, lo cual corrobora las supuestas limitaciones que tiene el lenguaje literario frente al cinematográfico; por ejemplo, son memorables las ocasiones en las que se demuestran las habilidades culinarias de Tita, una mujer muy romántica que expresa sus sentimientos a través de la cocina. Cada vez que a este personaje le preguntan cuál es el secreto de sus platos tan delectables, ella responde: «El secreto está en hacerlo con mucho amor». En términos culinarios, hay que ponerle mucho azúcar al chocolate, por eso, a ratos, parecería –tanto en el libro como en su adaptación cinematográfica– que el afán es endulzar al espectador, entretenerlo, mimarlo. Intención que ha rendido frutos puesto que el libro y el filme han tenido un consumo mayoritario de espectadores y lectores. No se han vendido como pan caliente, sino como chocolate caliente.

29 años después sigo pensando lo mismo sobre la adaptación cinematográfica aunque eliminaría lo de la voz narrativa enervante de la obra literaria. Ese sesgo favorable por el filme original no se aplica a la serie de HBO Max que comete el error de explicitar todo lo que está en las dos obras literarias, visualizando de manera simplona cada metáfora, traduciendo literalmente cada símbolo. El resultado es una obra que se siente más próxima al realismo fantástico comercial que a ese mundo mágico propuesto por la Esquivel. Donde el dúo Arau/Esquivel respetó los silencios del texto, HBO Max los llena con diálogos innecesarios y efectos especiales redundantes.

Como agua para chocolate es una serie técnicamente competente pero conceptualmente vacía, que demuestra una incomprensión de su material previo. El director Julián de Tavira (responsable de dos episodios de Sin querer queriendo) y Salma Hayek (productora de la biopic Frida) han hecho una versión muy ligera del universo de Tita. La condena de Laura Esquivel no es caprichosa y resulta necesaria. Su obra merecía una adaptación que comprendiera la complejidad de su propuesta estética y política. En su lugar, recibió un producto de streaming que reduce su universo literario a comida rápida, o sea, entretenimiento digestible para el consumo masivo. Si para Tita el secreto de un buen plato está en hacerlo con mucho amor, acá lo que existe es la ausencia de ese sentimiento hacia el libro original.

EL ETERNAUTA, UNA SERIE PARA LA ETERNIDAD EN LA CIUDAD DE LA FURIA

La primera temporada de El Eternauta, con guion de Martín Oesterheld y dirección de Bruno Stagnari, representa un acontecimiento relevante en la adaptación de cómics latinoamericanos a formato audiovisual. Esta producción (que no le pide favor a The Last of Us y otras series del mainstream) captura la esencia de una obra gráfica fundamental en la cultura argentina y latinoamericana, transformándola en una experiencia visual que honra su legado mientras habla con voz de resistencia política al público actual. Otros cineastas estuvieron detrás de esta obra magna: Álex de la Iglesia, Adolfo Aristarain, Fernando Pino Solanas y Lucrecia Martel. Esta última es la persona que más tiempo trabajo en un guion: más de un año.

El Eternauta, publicado en 1957, de manera serial en la revista Hora Cero Semanal, transformó la narrativa gráfica latinoamericana y se la considera una obra referencial del Pulp argentino con su estética oscura más cercana a lo victoriano que a lo neogótico. El guionista Héctor Germán Oesterheld (1919-1977), junto al dibujante Francisco Solano López, crearon una historia de ciencia ficción con una mirada local: una invasión alienígena en Buenos Aires. Lo que podría haber sido una aventura apocalíptica se convirtió en una metáfora sobre la resistencia colectiva frente a fuerzas opresoras. En 1946, once años antes, el cuento «Casa tomada» de Julio Cortázar ya había sido publicado en la revista Los Anales de Buenos Aires (publicación dirigida por Jorge Luis Borges). En ese relato ya estaba el germen narrativo de los extraños invasores.

El Eternauta (dediquémosle un párrafo) fue traducido a varios idiomas: inglés, ruso, francés, italiano, alemán, serbio, finlandés, croata, polaco, checo, ruso y chino. El grupo editorial Planeta tiene a cargo la publicación local de la obra. En 2015 se hizo una histórica edición de lujo, en inglés en tapa dura, a partir de los dibujos originales de Francisco Solano. Los cómics de la época no situaban sus historias en la capital. Al igual que Jorge Luis Borges, Oesterheld se atrevió a poner con nombre y apellido a Buenos Aires como escenario central. El cómic ha estado históricamente vinculado con la dictadura militar, pero esto se trata de un error generalizado, dicen los expertos. Oesterheld hizo otras comiquitas que también salían en el semanario Hora Cero: Ernie Pike (una especie de Tin Tin que recorre el mundo como corresponsal de guerra) y Sargento Kirk (una adaptación peculiar del Martín Fierro trasladada al oeste norteamericano). Pese a estos logros es El Eternauta por lo que será reconocido.

Otro párrafo es necesario para la vinculación de Oesterheld con Montoneros, organización guerrillera peronista, en el rol de jefe de prensa. El compromiso con la causa montonera fue tan grande que inclusive sus cuatro hijas llegaron a formar parte de la resistencia. Conmovedor el testimonio de la viuda, Elsa Sánchez, en material audiovisual disponible en línea, sobre todo cuando ella habla de cómo Oesterheld tuvo que volver de Europa cuando recibió la noticia de dos de sus cuatro hijas fallecidas «para entregarse». En todas las entrevistas la viuda muestra su perplejidad por no haber sido también asesinada. Todos estos detalles extrabiográficos envuelven con un hálito de leyenda el estreno de El Eternauta en Netflix.

La viuda fue una guardiana celosa de la obra de su esposo. A lo largo de las décadas, rechazó numerosas propuestas para adaptar El Eternauta a formatos audiovisuales. En los documentales y reportajes disponibles en línea, según relatan personas cercanas a la familia, Elsa consideraba que muchas de estas propuestas no respetaban el espíritu original de la obra o buscaban diluir su mensaje político. Fue solo después de largas negociaciones con Netflix, cuando los productores se comprometieron a respetar tanto la integridad narrativa como el trasfondo político de la historia, que finalmente accedió a otorgar los derechos para esta adaptación, poco antes de su fallecimiento en 2015. La familia sobreviviente de Oesterheld mantuvo un rol consultivo durante todo el proceso de producción.

La desaparición de Oesterheld y los suyos resonó en el ambiente cultural argentino, convirtiendo El Eternauta no solo en una obra fundamental de la narrativa gráfica, sino en un símbolo de resistencia contra la opresión. El propio Oesterheld, como su personaje Juan Salvo, se había convertido en un viajero atrapado en una realidad hostil, pero a diferencia de su creación, no pudo regresar al mundo real. Sus cuatro hijas (dos de ellas en pleno embarazo) —Estela, Diana, Beatriz y Marina— también fueron desaparecidas junto con sus parejas. Diana y su esposo fueron secuestrados estando ella embarazada. El bebé, nacido en cautiverio, Fernando Araldi Oesterheld, fue recuperado y pueden encontrarse declaraciones de él en línea. El hijo de Estela, Martín, de cuatro años cuando murieron sus padres, tiene a cargo el guion de la serie. La abuela que lo crió, Elsa Sánchez, sobrevivió y dedicó el resto de su vida a buscar justicia y mantener vivo el legado de su familia, convirtiéndose en una figura central de las Abuelas de Plaza de Mayo.

La obra de Oesterheld trascendió el ámbito de los cómics para convertirse en un símbolo cultural argentino, una alegoría política que ha resonado a través de las generaciones. Su protagonista, Juan Salvo, se transformó en un símbolo de resistencia, un héroe común que encuentra fortaleza en la solidaridad y la acción colectiva.

El cómic original empieza con la visita del Eternauta al mismísimo guionista Oesterheld. El extraño se presenta de la siguiente manera: «Podría darte centenares de nombres y no te mentiría, todos han sido míos, pero quizá el que te resulte más comprensible sea el que me puso una especie de filósofo de fines del siglo XXI. El Eternatuta, me llamó, para explicar en una sola palabra mi condición de navegante del tiempo, mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos. He tenido suerte de llegar aquí, presiento que después de tanto tiempo podré descansar un poco». En la serie esta visita no tiene lugar y será interesante ver cómo desarrollan a partir de la segunda temporada (habrá que esperar dos años) la presencia de este memorable personaje.

Vamos ahora a ponernos el traje de buzo y sumergirnos en la trama audiovisual. La elección de Ricardo Darín aporta a Juan Salvo una dimensión humana notable. Darín transmite la transformación del protagonista desde un hombre común hasta el líder de la resistencia con una serie de matices que denotan el crecimiento del héroe. Su interpretación equilibra la vulnerabilidad del personaje con su determinación.

