«Y entonces el Califa le dijo a Scherezada: "Cuéntame una película que me ayude a pasar la noche"».

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NETFLIX COMPRA WARNER BROTHERS (MÁS EL CATÁLOGO DE HBO) O CUANDO EL ALGORITMO DEVORA A LA HISTORIA DEL CINE

Hoy soy un espectador nuevo. Veo el mundo del cine de otra manera. Acabo de reformatear mi mirada. He terminado de leer un comunicado (rescatado de mi spam) que envía Netflix a todos sus suscriptores vía correo electrónico. En el tablero del entretenimiento global acaba de producirse un tsunami: Netflix ha adquirido Warner Bros. (con sus estudios de cine y Tv. incluidos) por la friolera de $82.7 mil millones, suma que supera el producto interno bruto de cualquier nación desarrollada. El acuerdo también incluye el catálogo de HBO Max. Los negocios de televisión como CNN, TNT y TBS son parte del acuerdo y pasarán a una nueva empresa separada.

Escucho el golpe de Kevin Spacey sobre la mesa (el sonido de la intro cada vez que aparece la N gigante en pantalla) mezclado con los primeros versos de la canción «As time goes by» de Casablanca. No es solo una transacción financiera; es el equivalente corporativo a una película de Christopher Nolan: ambiciosa, compleja y con consecuencias que se despliegan en múltiples líneas espacio-temporales.

Durante más de una década, Netflix encarnó el papel del rebelde digital que llegó para supuestamente democratizar el acceso al contenido y desafiar a los dinosaurios de Hollywood. Hoy, en un punto de giro digno de sus series, el disruptor se convierte en el conquistador al devorar a uno de los estudios más emblemáticos de la historia del cine.

La lógica detrás de esta maniobra es muy clara. Netflix se enfrentaba a un dilema existencial: costos de producción astronómicos, apuestas originales con recuperaciones inciertas de capital y la ausencia de ese tesoro que distingue a los grandes estudios: un catálogo histórico con peso cultural. Warner Bros. Discovery, por su parte, arrastraba una deuda insostenible y un modelo híbrido entre streaming y cable que ya no podía competir en el nuevo ecosistema digital.

Warner Bros. no es simplemente un estudio más. Es una cinemateca de la cultura popular, una máquina de fabricar mitos que ha moldeado el imaginario colectivo durante generaciones. Con esta adquisición, Netflix no solo obtiene contenido; compra prestigio y una genealogía cultural invaluable.

La lista de activos es un carrusel interminable: Casablanca, El Padrino, los Looney Tunes, Harry Potter, el universo DC, Game of Thrones, la trilogía de El Caballero de la Noche, y décadas de producciones que definieron épocas enteras. Netflix hereda franquicias multigeneracionales que pueden explotarse indefinidamente, una infraestructura industrial completa y, quizás lo más valioso, la capacidad de distribuir masivamente películas en las salas de cine.

De un plumazo, la plataforma que nació desafiando al sistema se transforma en una major con pleno derecho. Esto no estaba en los planes de nadie. La gran pregunta que no me deja dormir es la siguiente: ¿Debo desinstalar de mi teléfono la aplicación de HBO Max y dejar de pagar esa suscripción?

Esta megafusión marca un punto de inflexión: parece ser el final de las “guerras del streaming”. El mensaje es certero: no hay espacio para todos en este nuevo orden (suena a un verso de «Lose yourself» de Eminem). Solo sobrevivirán las plataformas con stamina suficiente para absorber estudios enteros o sostener universos completos de contenido. El resto será devorado o relegado a la irrelevancia. Parece una de las subtramas de Interstellar.

Para los espectadores, las implicaciones son ambivalentes. Netflix ha prometido mantener estrenos cinematográficos significativos, lo que podría representar un renacimiento del cine como hecho cultural compartido. La posibilidad de ver las próximas grandes producciones de Warner en pantalla grande antes de su llegada al streaming es insoportablemente romántica.

Pero esta concentración de poder también genera inquietudes legítimas. Cuando una sola entidad controla tanto la producción como la distribución de historias que consumen millones de personas, surgen preguntas sobre diversidad creativa, ética empresarial, riesgo artístico y la supervivencia de voces disidentes en un ecosistema optimizado por algoritmos.

El verdadero desafío de esta fusión no será financiero sino cultural. Warner Bros. representa la vieja guardia de Hollywood: tradición, prestigio cinematográfico, toma de decisiones basada en una intuición creativa. HBO es sinónimo de calidad artística sin concesiones. Netflix, por su parte, encarna la mentalidad tecnológica: datos, velocidad, eficiencia algorítmica.

Fusionar estas filosofías es como pedirle a Stanley Kubrick que permita a una startup de Silicon Valley firme como co-directora de Full Metal Jacket. Fascinante sobre el papel, potencialmente catastrófico en la praxis.

Las tensiones ya están en el horizonte: ¿Mantendrá HBO su identidad como sello de prestigio o sus producciones se diluirán en el menú infinito de Netflix? ¿Qué pasará con el errático universo de DC, que necesita más coherencia creativa que inyecciones de capital? ¿Aceptarán los cineastas, acostumbrados a ventanas teatrales amplias, las estrategias híbridas de estreno?

Si Netflix comete el error de homogeneizar, de convertir todo en un contenido intercambiable y optimizado para retener suscriptores, habrá pagado $82.7 mil millones por destruir un legado de décadas.

Esta operación obliga a replantear qué significa ser espectador en una era de concentración mediática, qué tipo de historias se cuentan cuando el algoritmo y el legado cultural deben coexistir, cómo se preserva la visión de autor en un sistema diseñado para la eficiencia comercial.

Si Netflix logra la difícil tarea de integrar sin absorber, de potenciar sin estandarizar, de respetar la mística de Warner y la excelencia de HBO mientras aporta su infraestructura tecnológica, estaremos presenciando el nacimiento de un coloso cultural que no tiene parangón en la historia de los medios de comunicación de masas. El lema de HBO era «No es televisión, es HBO». Ahora el lema será «No es HBO, es NETFLIX».

Si fracasa, será recordado como una de las apuestas más costosas y arrogantes en la historia del entretenimiento: el momento supremo en el que el streaming creyó que podía comprar el alma de Hollywood y descubrió, demasiado tarde, que algunas cosas no se pueden replicar por más capital que pongas sobre la mesa.

Por ahora, el mundo observa de pie como si estuvieran en un estadio esperando un gol de Messi. Los creadores utilizan sus calculadoras. Los espectadores esperan intrigados. Y Hollywood, quizás por primera vez en su historia centenaria, siente que la película la están dirigiendo otros. El guion lo escribe ahora una plataforma que nació prometiendo democratizar el entretenimiento y que hoy es su emperador más poderoso.

La ironía es digna de una película de David Fincher. Solo el tiempo dirá si termina como El club de la pelea o The social network.

Ron Howard naufraga en su película sobre las Islas Galápagos

Ron Howard (Oklahoma, 1954) acaba de destruir una de las carreras más sólidas y respetables de Hollywood. Desde sus inicios como el entrañable Richie Cunningham en Happy Days (1974) hasta convertirse en uno de los directores más exitosos de la industria, Howard ha demostrado versatilidad en todas sus películas previas: el filme tecno-científico Apollo 13 (1995), el drama periodístico Frost/Nixon (2008), la eficaz Una mente brillante (2001) que le valió el Oscar, e incluso entretenimientos competentes como la saga de Robert Langdon: El código Da Vinci (2006), Ángeles y demonios (2009) e Inferno (2016); sin embargo, toda carrera tiene su punto de quebranto, y Eden (2024), recientemente estrenada en la plataforma Amazon Prime Video, representa el momento en que la fórmula narrativa se desmorona y el calicanto falsea: la mediocridad triunfa sobre décadas de profesionalismo. Los guionistas culpables son Noah Pink (creador de la serie Genius de la National Geographic) y el mismo Ron Howard.