Los momentos más intensos de la serie recaen sobre los hombros de un Darín que responde con una actuación estoica pero emotiva. Son destacables las escenas que comparte con el personaje de Favalli (su amigo científico), donde la amistad y la confianza mutua se construyen con miradas y silencios. Su habilidad para el rifle. Su lectura del terreno con ojos de estratega militar. Sus alucinaciones y flashbacks de su participación en la Guerra de las Malvinas. Todo deslumbra cuando la trama principal sigue a Darín.

El departamento artístico ha huido de la Buenos Aires de los años 50 de manera eficaz, centrándose en un presente reciente. La atención al detalle se aprecia desde el mobiliario de la casa de Juan Salvo hasta los automóviles de época. Los espacios interiores, especialmente la casa donde se refugian los protagonistas, evolucionan a lo largo de los episodios, reflejando la transformación del mundo exterior: desde un hogar hasta una fortaleza improvisada y finalmente un punto de resistencia. La «nevada mortal» —la precipitación tóxica que marca el inicio de la invasión— constituye uno de los elementos visuales más memorables de la serie. Los copos luminosos que flotan antes de provocar la muerte crean una imagen tanto poética como terrorífica. Esta dualidad entre belleza y horror permea la estética de la serie.

La fotografía administra la luz de manera efectiva. Los primeros episodios muestran una paleta cálida que se va enfriando con el avance de la invasión. Es notable el trabajo con la iluminación en las escenas nocturnas durante la nevada mortal, donde la luz azulada de los copos tóxicos contrasta con la calidez amarillenta de las lámparas domésticas.

Fotografía de Daniel Castelo, propietario del cómic original.

Las secuencias en los túneles del subterráneo y alcantarillado de Buenos Aires, donde se refugian algunos sobrevivientes, están filmadas con un estilo que transmite la sensación de aislamiento y peligro.

Un elemento que destaca en la serie es la representación de Campos de Mayo, la guarnición militar que en la adaptación se convierte en un punto clave de la resistencia humana. Este lugar, que en la historia argentina real funcionó como centro clandestino de detención durante la dictadura militar, adquiere en la serie una dualidad significativa. Por un lado, representa la organización necesaria para enfrentar a los invasores; por otro, se convierte en un espacio donde se replican estructuras de poder verticales y cuestionables. Esta elección narrativa establece un paralelo sutil pero efectivo con el rol histórico de las instalaciones militares en Argentina, añadiendo la necesaria capa de complejidad moral a la historia.

El rol del ejército en la serie también presenta matices que enriquecen la narración original. A diferencia del cómic, donde las fuerzas militares aparecían de forma más homogénea, la adaptación muestra divisiones internas, oficiales con diferentes visiones sobre cómo enfrentar la amenaza y dilemas morales sobre los métodos empleados. Esta representación permite explorar las tensiones entre la necesidad de estructura y disciplina frente a una amenaza existencial, y los peligros de los sistemas autoritarios, incluso cuando surgen de la necesidad de supervivencia.

Uno de los desafíos más importantes al adaptar El Eternauta era dar vida a los diversos invasores alienígenas: los «Cascarudos» (escarabajos gigantes), los «Gurbos» (monstruos que manipulan el frío) y los «Manos», entre otros (aquí ya estoy siguiendo el texto original). El equipo de efectos visuales ha creado (perdón la redundancia) criaturas que conservan la esencia del cómic original pero adaptadas a un lenguaje visual contemporáneo.

El CGI se utiliza con precisión, sin dominar toda la narración. Los «Hombres-robot» —humanos controlados por los invasores— son funcionales desde el punto de visto estético y narrativo, con un diseño que combina elementos prácticos (maquillaje y vestuario) con efectos digitales que aumentan la verosimilitud de su presencia. Las escenas de batalla en las avenidas nevadas de Buenos Aires, como el enfrentamiento en la avenida 9 de julio, equilibran la espectacularidad con la tensión dramática, evitando el exceso de efectos.

La música de la serie, compuesta por Federico Jusid, merece mención especial por su contribución a la atmósfera general. La banda sonora combina elementos orquestales tradicionales con sonoridades electrónicas que evocan tanto la época en que se ambienta la historia como su carácter de ciencia ficción. Particularmente eficiente es el uso de instrumentos tradicionales argentinos que aparecen sutilmente en momentos clave, conectando la invasión alienígena con la identidad cultural de los personajes. El tema principal, con sus cuerdas tensas y progresión inquietante, se ha convertido en un leitmotiv reconocible que anticipa los momentos de mayor tensión. El silencio también juega un papel fundamental en el diseño sonoro, especialmente durante la caída de la nevada mortal, donde la ausencia de música amplifica el impacto visual y emocional de la escena. Mención especial: la canción «Cuando pase el temblor», de Soda Stereo, en el capítulo donde aparecen por primera vez los gigantes escarabajos kafkianos.

La adaptación mantiene el núcleo narrativo del cómic de 1957 pero introduce cambios que enriquecen la historia; por ejemplo, el personaje de Elena (¿Elsa?), esposa de Juan Salvo (¿Héctor?), recibe un desarrollo mayor que en el cómic, transformándose en una figura activa de la resistencia. Esta decisión narrativa aporta profundidad al drama familiar sin traicionar el espíritu del material original.

La serie también expande el trasfondo de los invasores, proporcionando contexto sobre los «Ellos» (los seres que controlan la invasión), aunque mantiene cierto misterio sobre sus motivaciones, preservando la ambigüedad del cómic.

El ritmo narrativo es, obviamente, donde se encuentran diferencias significativas. Mientras el cómic avanzaba con un tempo constante, la serie alterna momentos de acción con pausas que permiten desarrollar los personajes y sus dilemas morales. Por cierto, para los que deseen leer el cómic original, pueden descargarlo en el siguiente enlace: https://ia903104.us.archive.org/4/items/139085831eleternautaparte01pdf/139085831-El-Eternauta-Parte-01-pdf.pdf

La serie preserva la dimensión alegórica del original. Si en 1957 El Eternauta podía leerse como una advertencia sobre los totalitarismos, la guerra fría, los peligros de la bomba atómica, la adaptación de Netflix muestra la vigencia de estos temas en la era contemporánea, en plena presidencia de Milei y el segundo Trumpismo.

Las referencias a la «invasión» como metáfora de las fuerzas opresoras se mantienen, pero se incorporan elementos que conectan con preocupaciones actuales: la manipulación mediática, la vigilancia tecnológica y la resistencia colectiva frente a poderes externos.

Esta adaptación puede verse como un homenaje a Oesterheld y su familia, mejor dicho a todas las víctimas de la dictadura argentina, transformando El Eternauta no solo en una aventura de ciencia ficción sino en un recordatorio de la importancia de la memoria histórica y la resistencia ante la injusticia.

La primera temporada consigue honrar el material original, pero trata la historia con voz propia. La combinación de actuaciones sólidas, dirección artística coherente y efectos visuales al servicio de la narrativa crea una experiencia que puede satisfacer tanto al cenáculo de los conocedores del cómic como a nuevos espectadores.

Esta serie representa un paso importante para la industria audiovisual latinoamericana y para el género de la ciencia ficción, demostrando que las historias de color local pueden adquirir resonancia universal cuando están construidas sobre personajes humanos y dilemas morales que todos hemos tenido. Este producto sigue la estela de series recientemente adaptadas de obras previas como Cien años de soledad, Pedro Páramo y Como agua para chocolate.

El único problema que encuentro (pero me hago de la vista gorda por amor a Darín) es la esquematización con la que Netflix trata a sus series. Esto va más allá del tipo de cámaras que obligatoriamente piden usar. Hay un aire norteamericano en algunas escenas, en la construcción de atmósferas, en planos que tienen que ver con las convenciones del género. Son los sacrificios que una serie argentina debe hacer para recibir los millones necesarios para la producción.

Explico lo que es el look Netflix: es una monotonía estética que oscila entre lo muy brillante o lo muy oscuro. Hay un approach de la forma por encima de la sustancia. Esto se nota en el imperdonable bache del personaje que se toma una botella de whisky Blue Label y amanece en un sitio exageradamente distante, por dar tan solo un ejemplo de un descuido en el que se nota que lo más importante es lo formal. Es lo que ha dado en llamarse «prestige television», un estilo en el que todo luce cinemático para estar a la altura de las producciones que antes se proyectaban en el cine.

Las escenas nocturnas, sobre todo, tienen ese sello Netflix: colores saturados, paleta enlodada en los tonos, los rostros bañados de neón en las escenas interiores… No quiero meterme en el abuso del ángulo holandés (que en The Brutalist, en la escena del arribo a la estatua de la libertad, sí tiene su razón de ser). Son los filtros de la primera etapa de Instagram pero aplicados ahora al audiovisual de plataforma.