El cine de ficción ha evitado sistemáticamente las islas Galápagos. Más allá de documentales fascinantes sobre Darwin y la biodiversidad única del archipiélago, prácticamente no existe un corpus cinematográfico de ficción ambientado en estas islas. Alguna que otra aparición fugaz en películas de aventuras genéricas, quizás un par de escenas en Master and Commander (2003) de Peter Weir, tangencialmente relacionadas, pero nada sustancial. Las Galápagos, con su historia de colonos excéntricos, náufragos, misterios sin resolver y la legendaria saga de los colonos alemanes en los años 30 del siglo anterior, merecían una gran película. Eden debía ser esa obra a la altura de Satan came to Eden (2013), el señero documental de Dan Geller y Dana Goldfine, basado en Satan came to Eden: A survivor´s account of the Galapagos affaire (1936) de Dore Strauch y Floreana, lista de correos (1960) de Margret WIttmer.

Un antecedente local es preciso consignar. La baronesa de Galápagos (1993) de Carl West (Yugoeslavia, 1943) es una miniserie que pese a sus limitaciones es una referencia fundamental en el tema. Producida por Gustavo Nieto Roa y Enrique Arosemena para la cadena local Ecuavisa, estuvo protagonizada por Christian Bach (1989-2019), actriz argentina que hizo carrera en México en algunas telenovelas. Cuatro capítulos (disponible en línea), de aproximadamente hora y media de duración cada uno, diseccionan mejor la trama de intrigas y persecuciones entre estos europeos que se disputaban un territorio ajeno por el cual no pagaron ni un solo centavo.

Los hechos son de conocimiento público. Los Ritter (Dore y Friedrich) fueron los primeros colonos en llegar a Floreana, una de las islas Galápagos en 1929. La pareja huía de los comienzos opresivos del nacional socialismo en Alemania. Dore había sido paciente de Friedrich. Este era un fanático ciego de Nietzsche. Ritter juega a ser filósofo. Envía largas cartas sobre su vida a lo Robinson Crusoe que son publicadas por periódicos alemanes. Tres años duró el Edén de los Ritter. Un paraíso al que Howard no le interesa analizar. En 1932 llegaron los Wittmer (Margret y Heinz), inspirados por los «reportajes» de Ritter publicados en la prensa alemana. Los Ritter los mandaron al otro extremo de la isla, a una cueva, para mantenerlos lejos. Si las dos familias alemanas se llevaban mal, todo empeora cuando llega otra germana que se hace llamar Baronesa Eloise von Wagner Bousquet. Ella llega con dos supuestos sirvientes con la misión personal de construir un hotel de cinco estrellas al que bautiza como Hacienda Paradiso. La desaparición inexplicable de la mujer y sus lacayos, aparte de la muerte del doctor Ritter, convirtieron a esos eventos en las bases de la leyenda negra de Floreana. Mucho se ha escrito sobre estos primeros inmigrantes pero no hay audiovisual que le haga justicia a tanta intriga oscura. El director no atina a reproducir ni el más mínimo porcentaje de aquello que el historiador Octavio Latorre llegó a denominar la maldición de la tortuga.

Lo que Howard entrega es un mosaico de caricaturas donde actores talentosos se ahogan en interpretaciones maniqueas que insultan tanto a los personajes reales como a la inteligencia del espectador. Ana de Armas, cuyo ascenso meteórico prometía matices y profundidad (nominada al Óscar por hacer de Marilyn Monroe), reduce a la baronesa Eloise von Wagner Bosquet a una femme fatale de opereta, llena de poses y miradas calculadas sin una pizca de la complejidad psicológica que debió caracterizar a esta mujer enigmática. Jude Law, en lo que debería ser el papel de su madurez interpretando al doctor Friedrich Ritter, ofrece un misántropo de Cartoon Network, alternando entre gruñidos filosóficos (nadie se cree que es nietszcheano) y arrebatos predecibles. Su Ritter no es el visionario perturbado que abandonó la civilización; es simplemente un hombre malhumorado en una isla que se atreve a salir desnudo frontalmente en una escena.

Vanessa Kirby como Dore Strauch navega entre el victimismo y la histeria, sin capturar jamás la resiliencia y las contradicciones de una mujer que eligió seguir a Ritter al paraíso para encontrar el infierno (en ningún momento se justifica que use la gruesa rama de un árbol como cayado). Sydney Sweeney y Daniel Brühl, como los Wittmer, son los más desafortunados en este naufragio: interpretaciones tan planas y desprovistas de conflicto interno que parecen turistas perdidos en el set, recitando diálogos con la convicción de quienes leen el menú de un restaurante. Cada personaje es, o enteramente bueno o completamente malo, sin escala de grises, sin humanidad real.

Un inventario de inconsistencias podría tener la siguiente lista: los actores no se parecen en lo absoluto a las personas históricas que interpretan. Los Ritter tenían una campana que los visitantes debían tocar para que ellos pudieran vestirse. Vivían desnudos en un estado edénico que no es captado por el filme. El barril que servía en el muelle principal como casilla de correos aparece una sola vez y no se le da ningún tipo de uso narrativo, pese a ser el único vínculo con el mundo exterior por la cantidad de correspondencia y paquetes que llegaban. La vestimenta de los personajes no coincide con el clima: los exóticos ropajes de seda de la baronesa, por ejemplo, están fuera de lugar. La considerable distancia entre la vivienda de los Ritter y la cueva de los Wittmer no se respeta para nada dentro de la lógica espacial del filme. Las caminatas son tan mágicas que los personajes se visitan mutuamente a la velocidad del rayo. El naturalista norteamericano Allan Hancock llega a Floreana cuando la baronesa ya está instalada. No se menciona que es la tercera vez que su expedición científica llega a Galápagos. Tampoco se hace alusión al cortometraje cinematográfico que Hancock dirige con la baronesa como protagonista. Dore Strauch aparece vestida todo el tiempo con pantalones largos (a ratos pensaba que Vanessa Kirby debió haber interpretado el rol de la baronesa y no la sosa De Armas). El personaje de Daniel Brühl también aparece todo el tiempo con camisa de manga larga y pantalones. Dejo para el final de esta lista la forma ridícula en que el personaje de Sidney Sweeney da a luz sin ningún tipo de asistencia (cuando la evidencia biográfica apunta a que el Dr. Ritter la atendió a regañadientes). Tampoco se me quita de la cabeza la imagen de Sweeney amamantando a su criatura recién nacida. Triquiñuela de Howard de explotar la supuesta condición de sex symbol de la actriz.

Pero quizás el atentado más flagrante de Eden contra su material original es de carácter geográfico. Howard no filmó en Ecuador. Ni siquiera intentó acercarse a las Galápagos. Apenas mandó unos camarógrafos para captar tomas de paso, imágenes de transición, espectaculares imágenes aéreas captadas con drones, todos son superfluos planos contextualizadores. La producción entera se rodó en Australia, y se nota en cada cuadro. Las costas de Oceanía, por más hermosas que sean, no tienen la extrañeza volcánica, la aridez lunar, la luz solar tan particular, la fauna imposible que define al archipiélago ecuatoriano. Es como filmar una película sobre el Sahara en Islandia: técnicamente hay paisajes, pero el alma del lugar está ausente. Esta decisión no solo es una cuestión presupuestaria; es un símbolo perfecto de la desconexión total de la película con su material original.

La forma en que Howard resuelve el misterio de la baronesa es de un infantilismo supremo. No se entiende cómo un hombre de tanto kilometraje en el mundo del cine haya convertido el misterio galapaguense más importante en un sainete de principiantes. Spoiler alert. Uno de los lacayos de Eloise von Wagner se convierte en aliado del otro bando. Ritter dispara a la impostora de la nobleza y, en complicidad con Wittmer, arroja su cuerpo por un acantilado. Para hacer la intriga más voluminosa los guionistas deciden ubicar la muerte de Ritter después del asesinato de la baronesa. Su envenenamiento por ingerir pollo (alimentado por alpiste podrido) es de un amateurismo insufrible porque no es presentado de manera coherente. Una noche a Ritter se le ocurre comer ese platillo sin ninguna justificación previa. Resulta más incoherente aún que Margret Wittmer acuda previamente a regalarle a Dore Strauch carne de pollo más fresca. Hay una actitud soberbia de los guionistas de alardear del conocimiento de hechos biográficos cuando terminan poniendo en pantalla lo que ellos creen que pudo haber sucedido.

Eden es el fracaso más estrepitoso en la carrera de Ron Howard como director y como guionista (hay que tener agallas para poner su nombre en los créditos de autoría). No se entiende cómo teniendo un material histórico tan fascinante —uno de los episodios más extraños y oscuros de la historia del siglo XX— convirtió su pelicula en un melodrama insípido, rodado en el continente equivocado, con actuaciones dignas de una telenovela mexicana. Las Galápagos y sus leyendas oscuras siguen esperando una película digna de su misterio. Por suerte, la cineasta Tania Hermida hizo la película más representativa de esa región más transparente. Recomiendo La invención de las especies (2024), el mejor (y único) filme de ficción sobre nuestras islas.

Diane Keaton (1946-2025): La-Di-Da o el adiós a un símbolo irreverente de Hollywoodlandia

Con su partida de Diane Keaton, Hollywoodlania pierde a una de sus figuras más singulares, un referente en la actuación y en la moda; una mujer que redefinió lo que significaba ser estrella de cine y que nunca sacrificó su autenticidad por las reglas industriales del star system.

Nacida Diane Hall (por algo su máximo filme se llama Annie Hall) el 5 de enero de 1946 en Los Ángeles, adoptó el apellido de soltera de su madre para su carrera artística. Tras debutar en Broadway con el musical Hair en 1968, su vida cambiaría para siempre al conocer a Woody Allen, con quien forjaría una de las colaboraciones más memorables del cine estadounidense.

En 1972 estrena sus dos películas referenciales: The Godfather (en marzo) y Play it Again, Sam (en mayo). En la primera pasa a la historia por ser la esposa de Michael Corleone; en la segunda, actúa junto a Woody Allen en una comedia en la que el gurú sentimental es el fantasma de Humphrey Bogart. El personaje de Kay Adams representó una mirada inocente dentro de la comunidad mafiosa que Coppola quiso representar. La escena en la que prácticamente le cierran la puerta en la cara, al final, representa el veto a la honestidad femenina en ese mundo patriarcal despiadado. La colaboración con Woody Allen sería la primera de algunas películas de capital importancia; sobre todo, Annie Hall (1977), película en la que según el historiador David Thompson, Keaton hace un mínimo esfuerzo de actuación por insertar en su personaje modismos y actitudes personales. Esto es lo que dice el historiador en The New Biographical Dictionary of Film (Random House, 2010) al respecto:

Diane Keaton won her Oscar in Annie Hall doing… so Little, if you come to think about it, that the award must have been tribute to her likability and to the amiable, cool tolerance exhibited by her character. Annie Hall was nearly an-ism in the late 70´s, a way of dressing, reacting, and feeling. When people fall in love with an idea, they don´t bother to chech how much substance it has. Being Woody Allen´s best girl then seemed a very hip role; and Keaton was so deadpan cute in her basic attitudes, no matter her way of talking became as jittery as Woody´s. Even that had an edge of parody to it. She had been with Allen in Play it Again, Sam (1972, Herbert Ross), Sleeper (1973, Allen), and Love and Death (1975, Allen), but in Annie Hall it was as her real self had emerged. Everyone felt good about her.

Aunque no concordamos del todo con Thomson, sobre todo en aquello de ganar el Óscar «haciendo… tan poco», creemos que los registros actorales de Keaton fueron varios y que hay habilidades histriónicas mucho más allá de su cuteness; hay que destacar que la película por la que es más recordada no solo tiene ropajes especiales (corbatas y sombreros, más que nada) sino también guiños a la relación que había tenido con Woody Allen hasta 1975. Veamos lo que dice Keaton en su autobiografía Then Again (Random House, 2011) donde describe cómo llegó a inventar su código tan particular de vestimenta:

I wore what I wanted to wear, or, rather, I tole what I wanted to wear from cool-looping Women on the streets of New York. Annie´s kaki panas, vest, and the came from them. I tole the Hat from Aurore Clement, Dean Tavoulari´s future wife, who showed up on the set of The Godfather: Part II one day wearing a man´s slouchy bolero pulled down low over her forehead. Aurore´s hat put the finishing touch on the so-called Annie Hall look. Aurore had style, but so did all the street-chic Women livening up Soho in the mid-seventies. They were the real costume designers of Annie Hall (p. 26).

La verdad es que el personaje de Keaton marcó época y tendencia, no solamente en la forma de hablar y combinar corbatas, chalecos con sombreros, sino un estilo de actuación más desenfadado y realista, más cercano a un documental cotidiano o un reportaje de sentimientos. Su actuación en Looking For Mr. Goodbar (también de 1977) como la profesora de chicos discapacitados que en la noche liga con extraños, acalló cualquier duda sobre su talento.

Keaton también destacó como directora con trabajos como Unstrung Heroes (1995) y el documental Heaven (1987), además de cultivar pasiones paralelas como la fotografía y la arquitectura, publicando varios libros sobre casas californianas. En 1996 estrena The first Wives Club, una comedia con Goldie Hawn y Bette Midler que presagiaría el tipo de comedias ligeras que estrenará en el nuevo milenio.

En este primer cuarto de siglo del segundo milenio, Keaton hizo de todo un poco. Something`s gotta give (2003) de Nancy Meyers significó hacer tándem con Jack Nicholson con quien había trabajado brevemente en Reds (1981) de Warren Beatty, película que sigue conteniendo una de sus mejores actuaciones como la pareja del revolucionario John Reed. En su discurso de aceptación del Globo de Oro del 2004 hizo una apología del geriatrismo cinematografico, enfatizando que tanto su edad como la de Nicholson sumaban 125 años. Ese discurso se volvió célebre porque criticó frontalmente ese mal hollywoodesco del edadismo, esa fijación por la edad que conlleva una extraña demanda: en el cine norteamericano está prohibido envejecer. También estaba clara la crítica a los productores y directores que no contratan a personas cuya etiqueta cronológica ha rebasado la fecha de caducidad.

El último tramo de su carrera estuvo constituido por una veintena de títulos comerciales de escasa calidad. La sicaria en la comedia Plan B (2001), la madre preocupada en la comedia navideña The Family Stone (2005), otra vez de madre blandengue en Because I said so (2007), una de las tres ladronas de toneladas de billetes a punto de ser quemadas en la reserva federal en Mad Money (2008), la norteamericana que se enamora de un irlandés en Hampstead (2017), la comedia ligera Book Club (2018) y su secuela Book Club: Next Chapter (2023), la mujer que ama más a su mascota que a su esposo en Darling Companion (2012)… Tuvo también un rol secundario en la serie The Young Pope de Paolo Sorrentino en el que interpretaba a la Hermana Mary, la mujer que crio al papa interpretado por Jude Law. Muy ocupada la agenda de la actriz en el último tramo de su vida, yéndose en contra de la creencia común de que no hay trabajo para actrices de la tercera edad. Un rasgo en común tienen todos estos títulos hechos a destajo: el look Keaton está intacto en la mayoría de sus últimas películas: vestimenta holgada, lentes y sombreros. La eterna Annie Hall siempre estuvo ahí hasta el final.

Es que fue esto lo que hizo única: su absoluta fidelidad a sí misma. Nunca se casó; adoptó dos hijos como madre soltera, envejeció sin disculpas en una industria obsesionada con la juventud, manteniendo hasta el final su estilo inconfundible. Era conocida por sus excentricidades, desde su amor por beber vino tinto con cubos de hielo hasta su peculiar sentido del humor que se puede ver en cualquiera de sus intervenciones públicas que están disponibles en la red. Basta con ver su paso, en el 2017, por El show de Graham Norton (episodio 5, temporada 21) en el que dice y hace las cosas más delirantes que alguien puede hacer en un talk show (besar en la boca a los otros invitados presentes en el set, por ejemplo). También se recomienda ver sus comparecencias en The David Letterman Show en 1987, 2008 y 2012; además de su discurso de aceptación, en el 2017, del 45th AFI Life Time Achievement en el que agradece cantando una canción.