Este problema está también latente en otras series de procedencia argentina. Para ejemplo, véase El amor después del amor sobre la carrera de Fito Páez, también de Netflix, que tiene múltiples ejemplos de ese homogeneización que ordena Netflix en el supuesto afán de ayudar a sus empleados. La dictadura de la plataforma es tan conocida entre los cineastas que estos deben sufrir cosas como un memo con el porcentaje exacto de tiempo de pantalla al usar una cámara no aprobada previamente.

Estos reparos que he puesto en los párrafos precedentes quizá son inútiles porque precisamente ese aire ordinario es lo que hace que los suscriptores de Netflix la hayan convertido en un fenómeno de grandes resonancias. Después de todo, lo que las plataformas nos ofrecen son algo así como las telenovelas reconvertidas a un formato de streaming y la masa no quiere propuestas al estilo de Jean Luc Godard o Stanley Kubrick, por nombrar solo a dos genios que han incursionado de manera personalísima en el género de la SciFi.

Eternauta (merecidamente la serie número uno en la plataforma de streaming) no es simplemente una adaptación de un cómic; es un puente inter-generacional, una muestra del poder de la narrativa audiovisual para preservar la memoria y un testimonio visual de que, como sugería Oesterheld en el prefacio del cómic, el héroe válido es el héroe colectivo (cachetada para Marvel).​​​​​​​​​​​​​​​​ «Nadie se salva solo», como dice Oesterheld en su cómic. Todos somos parte de un grupo que nada hacia la Otra Orilla.

MUSEO: EN BUSCA DEL ORIGINAL PERDIDO

Todo en bellas artes y artesanías ha sido falsificado.

Aldolf Rieth, Archaeological Fakes

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Al principio de Museo (2018), segundo largometraje del mexicano Alfonso Ruizpalacios, leemos el siguiente epígrafe: “Esta película es una copia del original”. Se trata de un acta de intenciones sobre lo que veremos a continuación. Una historia de robo de arte que reflexiona sobre el original y su copia. Es también la primera película producida por YouTube Originals en su afán de entrar al mercado cinematográfico oficial. Cosa irónica tomando en cuenta que es una plataforma donde las copias de filmes (parciales o completas) están disponibles para cualquiera. De allí que el “originals” funciona como un oxímoron que sirve para separar la producción amateur de la profesional.

El robo mexicano del siglo, como se le conoce al atraco del Museo de Antropología e Historia del DF, acaecido el 24 de diciembre de 1985, despertó en Gabriel García Márquez el deseo de escribir sobre el hecho delictivo. Al ser invitado a la reposición de las obras robadas declaró a El Universal (15 de junio de 1989): “Vine como novelista atraído por el misterio, por saber qué pasó con estas joyas, cómo fue que estuvieron en un clóset, con su historia, con su magia”. El Premio Nóbel nunca escribió sobre el robo, pero se quedó siempre con la curiosidad de saber cómo los ladrones fueron tan cuidadosos en resguardar con tanto celo 143 piezas sustraídas de las salas Maya, Oaxaca y Mexica: 94 eran de oro, las restantes de obsidiana, turquesa y jade. Los autores del crimen fueron Carlos Perches y Ramón Sardina, dos habitantes de la zona residencial Ciudad Satélite, quienes durante la madrugada navideña saquearon siete vitrinas con piezas emblemáticas del acervo cultural mexicano.

El gobierno de Miguel de la Madrid ofreció 50 millones de pesos por información que sirva para dar con el paradero de las piezas, y no fue sino hasta cuatro años después que la policía pudo apresar a uno de los ladrones. La pieza más importante que desapareció fue la máscara del Rey Pakal, hecha de mosaico de jade con incrustación de concha y obsidiana. Cuatro años después, y ya con López Obrador como presidente, las piezas (que bajaron a 124 como la cifra oficial de las extraviadas) fueron recuperadas gracias a la información revelada por un narcotraficante que había canjeado cocaína por algunas de las reliquias.

Mientras la prensa hizo circular en su época la noticia de piezas avaluadas en 20 millones de dólares, el filme maneja la visión patrimonial del valor histórico incalculable de lo hurtado.

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El dúo de atracadores del filme adquiere los nombres de Wilson (Leonardo Ortizgris) y Juan (Gael García Bernal), dos jóvenes estudiantes de veterinaria. El primero es el narrador del filme y el segundo el autor intelectual. Lo que a primera vista podría ser una “buddy movie”, en la línea de Y tu mamá también, se convierte en una denuncia contra dos aspectos importantes de la crisis museográfica mundial: la exhibición pública de copias en lugar de originales y la falta de financiamiento de una política sostenida de preservación.

Mientras la policía está en búsqueda de una red de traficantes de piezas arqueológicas, los estudiantes acuden al Templo de las Inscripciones de Palenque del Rey Pakal donde contactan a un guía turístico. Éste los conecta con Frank Graves, un acaudalado norteamericano que vive en Acapulco, y que concentra simbólicamente a todos los coleccionistas privados. Se trata de la escena más importante del filme pues propone una serie de críticas a la forma en que las naciones administran el legado arqueológico. El guía reconoce entre los bienes del gringo una serie de reliquias “que deberían estar en un museo”. El extranjero le responde irónicamente que tal sugerencia está fuera de lugar y que suena a Indiana Jones. Graves presume ante los jóvenes la posesión de arte del periodo prehispánico, a lo que Juan, muy molesto, corrige: “Se dice mesoamericano, no prehispánico”. Esta idea del museo, como el lugar definitivo donde deben exhibirse objetos de la historia de un país, va de la mano con la imagen de nación a la que se le había arrebatado tesoros invalorables del pasado histórico. El robo debilitaba a una sociedad cada vez más desmoralizada que, el 19 de septiembre del mismo año, había sufrido la terrible tragedia sísmica. Encontrar lo usurpado se convirtió, primero en una cruzada nacional e internacional, y después en una desventura porque pasaban los años sin que el misterio se solucionara. De hecho, cuando aparecieron en 1989 las piezas en un clóset de la casa de Carlos Perches (Juan, en el filme) el caso ya estaba cerrado.

Resulta elucidante un par de detalles, uno en el primer acto, en el robo; y el otro, en el tercer acto, durante la devolución de las piezas, detalles que tienen que ver con esta preocupación del guion por expresar esa disyuntiva entre espejo y reflejo.

Cuando los estudiantes universitarios irrumpen en el museo, Wilson le señala a su compañero el penacho de Moctezuma para robarlo, pero Juan le responde que no, porque no es el original. En la película no se lo menciona, pues se asume que el espectador (al menos el mexicano) está enterado de uno de los traumas culturales más grandes de la historia de México, ya que el penacho reposa en el Welt Museum de Viena con una historia muy particular: se cree que Moctezuma se lo regaló a Hernán Cortés lo cual justifica el por qué forma parte, desde el siglo XVI, de una colección de la nobleza austriaca. La copia fue hecha en 1940 por un artesano mexicano sin acceder al original que era imposible de trasladar por su vetustez. Como nota curiosa, los reclamos históricos fueron tan poderosos que hasta el 2016 los mexicanos podían entrar gratis al museo vienés para admirar en una sala especial el penacho. Esta deferencia se anuló el año pasado al remodelarse el museo, lesionando una vez más el orgullo mexicanista.

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El otro detalle, ya en el tercer acto, involucra la devolución de las piezas en dos maletas de lona que los ladronzuelos dejan en los casilleros de la entrada al museo. El plan era tomar la ficha y no volver, pero Juan comete el error (o el acierto cinematográfico) de dejar la máscara funeraria del Rey Pakal encima de la vitrina donde reposa la copia. Juan sabe que ya puede irse del museo pues las maletas con las reliquias nacionales ya están en el guardarropa. Tentando al destino se pone en evidencia ante los guardias de seguridad, dejándose ver con la máscara original del Rey Pakal que deposita en la parte superior de la vitrina, de tal forma que original y copia se unen en un reflejo desde el ángulo escogido por el camarógrafo. Se resalta así la convivencia de la creación y la recreación, la mímesis y el efecto de la mímesis, el prototipo y el clon. Es también el final de un baile de máscaras.

Si le ponemos un marco histórico al filme debemos consignar tres datos tomados del libro Arte y falsificación en América Latina(México, FCE, 2009) de Daniel Schávelzon. La primera tiene que ver con aquellas colecciones, tanto privadas como públicas, en las que más de la mitad de lo exhibido es falso. La segunda es la imposibilidad de saber si las piezas arqueológicas son copias hechas por los mismos indígenas en tiempos históricos manteniendo la tradición prehispánica de los copistas. La tercera es que las falsificaciones están debidamente insertadas en un circuito de historiadores, copistas “autorizados”, críticos, curadores y marchantes que las avalan.