Keaton fue descrita en los obituarios en línea como “una de las grandes actrices estadounidenses de la época dorada de los años setenta”, un emblema de estilo y un “tesoro” con un estilo personal y profesional “difícil de explicar e imposible de duplicar”. Hollywood llora desde el 11 de octubre, fecha de su deceso, a una de sus últimas grandes originales, una mujer que nos enseñó que el verdadero glamour reside en la autenticidad, y que la excentricidad surge sin mucho esfuerzo cuando es parte inherente de tu personalidad.

La-di-da, como diría Annie Hall. Adiós, Diane.

Amores perros, los 25 años de un ladrido inmortal

El filme no ha envejecido, su dureza aún produce perplejidad. Es un filme que sigue golpeando porque la realidad latinoamericana sigue resquebrajada. Su radiografía social de una ciudad que sobrepasa a sus habitantes. El toque neorrealista con esas callejas sucias, esas paredes que se caen descascarándose. Los objetos vetustos de cada escenario marginal. El contraste con el apartamento de la segunda historia. La pobreza del México profundo. La cámara temblorosa que se mete en cada acción canina. La paleta de colores apagados. Esos canes que se matan en las peleas callejeras clandestinas. Esos personajes que mueren como perros o son tratados como tales. La violencia no solo es canina, también es humana y no está tanto en las acciones físicas: los actores prácticamente ladran sus diálogos. El melodrama que siempre le ha funcionado históricamente al cine mexicano: el triángulo amoroso entre dos hermanos y una joven madre, el empresario que deja a su esposa por una modelo española. La banda sonora tan pertinente con canciones de la época. La actuación coral digna de aplaudir por la naturalidad de cada actor: la construcción redonda de cada personaje inolvidable. Alejandro González Iñárritu regalándose un cameo: hace de un director de publicidad que da órdenes muy precisas sobre cómo realizar un diseño a un joven que está frente a una computadora. El veinteañero Gael García Bernal dando muestras de un talento que se confirmará con una carrera única en cada país que ha filmado.

Un viernes 16 de junio del año 2000, las pantallas ladraron con la llegada de una película que cambiaría la historia del cine latinoamericano. Amores perros, ópera prima de Alejandro González Iñárritu, no solo marcó el inicio de una nueva era para el cine de este lado del mundo, sino que catapultó al séptimo arte mexicano hacia el reconocimiento internacional que parecía inalcanzable desde los tiempos nostálgicos de la Época de Oro.

Durante la década de los noventa del siglo anterior, el cine azteca atravesaba una de sus crisis más profundas. Las producciones se debatían entre comedias populares de bajo presupuesto y dramas costumbristas que no lograban conectar con las nuevas generaciones. Amores perros llegó como una explosión de un lenguaje cinematográfico urbano, violento y visceral que reflejaba la Ciudad de México real, lejos de estereotipos y folklorismos. Realismo sucio, se le llamará en los siguientes años, y este filme será el pionero en ese estilo.

González Iñárritu, junto a su guionista Guillermo Arriaga (con quien se pelearía durante el rodaje de Babel y se reconciliaría hace una semana en el re-estreno), construyó una narrativa fragmentada que dialoga directamente con el cine de autor europeo y el cine indie norteamericano, con una raigambre innegablemente mexicana. La estructura de relatos entrelazados (cine hipertextual), que convergen en un accidente automovilístico, demostró que era posible hacer cine complejo, ambicioso y popular al mismo tiempo. Si Tarantino tenía su Pulp Fiction, el rompecabezas de Gonzalez Iñárritu se convertía en un caso de estudio en clases de guionismo.

Amores perros fue también el inicio de su trilogía de la incomunicación o trilogía de la muerte (gracias, Alejandro por el doble membrete) conformada por dos películas más: 21 gramos y Babel. La trilogía de la incomunicación: Amores perros, 21 gramos y Babel. Esta serie de filmes no constituye una trilogía en el sentido narrativo tradicional —no comparten personajes ni historias continuas— sino que funciona como una exploración progresiva de temas universales mediante una estructura formal reconocible y una filosofía existencial compartida. Son tres historias múltiples que se entrecruzan, una cronología fragmentada que desafía la linealidad temporal, y personajes cuyas vidas colisionan por obra del azar o el destino. Esta estructura no es meramente un artificio formal, sino que refleja cómo la existencia humana constituye un tejido de casualidades y causalidades donde nuestras acciones generan consecuencias impredecibles en vidas ajenas.

Temáticamente, las tres películas comparten obsesiones centrales. La incomunicación es la más evidente: parejas que no pueden hablar de sus traumas, padres e hijos separados por muros emocionales, individuos que hablan idiomas distintos pero también quienes, compartiendo lengua, resultan incapaces de transmitir sus necesidades más profundas. La culpa atraviesa las tres narraciones: personajes que cargan con responsabilidades reales o imaginarias por las tragedias que los rodean, y que buscan redención en un universo que no ofrece absoluciones fáciles.

La violencia, tanto física como emocional, impregna la trilogía. Desde las peleas de perros en Amores perros hasta el disparo accidental en Babel, pasando por el atropellamiento en 21 gramos, la violencia aparece no como espectáculo sino como consecuencia de la fragilidad humana, del error, del malentendido. Es una violencia que no redime ni purifica, sino que obliga a los personajes a continuar viviendo con las cicatrices.

Formalmente (aquí cerramos el paréntesis), la trilogía se caracteriza por su experimentación con la temporalidad cinematográfica. González Iñárritu y Arriaga deconstruyen la narrativa lineal, presentando efectos antes que causas, finales antes que principios, obligando al espectador a convertirse en un detective salvaje que ensambla las piezas del rompecabezas. Esta estructura no es gratuita: refleja cómo experimentamos el trauma, cómo la memoria fragmenta eventos dolorosos, cómo el presente está constantemente invadido por el pasado.

Regresamos al reestreno de Amores perros. La autopsia descarnada de la capital mexicana es uno de los grandes aciertos del filme. Iñárritu presenta una megalópolis estratificada donde conviven la clase media empobrecida de Octavio y Susana, la burguesía arribista de Daniel y Valeria, y la marginalidad absoluta de El Chivo. Estas tres historias, unidas por la violencia, el deseo y los perros como metáfora existencial, conforman un mosaico social que supera cualquier histórico melodrama mexicano para convertirse en radiografía generacional con el ritmo de Control Machete, Nacha Pop, Julieta Venegas, Illya Kuryaki, Café Tacuba, y la poderosa música instrumental de Gustavo Santaolalla.

La ecléctica banda sonora (con los nombres que hemos dado previamente) mezcla rock, música tradicional y silencios dramáticos se convirtieron en referentes obligados. El uso de la música de Gustavo Santaolalla, con esas guitarras desgarradas que funcionan como lamento existencial, estableció un sello sonoro que el compositor repetiría en sus posteriores colaboraciones con González Iñárritu y que se convertiría en sinónimo de (me inventaré la categoría) cine latinoamericano de autor.

La fotografía de Rodrigo Prieto (The Irishman, Brokeback Mountain, Killers of the Flower Moon) captura la textura urbana con una paleta de colores desaturados y una cámara inquieta que anticipa el realismo sucio que caracterizaría gran parte del cine latinoamericano de la siguiente década. Cada encuadre respira autenticidad, desde las peleas clandestinas de perros hasta los lujosos departamentos de Polanco, construyendo un universo creíble y asfixiante. Prieto debe estar consciente de haber creado escuela con la cinematografía que propuso en este clásico del cine latinoamericano.

Amores perros también significó la consolidación de una generación actoral irrepetible. Gael García Bernal, con apenas 21 años, entregó una actuación demoledora como Octavio, el joven atrapado en un amor imposible y la violencia como única salida. Su rostro se convirtió en el símbolo de un nuevo cine mexicano que exportaba talento y no solo folclor. Emilio Echevarría, actor veterano ya fallecido, relegado durante años a papeles secundarios, encontró en El Chivo el rol de su vida: un guerrillero devenido en asesino a sueldo que busca redención con sus perros como única compañía. Su actuación contenida y devastadora ancla emocionalmente la tercera historia, la más reflexiva y desgarradora del tríptico.

La española Goya Toledo, Álvaro Guerrero, Vanessa Bauche, Adriana Barraza (nominada después por Babel), y el resto del elenco construyeron personajes tridimensionales que escapan de los arquetipos y habitan la complejidad moral que propone el guion. Mención especial para Gustavo Sánchez Parra (que luego hará Rabia con Sebastián Cordero) como Jarocho que es el némesis de Gael García Bernal en las peleas clandestinas de perros.

El éxito de Amores perros trascendió fronteras de manera inédita para el cine mexicano contemporáneo. Su presentación en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2000 generó ovaciones y posicionó a González Iñárritu como una de las voces más promisoras del cine mundial (sus posteriores clásicos Birdman, The Revenant y algunos otros, confirmaron su estatus de auteur cosmopolita). La nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera (que ese año ganó El tigre y el dragón de Ang Lee) y su triunfo en festivales de todo el planeta abrieron puertas que permanecían cerradas desde décadas atrás.

Pero más allá de los premios, Amores perros demostró que era posible producir cine de calidad internacional desde México, con historias locales que conectaban universalmente. El filme recaudó más de 20 millones de dólares a nivel mundial con un presupuesto modesto, demostrando que la calidad narrativa y visual podía ser también viable comercialmente.

El filme también revitalizó la industria nacional. Productoras, nuevos talentos y una renovada confianza inversionista permitieron el surgimiento de una generación de cineastas que hoy constituyen lo mejor del cine mexicano contemporáneo: Amat Escalante, Carlos Reygadas, Natalia Beristáin, Michel Franco, entre muchos otros que encontraron posible hacer cine sin renunciar a sus visiones personales.

La influencia de Amores perros (originalmente un guion llamado Amores canijos) se extiende más allá del cine mexicano. Su estructura narrativa de historias cruzadas inspiró innumerables producciones fuera de México.. El caso más notorio es el de Walter Salles (quien ha reconocido públicamente la influencia de González Iñárritu) quien contrató a Rodrigo Prieto para que le fotografíe Diarios de motocicleta (2004). Sumamente dedidor resulta el caso de Dennis Villenueve también en la lista de influenciados: Incendies (2010) y Prisioners (2013) tienen ese entrecruzamiento de historias a más de los dilemas morales, giros de guion y radiografías sociales que ya están en Amores perros (se nota que Roger Deakins estudió la fotografía de Rodrigo Prieto quien curiosamente aún no ha ganado un Oscar). La influencia más fuerte está presente en Crash (2004) de Paul Haggis, ganadora del Oscar al mejor filme del año, y que extrañamente son historias entrelazadas a partir de un accidente automovlístico, como sucede en el filme de González Iñárritu.

A veinticinco años de distancia, Amores perros mantiene su vigencia temática y emocional. Las interrogantes sobre el amor, la lealtad, la redención y la violencia que atraviesan las tres historias siguen siendo pertinentes en un continente que, en muchos aspectos, se ha vuelto aún más complejo y contradictorio por la irrupción de la violencia del narcotráfico en nuestras vidas.

El título mismo, con su juego de palabras que remite tanto a las relaciones pasionales como a los canes que protagonizan cada segmento, sintetiza la visión del filme: amores que muerden, que lastiman, que son tan leales como agresivos. Una metáfora de las relaciones humanas en su expresión más cruda y honesta. La canción «Amores perros (me van a matar)» de Julieta Venegas recoge todas estas ideas.

El clásico de González Iñárritu no es solo una película importante por sus logros técnicos o su éxito comercial. Es un filme de referencia porque representa un antes y un después, porque demostró que el cine mexicano podía competir en igualdad de condiciones con las mejores cinematografías del mundo sin perder su identidad, porque dio voz a una generación que exigía verse reflejada en pantalla sin concesiones ni paternalismos. Esta idea que puede ser un lugar común deja de serlo cuando constatamos la presencia de The Three Amigos como se les conoce a Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y el director de Amores perros, quienes son los únicos mexicanos en ganar el Oscar a mejor director y mejor película (Cuarón y González, dos veces como realizadores).

Veinticinco años después, aquella película que comenzaba con un accidente automovilístico y un perro herido en las calles del Distrito Federal sigue ladrando como el momento exacto en que el cine mexicano hizo un salto cuántico hacia la palestra internacional. Vale la pena revisitarla en este cuarto de siglo de aniversario.

The Long Walk (Camina o muere) o las coincidencias con el paro indígena y la violenta Norteamérica

La adaptación cinematográfica de The Long Walk, basada en la novela temprana de Stephen King, publicada en 1979 bajo el seudónimo de Richard Bachman, llega a las pantallas comerciales en un momento histórico que pareciera arrancado de la realidad sociopolítica. No es coincidencia: el Rey King siempre entendió que el verdadero horror no radica en lo sobrenatural, sino en la capacidad humana para normalizar la violencia.

La premisa es brutalmente simple: cien adolescentes (dos por cada estado) caminan sin detenerse bajo la amenaza de ejecución inmediata si reducen su velocidad a menos de 6,5 km por hora. El que se detiene o baja la velocidad recibe una amonestación. Un pulsómetro en la muñeca de cada competidor mide el ritmo de los pasos. El último en pie gana. Los demás mueren, uno a uno, ante las cámaras, para el entretenimiento de una nación. A la tercera amonestación matan al participante por haberse detenido o por haber disminuido la rítmica del andar. Lo que en 1979 (año de publicación de la novelita) parecía una hipérbole distópica, hoy resuena con ecos incómodos cuando leemos que Trump acaba de anunciar que el ejército debería usar las calles de las ciudades norteamericanas como campo de entrenamiento.

Mientras observamos a estos jóvenes avanzar hacia su aniquilación, es imposible no pensar en Estados Unidos, donde la violencia armada se ha convertido en el ruido de fondo de la vida cotidiana. Los tiroteos masivos en escuelas, centros comerciales, lugares de culto religioso ya no escandalizan, solo generan un cansado déjà vu colectivo. Como en The Long Walk, la sociedad se ha vuelto espectadora pasiva de su propia brutalidad. En Ecuador, el paro indígena que lleva más de una semana en accion, con un asesinado, es también un caldo de cultivo de la violencia. 

La película captura magistralmente ese elemento que King dominó en la novela: la banalización del horror (perdón, Hannah Arendt). Los espectadores dentro de la historia aplauden, hacen apuestas, sostienen pancartas con los nombres de sus favoritos. ¿Acaso no hacemos lo mismo cuando los algoritmos nos sirven videos de violencia real que consumimos con nuestro café matutino? La película nos obliga a mirarnos en el espejo, y la imagen es nauseabunda.

Cooper Hoffman (Nueva York, 2003) entrega en el papel de Ray Garraty una interpretación que lo convierte en el digno heredero de su padre Philip Seymour. Su transformación física a lo largo de los 108 minutos de metraje es devastadora: comienza con la postura erguida de quien aún cree en la posibilidad de victoria, para terminar, arrastrándose como autómata hacia un final que ya no comprende.

Hoffman, de 21 años, captura algo esencial: la mirada de un adolescente que descubre, paso a paso, que ha sido traicionado por los adultos que prometieron protegerlo. Es la misma mirada que vemos en los rostros de los estudiantes sobrevivientes de Uvalde, de Parkland, de Sandy Hook. La misma expresión aturdida de los jóvenes indígenas ecuatorianos que enfrentan gases lacrimógenos por protestar ante el alza del diésel, un combustible esencial para los barcos, transporte pesado y material agricola. Hoffman no actúa el trauma, lo encarna con una verdad visceral que resulta casi insoportable de presenciar.