Vamos ahora al marco histórico cinematográfico. El robo de museos ha sido una constante en el cine norteamericano, pero no en el latinoamericano. El cine anglosajón ostenta innumerables títulos, no sin cierto halo exótico, que trata el robo de museos como una riesgosa y emocionante aventura. “Theft movies” o “heist films” como The Thomas Crown Affaire(1968, 1999), How to steal a million dollars(1966), y más recientemente Ocean´s 8(2018) son sólo tres de tantas historias en las que el ladrón o ladrones, por lo general adinerados connoisseurs, salen victoriosos según la convención hollywoodesca. En el filme de Alfonso Ruizpalacios (y aquí está la diferencia con el cine gringo), los rateros de poca monta son apresados por ser víctimas de sus propios errores, equivocaciones tan fuertes como las que tuvieron Carlos Perches y Ramón Sardina. En lo que sí coincide la crónica roja con el filme es en dejar a los ladronzuelos como “vándalos enemigos de su historia y de su herencia”, tal y como lo denuncia el periodista Jacobo Zabludovsky, quien acuña la histórica categoría de “crimen de lesa cultura”. La inserción de imágenes documentales (como el noticiario de Televisa) acentúa el contrapunto realidad versus ficción, logrando una historia verosímil, o “fiel copia del original”, como la plantea el epígrafe del comienzo. El acierto reside en el manejo de la intriga y en la reflexión sobre la preservación de un tesoro arqueológico que puede ser resumida en una frase de Frank Graves: “Restauración no es preservación”. Esta sentencia es una estocada del director a la ausencia de una política que permita proteger los legados culturales. Basta sólo con nombrar el reciente episodio del Museo Nacional de Río de Janeiro devastado por el fuego, y la no tan reciente invasión de Estados Unidos a Irak que provocó la desaparición del milenario arte persa.

El guion del filme ha operado como un palimpsesto, que sobrescribe en el texto de la historia, presentando una posible narrativa de lo sucedido, concretando una premisa dramática muy sólida: la copia no tiene que necesariamente parecerse al original, o lo que dice al final el narrador: “La mentira puede ser mucho más interesante que la verdad”.

Entrevista a Viviana Cordero: «NO ROBARÁS (A MENOS QUE SEA NECESARIO) es el filme más intimista que he realizado»

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Viviana Cordero Espinosa (Quito, 1964) es un caso único en Latinoamérica: tiene diez obras de teatro estrenadas (Mano a mano con Toty Rodríguez es una de las más exitosas), cinco novelas publicadas (El teatro de los monstruos es la mejor concebida) y tres películas previas. (Sensaciones, que codirigió con su hermano Juan Esteban, es a la que ella le guarda más afecto). La entrevistamos a propósito de No robarás (a menos que sea necesario) (2013), su cuarto filme.

¿Como cineasta tiene usted mandamientos que sigue a pie juntillas?
-No, para nada. Aunque ahora que lo pienso, luego de la primera toma de mis películas siempre destapamos una botella de champagne. Siento que eso le va a dar buena suerte al rodaje. Todo lo demás cambia con los años y con la persona que soy en el momento.

-¿Dónde ubica No robarás… dentro de su filmografía?
-Quizás esta es la película más intimista que he realizado. Creo que se diferencia muchísimo de las tres películas anteriores que he hecho pues se centra en un solo personaje. Ése ha sido un gran desafío.

-¿Y dentro de su producción teatral, qué lugar tiene su película?
-Creo que no tiene nada que ver, excepto el emparentarse ligeramente con Anatomía, obra de teatro con un reparto conformado exclusivamente por adolescentes, pero hay que recordar que estamos hablando de una película y la forma de armarla y procesarla es muy distinta de una obra de teatro.

-¿Dónde ubica su filme dentro de su producción novelística o literaria? ¿Siente que está conectada esta película con alguna de sus novelas?
-Difícil decir donde ubico a mis obras. Supongo que eso corresponde a quienes conocen lo que hago. Por la temática quizás se acerca a El Teatro de los Monstruos, una novela que escribí hace casi quince años, o a la pieza teatral Anatomía. Al mismo tiempo, pienso que uno siempre quiere hacer algo diferente y ésta es quizás una propuesta un tanto distinta con respecto a mis anteriores creaciones, por lo intimista. Es complicado catalogar o delimitar cuando uno es arte y parte.

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-¿Cree que su experiencia en Anatomía con jóvenes actores le sirvió para esta película?
-Definitivamente, inclusive muchos de los actores que trabajaron conmigo en Anatomía, tomaron papeles en la película como es el caso de Hamilton Moreno, Alex Chango y Pablo Contreras.

-¿Qué opina del hecho de que se están haciendo filmes con la temática del punk en Ecuador, como es el caso de Sin otoño, sin primavera y Mejor no hablar de ciertas cosas?
-Que probablemente el punk volvió (la cineasta ríe a mandíbula batiente) o que todos somos unos viejos nostálgicos de esa estética. A mí me encanta, fui bastante punkera de joven. Me recuerdo con los pelos parados pintados de rosado, las botas de punta negras, el pantalón militar, la camisetas rotas, las correas de perro en el cuello y las cadenas en la cintura. Creo que era la primera punk del Ecuador, y el tráfico se paraba cuando pasaba caminando por la calle. Nina Hagen y Lene Lovich eran mis ídolos. The Clash y los Ramones, mi música y siempre recuerdo a Sid (de los Sex Pistols) y a Nancy, su novia.

-¿Cuáles fueron las fuentes del financiamiento de su filme?
-La película se rodó con $50.000 que ganamos como premio a la producción otorgado por el Consejo Nacional de Cine en el año 2010. Tuvimos algo de financiamiento de empresas privadas como Automotores y Anexos e Hidalgo e Hidalgo. Nos apoyó la Prefectura de Pichincha y el Municipio de Quito gracias a las gestiones de mi productora ejecutiva Ana María Balarezo. En total la película ha costado hasta el momento ciento cincuenta mil dólares.

-¿Cuán complejo es financiar cine en ecuador?
-Financiar cine en Ecuador me parece muy duro. Siempre que termino una película me digo que es la última pues no sé de dónde va a salir el dinero para la siguiente. Es casi un milagro el poder hacer películas. Yo, al menos, lo veo como algo tremendamente complejo. También es porque en mi caso personal he tenido que dedicarme a la producción por obligación, pero no es el campo en el que más sobresalgo. Me falta conocimiento para levantar dinero, no sé cómo hacerlo y siempre sueño con que voy a conocer a una persona que se dedique y le encante la producción ejecutiva para yo poder dedicarme únicamente a la escritura y a la dirección. Es un gran sueño que me permitiría dormir más tranquila.

-¿Cuáles son las dificultades no económicas que tuvo el rodaje de su película?
-Son tantas que coparían toda la entrevista. Parece mentira que la estemos estrenando. Lo importante, creo yo, es la obra terminada. Siempre es complicado llegar al final. Y las dificultades una vez que ya se hizo, pasan a segundo plano.

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-Pese a todas las limitaciones y obstáculos, ¿por qué seguir haciendo cine en Ecuador?
-No lo podemos evitar. Nacimos aquí aunque tengamos la profesión equivocada para este país.
-¿Qué recomendaciones haría usted a la política de financiamiento de obras audiovisuales que tiene el gobierno nacional?
-Que sigan apoyando. Que ayuden a que las películas se terminen, que no las dejen a medias. El cine no puede subsistir sin apoyo, ya que es demasiado costoso. Es una pena que ya no exista el premio Augusto San Miguel, que tanto ayudó en su momento a Sebastián Cordero y a Fernando Mieles, entre otros. Deberían reinstaurar ese galardón. Mientras más apoyo exista, más películas van a rodarse.

-¿En qué espacio se siente mejor: como novelista, dramaturga o cineasta?
-En los tres, por eso me dedico mucho a cada uno de ellos. Los tres espacios me gustan exactamente por igual. Cada uno es tremendamente especial y mágico a su manera.

-¿Qué ha aprendido usted como cineasta en esta nueva experiencia?
-Que uno no debe empezar a rodar hasta no estar segura del guión. Esa es siempre la base y lo que queda mal en la primera etapa siempre va a quedar en las siguientes. Contrariamente a lo que piensan muchos, creo que no se resuelve nada en el proceso de edición, eso cada vez lo voy comprendiendo mas. La base para una buena película es un guión sólido. Y ese proceso es el que menos cuesta económicamente, pero es el más difícil. Supongo que moriré aprendiendo.

-¿Cuáles son sus próximos proyectos cinematográficos, novelísticos y dramatúrgicos?
-Muchos, pero no sé si se realicen por cuestiones prácticas de presupuesto. Sueño con hacer una película sobre Manuela Sáenz, ansío montar una obra sobre Manuela Sáenz y en cuanto a la literatura anhelo con tener el tiempo para poder terminar mi novela y empezar otra. Es complicado. Tengo muchos sueños pero el tiempo pasa demasiado rápido. Quisiera contar, por lo menos, con cincuenta años de salud más para seguir trabajando y supongo que si eso se da querré otro medio siglo más. Soy feliz creando y concretando proyectos.