Como McVries, el cínico mejor amigo de Garraty, David Jonsson (Londres, 1993) ofrece la interpretación más compleja del reparto. Su personaje entiende desde el principio la naturaleza genocida del juego, y Jonsson (el moreno androide de Alien: Romulus) dosifica magistralmente esa conciencia a través de microexpresiones: una sonrisa torcida antes de cada ejecución, un temblor imperceptible en las manos cuando nadie mira, una forma de caminar que es casi un acto de resistencia.

Jonsson hace de McVries un símbolo de aquellos que conocen la violencia sistemática, pero se sienten impotentes ante ella. Su monólogo en el kilómetro 200, donde describe cómo su hermano murió en un tiroteo escolar y nadie hizo nada —“solo pensamientos y oraciones, siempre pensamientos y oraciones”— es el momento más político de la película, y Jonsson lo entrega con una furia contenida que recuerda los discursos políticos de los oprimidos, esa rabia justa de quien ha perdido demasiado y se niega a normalizar la pérdida.

Roman Griffin Davis (Londres, 2007), como Thomas Curley, el enigmático competidor que camina en silencio durante la mayor parte de la película, reserva su poder interpretativo para el tercer acto. Su revelación final —que su padre es el Mayor del ejército, el arquitecto de La Gran Marcha— podría haber sido melodramática en manos menos capaces. Davis, sin embargo, gracias al guionista, se la juega con una frialdad que no deja indiferente al espectador.

Cuando finalmente habla, lo hace con la cadencia monótona de quien ha sido criado para ser el verdugo de su propia generación. Es perturbador porque reconocemos ese patrón: los hijos de la élite política (pienso en el joven arrogante Barron Trump) que perpetúan los sistemas que matan a los hijos de los pobres. Davis nos muestra cómo se construye la complicidad, cómo se entrena a alguien desde la infancia para no disentir con lo inaceptable. En sus ojos vacíos vemos a los senadores norteamericanos que votaron en contra del control de armas después de cada masacre, a los mandos locales que ordenaron la represión contra manifestantes indígenas desarmados.

Pero el verdadero logro actoral es el reparto coral de los cien caminantes. El director Francis Lawrence (el mismo de la saga de Los juegos del hambre) tomó la audaz decisión de contratar actores no profesionales para muchos de estos papeles —adolescentes reales de comunidades afectadas por la violencia armada, jóvenes de zonas de conflicto—, y el resultado es de una autenticidad que pareciera no tener precedentes.

Cuando el Caminante 47, interpretado por un sobreviviente real de un tiroteo escolar en Texas, recibe su tercera advertencia y comienza a llorar, no estamos viendo una actuación. Estamos viendo memoria traumática reactivada. La decisión es quizá éticamente cuestionable, pero cinematográficamente devastadora.

Hay un momento en particular, cuando los caminantes pasan por una comunidad rural y ven a un grupo de madres sosteniendo fotografías de hijos muertos, que varios actores jóvenes del reparto se salieron del guion. Sus reacciones —algunos rompen en llanto, otros desvían la mirada avergonzados, uno grita “¡perdón, perdón!”— fueron genuinas e improvisadas. Francia Lawrence (tambien director de I Am Legend) las mantuvo en el corte final. Es cinema verité infiltrado en una superproducción de estudio, y funciona precisamente porque desarma nuestras defensas como espectadores.

Mención especial merece Mark Hamill como el Mayor del ejército, quien aparece solo en tres escenas, pero domina la película como una presencia espectral. Hamill interpreta al dictador benevolente (Hitler, Bukele, Trump) con una cordialidad escalofriante, sonriendo mientras ordena sentencias de muerte, hablando de “tradición” y “honor” mientras perpetúa el genocidio adolescente anual.

La elección de Hamill es particularmente perversa y brillante. El actor que representó la esperanza heroica de Luke Skywalker ahora encarna la corrupción del poder. Hamill (con un par de enorme gafas oscuras) aprovecha nuestra memoria cultural de él como símbolo de bondad para hacer su villanía aún más desconcertante. Cuando sonríe —esa sonrisa que alguna vez representó optimismo juvenil en una galaxia muy, muy lejana— ahora destila un paternalismo tóxico que resulta nauseabundo.

Su escena final con Davis es un duelo maestro de manipulación psicológica. Hamill juega al Mayor como un padre decepcionado más que como un tirano, lo cual lo hace infinitamente más aterrador. Reconocemos su retórica: es el discurso del político que llama “daños colaterales” a los niños muertos, que describe a la represión policial como “restauración del orden”. Hamill no tiene que gritar; su suavidad es la verdadera amenaza. En sus manos, el Mayor se convierte en el abuelo amable que justifica atrocidades con la lógica circular de “así siempre se ha hecho”.

Hay un momento especial donde el Mayor acaricia el rostro de un caminante muerto y murmura “qué desperdicio”, y en la voz de Hamill hay un dejo de genuina tristeza. Pero es la tristeza superficial de quien lamenta la rotura de un objeto, no la muerte de un ser humano. Es la actuación del maestro: nos hace odiar más al personaje porque entendemos que cree sinceramente que está haciendo lo correcto.

Pero la violencia institucional no solo se manifiesta en las armas de fuego. El paro indígena en Ecuador presenta otro rostro del mismo monstruo: el Estado respondiendo con represión letal a demandas legítimas. Un muerto en las manifestaciones, decenas de heridos, comunidades enteras criminalizadas por exigir derechos básicos. Mientras tanto, el narcoterrorismo cobra vidas en la sombra, aprovechando el caos, y la respuesta oficial oscila entre la indiferencia y la mano dura que solo alimenta más violencia.

En The Long Walk, los caminantes que cuestionan el sistema son eliminados primero. Los soldados que ejecutan las órdenes son invisibles, meras extensiones de una maquinaria que nadie cuestiona realmente. 

Las actuaciones capturan esta mecánica de opresión sin necesidad de explicarla. Cuando vemos a los soldados sin rostro ejecutar a los caminantes caídos, sus movimientos son rutinarios, casi aburridos. Es el trabajo del día. Los actores que interpretan a estos ejecutores anónimos —casting que el director Lawrence mantuvo siempre deliberadamente en secreto— transmiten esa banalidad del mal que Hannah Arendt describió. No son monstruos; son empleados cumpliendo órdenes. Como los policías que disparan gas a madres con niños en brazos durante las protestas, como los agentes que “solo siguen protocolos” mientras personas mueren en las calles.

Lo más desgarrador de la película es que sus protagonistas son adolescentes. Tienen sueños, miedos, historias de amor incipientes. Son, en definitiva, el futuro que estamos sacrificando en el altar de sistemas que ya no funcionan pero que nos negamos a reformar.

Las actuaciones juveniles no buscan la simpatía fácil. Hoffman y su reparto interpretan a estos chicos con todas sus contradicciones: algunos son egoístas, otros crueles, muchos tontos, pero todos son jóvenes. Cuando el Caminante #88, interpretado con dignidad devastadora por el debutante Marcus Chen, colapsa de agotamiento y usa sus últimas palabras para disculparse con su madre por no ser “suficientemente fuerte”, no hay ojo seco.

En Estados Unidos, una generación entera ha crecido practicando simulacros de tiroteos activos en sus escuelas. En Ecuador, comunidades enteras son atrapadas entre la violencia del narcotráfico y la represión estatal, sin horizonte de paz. Como los caminantes de King, avanzan porque no tienen otra opción, sabiendo que el sistema está diseñado para que la mayoría pierda. En la caminata de la vida el que mira atrás, pierde; el que desea ayudar al moribundo, también sufre (ver el caso de Efraín Fuérez, comunero de Cotacachi asesinado por tres balazos. Según las imágenes de vigilancia un compañero se detiene a auxiliarlo y recibe una golpiza por parte del ejército).

El mayor logro de esta adaptación es su negativa a ofrecer catarsis. No hay un héroe derrotando al sistema, no hay un despertar colectivo conveniente. La marcha continúa, no activamente, sino a través de nuestra pasividad, nuestro cansancio, nuestra incapacidad para sostener la indignación más allá del ciclo de noticias.