-Usted codirigió con su hermano Juan Esteban (†) el filme Sensaciones (1990). Sabemos qué ha sido asistente de dirección de Sebastián Cordero en Ratas, ratones, rateros (1999). ¿Cuándo dirigen juntos una película?
-Aunque es cierto que fui su asistente, él tiene un precepto: No trabajar con la familia, porque para él es algo tan preciado que teme que se estropeen los lazos. Sé que en algún momento, si se da la oportunidad, haremos algo juntos de nuevo.

-¿Cuándo va a intentar el género de la comedia en su cine? Usted tiene obras de teatro que están salpicadas de humor, ¿por qué su cine es sombrío?
-Creo que Retazos de vida no es tan sombría. Si tuviera más recursos de seguro habría hecho muchas comedias. Esperemos que la próxima película (si es que hay próxima) sea una comedia o algo histórico. Me gustaría incursionar en los dos campos.

-¿Por qué dice “si hay próxima”? ¿A qué se debe su pesimismo?
-Hacer cine es complicado, como lo expresé en una anterior respuesta. Añado: teatro siempre habrá en mi vida, todas las semanas posibles. Cine, no se sabe.

LARGA VIDA AL PUNK O GUAYAQUIL UNDERGROUND

It isn’t easy to accept that suffering can also be beautiful… it’s difficult. It’s something you can only understand if you dig deeply into yourself

Rainer Werner Fassbinder

Andrea Espinoza interpreta a Sofía.

Sin otoño, sin primavera (2012) de Iván Mora Manzano no es la ópera prima del director guayaquileño. Antes había hecho los cortos cinematográficos Silencio nuclear (2003) y Vida del ahorcado: Los estudiantes (2004), disponibles en Internet. Este último una adaptación de un episodio de la novela homónima de Pablo Palacio.

Estamos ante una de las figuras más completas de la cinematografía ecuatoriana. Mora Manzano es montajista (editó Crónicas de Sebastián Cordero y coeditó Con mi corazón en Yambo de María Fernanda Restrepo), músico que ha dirigido videoclips  (hace la banda sonora de todos sus trabajos) y elabora sus propios guiones.

El título de su primer largometraje, Sin otoño sin primavera, alude a una frase de Hermann Melville en Moby Dick que precisa que Ecuador es un país sin dos estaciones climáticas por su ubicación geográfica (“en nuestro puto invierno hace calor y en el verano tenemos lluvia”, dice Antonia). Desde este título ya hay una propuesta para escarbar en el tema de la identidad. Los jóvenes de esta historia (casi todos perdidos en el mundo de las drogas y la alienación) quieren saber quiénes son en una ciudad “de cien mil habitantes y tres millones de extras”. Son de clase media guayaquileña, no tienen grandes ambiciones en la vida y son aficionados a las frases hechas, repletas de filosofía barata. El futuro nunca llega para ellos, lo cual hace más evidente el estado en que se encuentra nuestra generación.

Escarbemos ahora un poco en la trama de este largometraje. Lucas (Enzo Macchiavello) es un estudiante de jurisprudencia que dice creer en la anarquía de la imaginación (frase del cineasta alemán Rainer Werner Fassbinder). Esto lo lleva del estado “anarco” a “narco” ya que se vuelve muy devoto de las pastillas. Quien se las proporciona es Paula (Angela Peñaherrera) que combina su oficio de mercarder de fármacos con la de receptora de historias: con su grabadora entrevista a todo el que se le cruce por el camino. Antonia (Paulina Obrist) dice que le sobran pocos meses de vida y así lo confiesa para convencer a Martín de que vuelva a ser su pareja. El giro telenovelesco no acaba ahí. Martín (Andres Troya Holst) acaba de regresar a Guayaquil con Gloria (Paola Baldion), su novia colombiana y tiene que dejarla para poder estar con Antonia. Rafa (Alejandro Fajardo) es un joven empresario que concluye su relación con Ana (Lucía Moscoso) quien a su vez desarrolla una ambigua atracción hacia su vecina Sofía (Andrea Espinoza)  y el novio de ésta, Manuel, que la lleva a espiarlos y manipular la relación.

Sin otoño, sin primavera es un alarde técnico en los campos que Mora Manzano mejor domina. Banda sonora encomiable. La música punk resuena en toda la película, copando cada rincón. Los paisajes sonoros están diseñados de manera perfecta, según los ambientes que se quiere recrear. Bien construidas las atmósferas de soledad, angustia, rebeldía. Lo primario es el manejo de las perspectivas sonoras urbanas que incluyen sonidos de autos, motos, murmullo de gente y hasta los silencios que son interpolados de manera sugerente. En cuanto al diseño de producción, Guayaquil emerge como gran protagonista. Las locaciones escogidas son las más cotidianas sin caer en el postalismo. Dentro de este contexto son pertinentes el cover de Mano Negra Guayaquil City y la presencia inicial de Agotados de esperar el fin de Ilegales.

Las canciones se relacionan mucho con el accionar y la emotividad de los protagonistas, pero también con el caos citadino con canciones como «Guayaquil vive por ti» de Ultratumba. Incluso la inserción de Los campos verdes de Jinsop le da un aire kitsch que enfatiza el proceso textual de la cita popular. La lucha de Lucas (el inconforme estudiante de Derecho que está contra del sistema) se refleja en «Destruye» de Los Ilegales que le confiere un contexto de rebelión anarquista al personaje. Por otro lado, Martín es identificado dentro de la trama con «Levitaba» de Niñosaurios que enfoca el dilema de estar con Gloria o Antonia. Sofía, en cambio, desde el diseño de vestuario, tiene un aire más punk mezclado con cierta timidez y dulzura. Es por eso que ella es identificada con la canción «Ziego» de Virgenes Violadoras, mientras que el tema «Abiertamente» de Juan Carlos González expresa la confusión y la rabia de ella hacia su novio (arrebatado por Gloria). La música es clave para entender el subtítulo del filme, «una balada punk», que explica el contraste entre la violencia verbal y física con la debilidad de los jóvenes que carecen de otoño (madurez) y prima/vera (la primera verdad, en italiano). A ratos algunos personajes están insertos en situaciones de balada romanticoide pero reaccionan con una agresividad punk. Véase la escena climática en la que Sofía destruye los discos de vinilo (¿fin de una época?) pertenecientes a su rival.

La película abruma y desafía al espectador normal. No es de sencilla asimilación, sobre todo por la compleja armazón del relato audiovisual y esto quizá se ve reflejado en la taquilla que no es la que al final dictamina el lugar de un filme en la Historia. Mora Manzano no se ha ido por el lado fácil. La estructura que nos presenta juega con el tiempo, contando a ratos una subtrama de manera desfasada, enseñándonos primero un flashforward de una situación y luego retrocediendo al presente.  Es el gran riesgo cuando se está ante una multitud de personajes (si no que lo digan Tarantino y González Iñárritu que también son maestros en la orquestación de subtramas con diversos personajes).

Si hubiera que aplicar el paradigma de Syd Field (la estructura tripartita con sus puntos de giro respectivos) estaríamos en aprietos, ya que el guión juega de tal forma con el tiempo y el espacio que no llega con facilidad al espectador común y silvestre. Para identificar los nudos de la trama habría que seguir a los nueve jóvenes cuando en realidad hay un solo personaje en todo el filme que es una entidad colectiva representada por esta juventud en éxtasis, como diría el gurú de la autoayuda, Cuauhtémoc Sánchez.

El lenguaje del filme merece un pequeño párrafo.  Si el contexto es la vida cotidiana de lo underground guayaquileño, con su ambiente musical punk lleno de drogas y contratiempos, los diálogos se desarrollan en clave realista, y son la base de la verosimilitud de la trama. Lo coloquial, repleto de vulgarismos, es el registro que va a primar en casi todos los diálogos. Lo que viene es gracia y obra del director: se nota un buen nivel de improvisación de parte de los actores que manejan el habla popular y la jerga con mucha naturalidad. Además, Mora Manzano canaliza de manera superlativa el nivel de introspección y de conocimiento de sí mismo de cada personaje (se nota un trabajo previo: investigación, ensayos). Este aspecto es tan poderoso que termina dándole al filme una perspectiva sicológica (no sicologista) que lo convierte en un documento audiovisual de gran vitalidad y realismo. Por cierto, ya que mencionamos lo de los vulgarismos, habría que llevar un conteo exacto de las veces que aparece la palabra verga en pantalla. Quizá Ecuador pueda lograr un récord Guinness. Las procacidades no constituyen una forma de agredir al espectador (la escena de la masturbación femenina, bien podría ser bandera de batalla por parte del sector puritano). Es un manera muy personal la de Mora Manzano ésta de presentar un Guayaquil (underground es la palabra exacta) que antes no era visible.

La anarquía de la imaginación que pregona Fassbinder está presente en todo momento. En la edición, con la propuesta de un montaje estilo videoclip. Los saltos en el tiempo. La osadía de orquestar tantos personajes sin dejar cabos sueltos. El tono de melodrama como un vehículo estético más. La música como la reina de la acusmática. Es la primera película en la que aparece Guayaquil con todos sus contrastes sociales y económicos, culturales y políticos. Es un retrato nihilista de la ciudad que se permite en el final darle cabida a la esperanza. La anarquía se extiende inclusive a la ortografía: cada letra del título está escrita con mayúscula y no hay una  coma que separe a las dos estaciones el año.

Indagando en la sique de cada uno de sus personajes, Mora Manzano ha logrado aquello que Fassbinder pregonaba en su cine y en sus ensayos: el hallazgo de la belleza en el sufrimiento. Y lo ha hecho diseccionando esta generación desencantada de nativos digitales. Larga vida al punk.

Apuntes sobre cine y literatura en Ecuador: EL RASTRO DE TU LETRA EN LA IMAGEN

Mientras en EE.UU. el cine se dedica a realizar remakes, reinterpretar series de televisión y explota al máximo los efectos especiales, el cine de nuestro continente, siguiendo los pasos de la literatura y el cine, quiere llegar hasta  las raíces de la historia explorando la identidad.

Según Gabriel García Márquez, el cine latinoamericano está viviendo un boom que ya experimentó la literatura de los años sesenta, “el cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás”[1]. Precisamente el séptimo arte de este hemisferio se está nutriendo de obras literarias. Recordemos las recientes adaptaciones de Satanás (basada en un relato de largo aliento de Mario Mendoza), El secreto de sus ojos (de una novela de Eduardo Sacheri, titulada originalmente La pregunta de sus ojos) y Memoria de mis putas tristes (de una nouvelle de García Márquez), etc.

Por lo tanto, que el cine ecuatoriano se acoja a libros tan representativos de nuestra literatura como Entre Marx y una mujer desnuda de Jorge Enrique Adoum y de menor resonancia  como De que nada se sabe de Alfredo Noriegaes un hecho estético plausible, acorde a una tendencia continental, que nos permite de paso reevaluar la obra literaria.

Como nota aclaratoria, y para delimitar el corpus de análisis, se debe señalar que este trabajo sólo toma en cuenta textos fílmicos, soslayando la producción audiovisual en forma de telefilmes, teleseries, cortometrajes en vídeo, que bien pudieran ser tema de un ensayo mucho más extenso.

Buceando en las cronologías hechas por Wilma Granda, la fecha más lejana en la que aparece un escritor ecuatoriano ligado al mundo del cine es 1932 y no tiene que ver precisamente con la adaptación audiovisual de un libro. Es el año en que el escritor peruano Luis Alberto Sánchez y el lojano Pablo Palacio se asocian para distribuir filmes alemanes en Ecuador. En 1946 se estrena el filme argentino Tres ratas, basado en la novela de Alfredo Pareja Diezcanseco, que pese a su procedencia geográfica entra en este inventario como un antecedente importante. Sin embargo, la primera adaptación cinematográfica de una obra literaria, que se exhibe en Ecuador, es de procedencia colombiana. En 1923 se estrena María (1921) de Máximo Calvo y Alfredo del Diestro en el Teatro Edén.[2]

En los años setenta hay que identificar algunos títulos que no son largometrajes: El cielo para la Cunshi, carajo (1975) de Gustavo Guayasamín que recrea episodios de Huasipungo de Jorge Icaza y que constituye acaso la primera adaptación cinematográfica de un texto literario ecuatoriano[3]. También está la producción de Edgar Cevallos con cuatro adaptaciones: Un ataúd abandonado (1981), Luto eterno (1983), ambos basados en relatos homónimos de Pedro Jorge Vera, Una araña en el rincón (1982), corto basado en un relato de igual título de Juan Valdano y Miguel de Santiago (1980), basado en la biografía de Alfredo Pareja Diezcanseco sobre el pintor de la colonia. Como dato de producción se debe señalar que Cevallos trabaja directamente con los tres escritores en la adaptación, involucrándolos en el proceso. También está el caso de Ulises Estrella que dirige el cortometraje Cartas al Ecuador (1980), basado en el libro de Benjamín Carrión, y el de Teodoro Gómez de la Torre que con Juan Montalvo, el regenerador (1981) toma nota del exilio del escritor ambateño y su lucha contra la dictadura civil de García Moreno.[4]

Luzuriaga y su trilogía de la nación

El único cineasta que ha apostado exitosamente casi todos sus largometrajes a obras literarias claves es Camilo Luzuriaga. La tigra (1989), ópera prima del cineasta lojano radicado en Quito, es un guión compacto que capta el espíritu rural de la obra de José de la Cuadra y muy grato en la recreación de los personajes originales. Lissette Cabrera en el rol protagónico logra transmitir el aura de erotismo desenfrenado y salvaje que captamos en la heroína (¿antiheroína?) de la obra original. La cámara no carece de libertad e iniciativa, y mucho menos se encuentra estática en el suelo montubio, este último, sin duda, el elemento más auténtico del filme, por rodarse en los escenarios que mostraba De la Cuadra.

En su segunda película, Entre Marx y una mujer desnuda (1995), Luzuriaga a la recreación de una realidad que parece conocer mejor: una ciudad (Quito), el decenio de los sesenta con su crisis ideológica de valores e ideales, con personajes que son militantes de un partido de izquierda en pos de la utopía.

El resultado está a la vista. El guión de Arístides Vargas sorteó con astucia algunos obstáculos que planteaba el texto experimental de Jorge Enrique Adoum de fuertes ecos cortazarianos (sobre todo de Rayuela y Libro de Manuel), más el atiborramiento de elementos cultistas y juegos gráficos, tales como inserción de anuncios clasificados o recortes de periódico.

La tercera película de la trilogía de Luzuriaga, 1809-1810: Mientras llega el día (2004), basada en la novela homónima de Juan Valdano, bucea en el siglo crucial del nacimiento de una nación, en la época de las guerras independentistas. La historia tiene lugar en el Quito de 1809. La producción puso énfasis en los espacios y en el diseño de la producción. Mientras la novela de Valdano captó con meticuloso ojo historiográfico los enfrentamientos ideológicos decimonónicos, Luzuriaga se va más por el lado melodramático de la historia pasional.

San Sebastián Cordero

Un nombre imprescindible en este inventario es el de Sebastián Cordero. Su ópera prima, Ratas, ratones, rateros (1999), fue la que nos insertó en el mapa de la cinematografía global. Nunca antes un filme había ganado tantos premios internacionales: mejor edición en el Festival de La Habana, mención de honor en el Festival de Bogotá, mejor actor en el Festival de Huelva (Carlos Valencia), entre otros.

Ratas constituye una suerte de adaptación inconsciente de A la costa (1904) de Luis A. Martínez (1869-1909). Esto no será nada nuevo en Cordero que, sin proponérselo, hará de Crónicas (2004) una caja de resonancia de El secreto de Javier Vásconez.

En la novela de Martínez los protagonistas son Luciano y Salvador (amigos), en la película se llaman Ángel y Salvador (primos). Al igual que el Ángel de Cordero, el Luciano de Martínez es un sensualista, un costeño extrovertido y arrojado; Salvador, en cambio, es el estereotipo del serrano reprimido e introvertido, que al igual que su homónimo sufre de una grave enfermedad. En el caso del Salvador literario es la polineuritis malaria, en el caso del personaje cinematográfico es la epilepsia. El tema del viaje también está presente en ambos textos. El filme toma recursos guionísticos de la road movie ya que los personajes van de la Costa a la Sierra y viceversa. El viaje narrado por Martínez es solamente de una vía como bien lo dice el título de la novela. Otro punto en común entre ambas obras es la quimera de oro que constituye el viaje al extranjero. Mientras Luciano planifica un viaje a Europa, el Ángel de Cordero deposita en EE.UU. (la Yoni, le dice él) todas sus esperanzas.

Rabia (2010), el tercer filme de Cordero, se basa en la novela homónima del argentino Sergio Bizzio que retrata la decadencia de una familia burguesa. Cordero y el escritor, trasladan como guionistas, la historia a la Madre España haciendo énfasis en el tema de la migración y toda la violencia que ésta implica. La novela de Bizzio, llena de coloquialismos y regionalismos en los parlamentos, es de escasa profundidad en su estructura. Lo más atractivo del libro es su velocidad narrativa, su ritmo trepidante y la profusa interpolación de diálogos de clara inspiración cinematográfica. Está claro que lo que le atrajo a Cordero es la premisa dramática claustrofóbica de Bizzio: un obrero de una construcción se esconde en la casona donde trabaja su novia después de asesinar a alguien.