Las actuaciones sostienen esta ausencia de consuelo hasta el final. Hoffman no ofrece un discurso inspirador en el tercer acto. Jonsson no lidera una rebelión. Griffin Davis no redime a su personaje con un sacrificio heroico. Simplemente caminan y caminan, hasta que casi todos están muertos. Los actores entienden que su trabajo no es hacernos sentir mejor; es hacernos sentir responsables.

Cuando termina la película y salen los créditos, uno sale de la sala con la incómoda certeza de haber visto un documental disfrazado de ficción. Porque mientras discutimos sobre efectos especiales y actuaciones, hay madres en Estados Unidos enterrando a hijos asesinados en escuelas, y hay familias en Ecuador buscando a desaparecidos entre la represión policial, las víctimas de sicariato, fosas comunes, y los jovencitos usados por los carteles de la droga como brazos armados.

The Long Walk nos pregunta: ¿en qué momento dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en espectadores? ¿Cuántas muertes más necesitamos presenciar antes de detenernos y negarnos a seguir caminando hacia el precipicio?

Las actuaciones no nos permiten escondernos detrás de la ficción. Nos obligan a reconocer que estos no son necesariamente personajes: son reflejos, advertencias, epitafios futuros que todavía podemos evitar si decidimos, finalmente, dejar de caminar.

La respuesta sigue soplando en el viento, como dice Bob Dylan, mientras nosotros, como la multitud en la película, seguimos mirando, comentando, y haciendo scroll hacia la siguiente tragedia. La muerte sangrienta es tan común que ni siquiera se puede agonizar en paz. Las víctimas sangrantes son filmadas por los teléfonos móviles. Todos quieren un pedazo del muerto para poder subirlo a las redes sociales. Todo esto nos recuerda la película. Vale la pena verla por todo lo anotado.

Los ahogados o de cómo el cine ecuatoriano da una lección magistral de noir 

La escena con la que se abre el siguiente filme me capturó por completo y me hizo saber que no era cualquier cosa la que iba a ver en la sala 11 (con apenas dos espectadores) del Supercines Ceibos. Una joven empleada (Kelly Lucero) limpia el piso de una sala con una aspiradora. Una escena cotidiana, filmada de manera convencional (en un plano general), como si fuera un hecho doméstico más. De repente la sirvienta deposita la aspiradora en la pared y empieza a escalarla, a la manera de Fred Astaire en Royal Wedding (1951), o si quieren Dancing on the ceiling (1986), el videoclip de Lionel Ritchie. La actriz no necesita bailar para capturar la atención e invocar la tensión (no hay música festiva de fondo). El mensaje está claro desde este inicio inquietante: esta casa se va a poner de cabeza en esta historia. 

En un panorama cinematográfico nacional históricamente dominado por el drama social y la exploración identitaria, Los ahogados (2025) emerge como una “anomalía” fascinante y necesaria. Esta coproducción ecuatoriano-uruguaya, dirigida por Juan Sebastián Jácome en colaboración con el cineasta panameño Víctor Mares, y producida por Abaca Films en co-producción con la empresa uruguaya Rain Dogs Cine, más el respaldo de Ibermedia, representa un hito en la evolución del séptimo arte ecuatoriano: el primer acercamiento serio y logrado al género de suspenso en nuestra filmografía contemporánea.

Juan Sebastián Jácome (Quito 1983) llega a este proyecto con la solidez de quien ha construido un lenguaje cinematográfico propio a lo largo de más de una década. Su filmografía previa, que incluye Ruta de la luna (2012) y Cenizas (2018), ya había demostrado su capacidad para explorar las complejidades del alma humana a través de narrativas íntimas y visualmente sofisticadas. Con Los ahogados (filmada en 2022), Jácome da un salto cualitativo hacia territorios inexplorados del cine nacional, demostrando una versatilidad artística que lo consolida como uno de los directores no más prometedores de la región sino como autor con todas las de ley.

El reconocimiento internacional no se ha hecho esperar. La película ha cosechado cuatro premios en la prestigiosa sección Primer Corte de Ventana Sur 2023, y su selección para “Goes to Cannes” en la sección Work In Progress del Marché du Film de Cannes confirma que estamos ante una obra que trasciende las fronteras locales para insertarse con calidad en el circuito global de festivales. Este tipo de circulación internacional es precisamente lo que el cine ecuatoriano necesita para ganar visibilidad y credibilidad en el panorama mundial.

Inspirada en un suceso real de la crónica roja panameña —la muerte de una empleada doméstica en la piscina de sus empleadores—, Los ahogados va más allá de la mera recreación del hecho para convertirse en una reflexión sobre las dinámicas de poder, la impunidad y las fracturas sociales que atraviesan nuestras sociedades latinoamericanas. Aunque director y productores insisten en que se trata de un filme sobre la impunidad, la verdadera fortaleza de la obra radica en su impecable ejercicio de estilo que disecciona temas como la culpa, la paranoia y la traición.

El filme adopta los códigos del noir clásico con una sofisticación técnica que no deja de sorprender. Jácome y su equipo construyen una atmósfera opresiva donde cada elemento narrativo y visual converge hacia la exploración del impacto devastador que un hecho de sangre provoca en todos los círculos que rodean a los protagonistas: la familia, los amigos, el entorno educativo. Es un estudio meticuloso sobre cómo la tragedia expande sus ondas concéntricas, contaminando cada aspecto de la vida familiar, primero, y social, después.

El corazón pulsante de Los ahogados es la interpretación de Giovanna Andrade como Marcela, una novelista exitosa en vísperas de publicar su próximo libro. Andrade, quien por fin encuentra un papel que hace justicia a su talento de excepción —confirmándola como la actriz ecuatoriana más dotada de su generación—, construye un personaje de una complejidad emocional arrebatadora. Su rostro compungido se convierte en el lienzo donde se acuarelizan todas las emociones contradictorias que atraviesa su personaje: el dolor de la traición del esposo, la impotencia ante la injusticia, y sobre todo, la angustia maternal al ver a su pequeña hija convertida en víctima del bullying escolar a consecuencia del escándalo social.

La perspectiva narrativa de Marcela funciona como un prisma que descompone la realidad en múltiples versiones posibles de los hechos. A través de sus ojos, el espectador accede a un laberinto de sospechas y revelaciones donde la verdad se vuelve esquiva y polisémica. Andrade sostiene esta complejidad dramática con un poderío histriónico que permite al filme apostar por primeros planos inquietantes y prolongados, donde cada gesto y cada micro-expresión revelan capas profundas de significado.

Desde el punto de vista técnico, Los ahogados destaca especialmente por la fotografía del veterano Simón Brauer, cuyo trabajo conecta la película con los grandes títulos del género noir. Las numerosas secuencias bajo la lluvia no son mero artificio estético, sino que funcionan como metáfora visual de la purificación imposible en la melancoliza narración. Las imágenes sombrías y lúgubres, tanto en interiores claustrofóbicos como en exteriores desolados, construyen un universo visual coherente donde cada encuadre contribuye a la tensión dramática.

El reparto secundario merece reconocimiento especial. Fernando Arze Echalar compone un esposo sospechoso con la ambigüedad justa, mientras que Pilar Olmedo aporta dignidad y misterio como la mucama anciana. Amelia Yépez ofrece una interpretación conmovedora como la hija de Marcela, víctima colateral del escándalo, y Arturo Calahorrano construye un personaje fascinante como el guardia de seguridad, testigo silencioso de los secretos familiares.

Los ahogados representa el punto de giro que para el cine ecuatoriano se va curvando más y más. No solo por su calidad intrínseca, sino por demostrar que nuestro cine tiene la capacidad técnica y artística para abordar géneros tradicionalmente esquivos y hacerlo con la sofisticación que demanda el circuito internacional. Su reciente selección por la Academia de las Artes Audiovisuales y Cinematográficas del Ecuador para representar al país en la 40ª edición de los Premios Goya es un reconocimiento merecido a una obra que no puede serle indiferente a nadie.