Rabia no es una película más sobre el tema de la migración aunque es imposible no verla como parte de esa corriente tan visible como es la del cine de migrantes. Son películas en diversos puntos del continente que se esmeran por recrear la problemática del que se va, del que deja su terruño en pos de horizontes mejores. Rabia no es Sin nombre (2009) de Cary Fukunaga o El arriero (2009) de Guillermo Calle. Mucho menos es Paraíso Travel (2008) de Simon Brand o Fuera de juego (2003) de Víctor Arregui, una de las primeras películas ecuatorianas que se rueda sobre el tema del desarraigo. Si vamos más atrás tampoco se asemeja a Flores de otro mundo (1999) de Iciar Bollaín (quien por cierto tiene un papel secundario en la cinta de Cordero). Rabia es un filme que rompe los cánones del cine de los exiliados al llevar el encierro del migrante a límites insospechados. La premisa claustrofóbica parece estar más en la línea de Prometeo deportado (2011) de Fernando Mieles que cualquier otro título de los nombrados líneas atrás. En Rabia no hay espacios abiertos, persecuciones de migrantes a manos de policías, no hay deportados o indocumentados. Se diferencia de los filmes mentados por el tratamiento de la historia: los ambientes cerrados, las atmósferas opresivas y el asignarle al migrante el símbolo de la rata. José María se esconde como un roedor, vive como él, se arrastra como él y muere como él.

La última película de Cordero, Pescador, no proviene de una obra literaria pura. Su fuente es Pescadores de coca, un reportaje aparecido en la revista SOHO, redactado por un escritor, Juan Fernando Andrade, quien narra los hechos como si se tratara de un relato literario. Por su procedencia periodística nos abstenemos de comentarla.

Arregui, Vera y Mora

Dentro de esta tendencia de mirar hacia los libros ecuatorianos (aunque Rabia sería la excepción), Víctor Arregui rueda Cuando me toque a mí (2006), basada en la novela de Alfredo Noriega titulada De que nada se sabe (verso de Jorge Luis Borges), novela intimista de trama bien hilvanada. Esta película se sostiene por la elaborada actuación del finado Manuel Calisto (1972-2011) quien interpreta a un médico forense. A la morgue donde trabaja llega la soledad en forma de cadáveres que debe diseccionar. El forense ve reflejada su angustia de vivir en esos cuerpos inertes que llegan día a día. Su introversión y su condición de ser poco gregario dejan en claro algo: el doctor se relaciona mejor con los muertos que con los vivos. Premio al mejor actor en Donostia, Calisto se erige con este filme como el mejor actor de su generación.

Dentro del grupo de realizadores, formados en la escuela de cine de San Antonio de los Baños de Cuba, está Carlos Andrés Vera (Quito, 1980). Puntilloso y perfeccionista en cada aspecto técnico ha alumbrado dos obras de referencia: el documental ecologista Taromenane, el exterminio de los pueblos ocultos (2008) y La verdad sobre el caso del señor Valdemar (2009), mediometraje de 25 minutos basado un cuento de Edgar Allan Poe.

Valdemar, como también se le conoce de manera abreviada a este mediometraje de Vera, elige de entrada no ser fiel al original literario. Lo sabemos cuando un intertítulo al principio nos previene del año y el lugar donde se va a desarrollar la historia. El texto de Edgar Allan Poe se sitúa en Nueva York en la primera mitad del siglo XIX («El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem…»); mientras que el filme ubica la historia en Quito durante la dictadura civil de Gabriel García Moreno (octubre de 1873), líder de un estado fundamentalista en lo religioso pero que le da una gran viada a la investigación científica. Es precisamente la subtrama político-religiosa el gran hallazgo del mediometraje.

El gran puntal actoral es también Manuel Calisto quien lidera este sofisticado ejercicio gótico, en el que destaca cada aspecto técnico: el diseño de producción (el viejo hospital siquiátrico de San Lázaro donde fue filmado), el vestuario, la música y el diseño de sonido. En definitiva, una adaptación que además de genuina luce imperecedera.

Otro narrador audiovisual que ha dado a la luz historias cortas es Iván Mora Manzano, acaso el más completo que hay en nuestro país pues abarca algunos cargos dentro de un set de filmación. No sólo es un lúcido montador, sino que también compone la música de sus historias. Vida del ahorcado: Los estudiantes (2008) constituye un cortometraje que dista mucho de ser el ejercicio videográfico de un principiante. Es una creativa adaptación de un episodio de una novela corta de Pablo Palacio, en la que destacan los creativos efectos visuales (véase la escena en la que el maestro empieza a vomitar el alfabeto griego). En Mora Manzano hay un dominio en el ritmo, la forma, los paisajes sonoros, la construcción de una atmósfera opresiva y una comprensión del género que explora, además de una experticia en la construcción dramatúrgica de los relatos (véase también el sugerente corto Silencio nuclear).

Fundido de cierre o conclusiones

1)      En el caso de la novela de Luis A. Martínez y el filme de Cordero, estamos ante la constatación de una nación dividida en dos (Costa y Sierra), bipolarizada. La revolución liberal es el contexto de Martínez y el poscapitalismo es el caso del filme de Cordero. Los dos proyectos de nación que hay en ambos contextos, tanto económicos como políticos, desembocarán en un desencanto que es el elemento subyacente en ambos textos.

2)     El hecho de que los filmes del corpus sean distintos de sus originales literarios ilustran una verdad de Perogrullo: las mejores adaptaciones audiovisuales de una obra literaria no son fieles completamente al original. Cine y literatura son dos lenguajes diferentes y siempre crearán productos disímiles.

3)     Los guionistas no adaptan únicamente material literario ecuatoriano. Los casos de Edgar Allan Poe y Sergio Bizzio constituyen dos excepciones dignas de mencionar. En el caso de Carlos Schlieper (el director de Las tres ratas) es a la inversa. Un cineasta argentino adapta una obra ecuatoriana. Como nota al margen debe señalarse que este filme basado en la novela de Pareja Diezcanseco se estrena recién en 1989 en Ecuador.

4)     Tres vertientes son identificables en este inventario de filmes con raíces literarias. Primero, está la preocupación por la construcción de la nación a través de filmes que tienen un trasfondo histórico (Mientras llega el día, Cartas al Ecuador, Juan Montalvo, el Regenerador y Miguel de Santiago); segundo, una cierta tendencia al cine fantástico (Vida del ahorcado y Valdemar) y por otro lado, el Tánatos que hay en el drama humano (Cuando me toque a mí, Un ataúd abandonado, Luto eterno y Rabia).

5)     Estamos ante casos que bien podrían calzar en aquello que Pere Gimferrer llama «adaptaciones genuinas», las cuales «por los medios que le son propios –la imagen– el cine llega a producir en el espectador un efecto análogo al que mediante el material verbal –la palabra– produce un texto en el lector». Adaptaciones genuinas de un cine en construcción que busca el rastro de la letra en la imagen.


[1]Discurso pronunciado por Gabriel García Márquez, presidente de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, en el acto de inauguración de la sede de la misma, el 4 de diciembre de 1986.

[2] Granda Wilma, Cine silente en Ecuador. Quito,coedición Casa de la Cultura Ecuatoriana, Cinemateca Nacional, Unesco, 1995.

[3] Granda Wilma. Cronología del cine ecuatoriano. Quito, Revista del Consejo Nacional de Cultura, No. 10, 2007.

[4] Todos los datos de este párrafo están tomados de Catálogo 1922-1996. Patrimonio fílmico nacional, 2000. Quito, Fondo Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana (edición auspiciada por UNESCO), 2000.

LAS LLAMADAS DE DAVID NIETO WENZELL

La llamada (2012), coproducción de Ecuador, Xanadu Films; Alemania, Tamia TV y Argentina, Utópica Cine, de David Nieto Wenzell (Guayaquil, 1979) es una historia sobre la incomunicación humana, sobre cómo las nuevas tecnologías en lugar de acercarnos, nos alejan. Es el primer largo de Nieto Wenzell (formado en Nueva York en la dirección de arte y el diseño de producción) quien ya había incursionado en el cortometraje con 8, NoTanDistintos y Sinfonía No. 4.

El personaje de Aurora (Anahí Hoeneisen) se pasa, gran parte de los 75 minutos que dura el filme, atendiendo su teléfono móvil. Su trabajo en una agencia publicitaria así se lo exige. No tiene tiempo para su hijo, el púber Nicolás, que está a punto de ser expulsado del colegio. La llamada, que sirve como detonante para la historia, es la citación que recibe para que acuda al colegio a responder por una falta disciplinaria de su hijo. Empieza a partir de ese momento una intriga de procrastinación y una pregunta flota en el ambiente de manera incómoda y constante: ¿logrará la mujer llegar al colegio para ver a su vástago? Llamada tras llamada, encuentro tras encuentro, Aurora (excelente nombre para un personaje tan taciturno y apagado) va postergando la llegada al establecimiento educativo. Estas postergaciones van construyendo una intriga que el director sostiene de manera inteligente, apoyándose en una actriz que descolla a cada momento: tanto en los momentos de angustia (la presión de su jefa, la ineptitud de su asistente, la indiferencia del exesposo) como en los de humor sutilmente planteado (el desconocido que le indica que entre dos teléfonos móviles activados se puede cocinar un huevo, el encuentro con un mecánico en el taller, la conversación con el taxista).

La llamada tampoco sería lo que es sin la presencia de Nicolás Andrade quien interpreta al hijo de Aurora (Anahí y Nico son madre e hijo en la vida real). Su inocencia inunda toda la pantalla, logrando empatía con el espectador. Nicolás (así se llama también le personaje) parece no reaccionar ante el sistema educativo que lo oprime y parece más bien afrontar los embates de las autoridades (profesora incluida) con cierto estoicismo. Para ello tiene como aliado otro oprimido, el conserje que también toma los golpes de sus jefes como vienen: esquivándolos, aguantándolos o desquitándose cada vez que puede (ver la queja que escribe en  una pared del baño masculino).

Es más que notoria  la cuidada construcción sonora de las diversas atmósferas a cargo de Esteban Brauer y Marcela Turjanski: la del departamento de la madre, la de la hermana, la del colegio, la de las burbujas laborales… Se ha recurrido a un diseño de sonido muy puntilloso que ha permitido presentar atmósferas sonoras urbanas específicas. En la escena del taxi, por ejemplo, se ha recreado cada sonido externo al vehículo, incluyendo el de un bus que pasa raudo. Mientras la hermana de Aurora habla por teléfono hay una ciudad que se escucha de manera realista en la parte exterior. Y así podríamos dar muchos ejemplos más, aparentemente triviales, para llegar a la conclusión de que estamos ante una historia que cuida su perspectiva sonora de acuerdo a cada tramo de la trama, con la urbe como gran marco sonoro. La ciudad (su centro) como un ente que logra alienar a sus habitantes. La polis como el espacio de la angustia existencial producida por el ansia de consumo y el arribismo. La verdad es que hace rato que no veíamos en el cine latinoamericano una película que con tan pocos elementos diga tanto sobre la cotidianidad, sobre las problemáticas familiares, sobre la soledad individual, sobre esa dificultad de relacionarse con el otro.

El gran dilema de Aurora es resuelto en el segundo nudo de la trama: «La que no me está entendiendo eres tú», le dice a la argentina que roza el cliché de la jefa pesada que le exige que escoja entre la familia y el trabajo. Dicha esa frase, Aurora cuelga y durante todo el tercer acto el teléfono móvil tan omnipresente, desaparecerá simbólicamente, salvo el momento en el que timbra durante el anticlímax. Se escucha el celular sonar sin que ella se esfuerce en contestarlo. El momento de la homeostasis ha llegado. El equilibrio se ha instaurado entre los personajes.

El filme de Nieto Wenzell contiene dos llamadas fundamentales: la primera, a las autoridades cinematográficas del Ecuador para incrementar los montos de apoyo económico. No puede ser que la preproducción y la postproducción de una película demoren tanto por los modestos incentivos monetarios. Los premios financieros parecen pensados para cortometrajes y no para filmes de larga duración. La segunda llamada es para el público que debería apoyar el cine ecuatoriano con el mismo fervor con el que idolatra a Hollywoodlandia. No es concebible que un filme de acción o de terror en lengua extranjera tenga más afluencia de público que un filme nacional. Este no es un llamado patriotero. No. A estas alturas el público debe sentirse forzado para ver historías mínimas tan grandes como la de Nieto Wenzell. Es la obligación de cada cinéfilo ecuatoriano.

LAS LLAMADAS DE GUSTAVO NIETO

La llamada (2012), coproducción de Ecuador, Xanadu Films; Alemania, Tamia TV; y Argentina, Utópica Cine, de Gustavo Nieto Wenzell (Guayaquil, 1979) es una historia sobre la incomunicación humana, sobre cómo las nuevas tecnologías en lugar de acercarnos, nos alejan. Es el primer largo de Nieto Wenzell (formado en Nueva York en la dirección de arte y el diseño de producción) quien ya había incursionado en el cortometraje con 8, NoTanDistingos y Sinfonía No. 4.

El personaje de Aurora (Anahí Hoeneisen) se pasa, gran parte de los 75 minutos que dura el filme, atendiendo su teléfono móvil. Su trabajo en una agencia publicitaria así se lo exige. No tiene tiempo para su hijo, el púber Nicolás, que está a punto de ser expulsado del colegio. La llamada, que sirve como detonante para la historia, es la citación que recibe para que acuda al colegio a responder por una falta disciplinaria de su hijo. Empieza a partir de ese momento una intriga de procrastinación y una pregunta flota en el ambiente de manera incómoda y constante: ¿logrará la mujer llegar al colegio para ver a su vástago? Llamada tras llamada, encuentro tras encuentro, Aurora (excelente nombre para un personaje tan taciturno y apagado) va postergando la llegada al establecimiento educativo. Estas postergaciones van construyendo una intriga que el director sostiene de manera inteligente, apoyándose en una actriz que descolla a cada momento: tanto en los momentos de angustia (la presión de su jefa, la ineptitud de su asistente, la indiferencia del exesposo) como en los de humor sutilmente planteado (el desconocido que le indica que entre dos teléfonos móviles activados se puede cocinar un huevo, el encuentro con un mecánico en el taller, la conversación con el taxista).

La llamada tampoco sería lo que es sin la presencia de Nicolás Andrade quien interpreta al hijo de Aurora (Anahí y Nico son madre y vástago en la vida real). Su inocencia inunda toda la pantalla, logrando empatía con el espectador. Nicolás (así se llama también el personaje) parece no reaccionar ante el sistema educativo que lo oprime y parece más bien afrontar los embates de las autoridades (profesora incluida) con cierto estoicismo. Para ello tiene como aliado otro oprimido, el conserje que también toma los golpes de sus jefes como vienen: esquivándolos, aguantándolos o desquitándose cada vez que puede (ver la queja que escribe en  una pared del baño masculino).

Es más que notoria  la cuidada construcción sonora de las diversas atmósferas a cargo de Esteban Brauer y Marcela Turjanski: la del departamento de la madre, la de la hermana, la del colegio, la de las burbujas laborales… Se ha recurrido a un diseño de sonido muy puntilloso que ha permitido presentar paisajes sonoros de una urbe convulsionada. En la escena del taxi, por ejemplo, se ha recreado cada sonido externo al vehículo, incluyendo el de un bus que pasa raudo. Mientras la hermana de Aurora habla por teléfono hay una ciudad afuera que se escucha de manera acechante. Y así podríamos dar muchos ejemplos más, aparentemente triviales, para llegar a la conclusión de que estamos ante una historia que cuida su perspectiva sonora de acuerdo a cada tramo de la trama, con la urbe como gran marco sonoro. La ciudad (su centro) como un ente que logra alienar a sus habitantes con el tráfico y los vendedores ambulantes. La polis como el espacio de la angustia existencial producida por el ansia de consumo y el arribismo. La verdad es que hace rato que no veíamos en el cine latinoamericano una película que con tan pocos elementos diga tanto sobre la cotidianidad, sobre las problemáticas familiares, sobre la soledad individual, sobre esa dificultad de relacionarse con el otro.

El gran dilema de Aurora es resuelto en el segundo nudo de la trama: «La que no me está entendiendo eres tú», le dice a la argentina que roza el cliché de la jefa pesada que le exige que escoja entre la familia y el trabajo. Dicha esa frase, Aurora cuelga y durante todo el tercer acto el teléfono móvil tan omnipresente en los dos actores anteriores, desaparecerá simbólicamente, salvo el momento en el que timbra después del clímax. Se escucha el celular sonar sin que ella se esfuerce en contestarlo. El momento de la homeostasis ha llegado. El equilibrio se ha instaurado entre los personajes.

El filme de Nieto Wenzell contiene dos llamadas fundamentales: la primera, a las autoridades cinematográficas del Ecuador para incrementar los montos de apoyo económico. No puede ser que la preproducción y la postproducción de una película demoren tantos años por los modestos incentivos monetarios. Es una verdadera odisea para cada cineasta ir tocando puertas para conseguir exiguas cantidades dentro y fuera del país ya sea para el transfer, el etalonaje o la difusión. Los premios financieros dentro de Ecuador parecen pensados para cortometrajes y no para filmes de larga duración. La segunda llamada es para el público que debería apoyar el cine ecuatoriano con el mismo fervor con el que idolatra a Hollywoodlandia. No es concebible que un filme de acción o de terror en lengua extranjera tenga más afluencia de público que un filme nacional. Este no es un llamado patriotero. No. A estas alturas el público debe sentirse forzado para ver historías mínimas tan grandes como la de Nieto Wenzell. Es la obligación de cada cinéfilo ecuatoriano.