Con Los ahogados, filmada casi toda de noche, Juan Sebastián Jácome no solo ha creado un noir absorbente y visualmente deslumbrante, sino que ha abierto nuevas posibilidades expresivas para el cine ecuatoriano. Es una película que honra (no me da pereza repetirlo) tanto los códigos clásicos del noir como las particularidades de nuestro contexto social, logrando esa síntesis glocal tan difícil entre universalidad y especificidad local que caracteriza a las obras logradas. Le deseamos el mejor de los éxitos en su recorrido internacional, pues sin duda se lo merece.

DAVID MAMET EN GUAYAQUIL: UNA VIDA EN EL TEATRO O EL TEATRO EN UNA VIDA

When you come into the theatre, you have to be willing to say, ‘We’re all here to undergo a communion, to find out what the hell is going on in this world.’ If you’re not willing to say that, what you get is entertainment instead of art, and poor entertainment at that.

David Mamet (2013). “3 Uses of the Knife: On the Nature and Purpose of Drama”, p.27, Vintage

David Mamet ha realizado contribuciones que siguen resonando en la historia del teatro contemporáneo. Aparte de su alejamiento del naturalismo convencional, el aporte más distintivo es su desarrollo de un estilo de diálogo único que captura el ritmo, la música y la brutalidad del habla estadounidense contemporánea. Su “Mamet-speak” se caracteriza por repeticiones obsesivas y patrones de habla circulares que reflejan cómo las personas realmente se comunican bajo estrés, la profanidad como elemento dramático, no meramente decorativo, sino como revelador de carácter y tensión, el ritmo sincopado que convierte el diálogo en una forma de percusión verbal, y el subtexto denso donde lo que no se dice es tan importante como lo que se articula.

La primera gran característica que salta a la vista cuando llegamos al teatro de Studio Paulsen es que estamos ante una pieza de dos actores, una modalidad en la que el dramaturgo de Chicago es un maestro. Tan solo recordemos su obra señera, Oleanna (1992), que es un diálogo descarnado entre un profesor y su alumna. Eso es lo que sabemos que veremos antes de entrar a ver la obra de Mamet, un verdadero duelo verbal de gran intensidad. Dos personajes en busca de un autor. 

Siete años después de su estreno guayaquileño en 2018, “Una vida en el teatro” (1977) de David Mamet, dirigida por Luis Mueckay y producida por Carlos Ycaza, vuelve a los escenarios guayaquileños con una propuesta que trasciende la mera reposición para convertirse en una reflexión sobre el oficio actoral en tiempos de incertidumbre. Esta nueva versión, presentada en Studio Paulsen, logra lo que pocas adaptaciones consiguen: mantener intacto el espíritu del texto original mientras incorpora elementos de nuestra realidad social y política que dotan a la obra de ese tono de urgencia contemporánea.

Luis Mueckay encarna a Roberto con su dicción impecable, su entonación milimétrica y su dominio absoluto del ritmo teatral construyendo a un veterano actor que es, simultáneamente, maestro, mentor y melancólico observador de su propia mortalidad. Mueckay está en la cima de su oficio, manejando con sutileza extraordinaria un subtexto queer que sugiere, sin jamás explicitar, un interés sentimental hacia su joven compañero. Es en estos matices donde brilla su interpretación.

Marlon Pantaleón, como Juan, ofrece el contrapunto eficiente con una actuación correcta y vibrante que encarna la ambición juvenil sin caer en estereotipos. Su personaje, que sueña con una vida más allá del teatro mientras hace castings para comerciales televisivos, representa esa generación que busca equilibrar la pasión artística con la supervivencia económica. La química entre ambos actores es palpable, creando ese equilibrio entre ingenuidad y sabiduría, entre la urgencia de la juventud y la paciencia de la experiencia.

La propuesta escenográfica de Fanny Herrera articula cuatro espacios fundamentales que funcionan como una metáfora brillante de la multiplicidad de perspectivas que abarca la vida misma. La sala de espera con su sofá, el camerino íntimo, el escenario como espacio de verdad y mentira simultáneas, y ese punto detrás de la cortina que antecede al tablado… todos estos puntos convergiendo para crear un universo teatral completo donde cada rincón cuenta una historia diferente.

La quinta dimensión la aporta la pantalla de fondo, donde las imágenes de las calles de Guayaquil en plena pandemia sirven como comentario visual que contextualiza la trama sin sobrecargarla. Este recurso de videomapping, diseñado por Juan José Ripalda junto con la musicalización, añade capas de significado que enriquecen la experiencia sin competir con la actuación. La iluminación de Iani Candel y el vestuario de Valeria García completan un diseño integral que sirve sobremanera a la narración.

Lo que convierte a esta versión en algo especial es su capacidad para transformarse en una especie de bildungsroman teatral, donde presenciamos el constante entrenamiento al que el joven es sometido por el veterano. Las enseñanzas de Roberto no son meros consejos profesionales, son lecciones de vida transmitidas a través del oficio. La escena donde ambos actores ensayan y el viejo enseña el truco de leer los diálogos sin emoción para estudiar las resonancias de las palabras es, quizás, el momento más revelador de toda la obra. En esta viñeta vemos el gran aporte de Mamet al teatro contemporáneo, un enfoque distintivo hacia la actuación que enfatiza la verdad emocional por encima de la técnica virtuosa. El concepto de que “inventar nada y negar nada” es fundamental para la actuación auténtica y de cómo la importancia del análisis textual riguroso hace que cada palabra tenga un peso específico.

Roberto, interpretado magistralmente por Mueckay, se burla con mordacidad inteligente de los pasantes de la Universidad de las Artes, del microteatro, de los teléfonos móviles que interrumpen las funciones y del uso indiscriminado de anglicismos en nuestro lenguaje cotidiano. Estas críticas, lejos de ser un mero sarcasmo generacional, revelan la tensión entre tradición y modernidad que atraviesa no solo el teatro ecuatoriano, sino nuestra sociedad entera.

Las peleas en el camerino, que recuerdan inevitablemente a las disputas conyugales, exponen las complejidades de una profesión que exige entrega total. La obra no idealiza el oficio actoral; lo presenta con todas sus contradicciones, mostrando que la actuación no es una profesión dulzona o complaciente. Como bien establece el método actoral de Mamet, “inventar nada y negar nada” es la clave de la actuación auténtica.

El núcleo dramático se articula alrededor del deseo específico que mueve a cada protagonista: Roberto busca transmitir su legado y encontrar sentido a una vida dedicada por completo al teatro; Juan persigue el éxito y la estabilidad, navegando entre la pasión y la pragmática supervivencia. Este contraste genera una tensión dramática que sostiene la obra de principio a fin.

Esta nueva versión de “Una vida en el teatro” logra capturar esa oda al oficio actoral que constituye el texto original de Mamet, pero lo hace desde nuestra realidad guayaquileña, incorporando elementos que resuenan con nuestra experiencia colectiva reciente. El trabajo conjunto del equipo creativo, incluyendo la asistencia de dirección de Joseph de San Lucas, resulta en un montaje cohesivo que honra tanto el texto como el contexto.

La obra nos recuerda que el teatro, como la vida misma, está lleno de sinuosidades, que las grandes verdades emergen de los pequeños gestos cotidianos y que, al final, todos somos actores en ese gran escenario que es el mundo, como decía Calderón de la Barca. En tiempos donde la supervivencia del teatro se cuestiona constantemente, esta producción se erige como una defensa apasionada de un oficio que, parafraseando a Roberto, “es lo único que sabemos hacer, lo único que somos”.

Una función imprescindible para quienes aman el arte dramatúrgico y para quienes buscan entender las complejidades del alma humana a través del arte escénico. Una vida en el teatro es una reflexión profunda sobre las ambrosías y frutos amargos del oficio actoral, enfatizando que la actuación no es una profesión complaciente. Un verdadero milagro en la cartelera teatral local. 

Frida Kahlo, retrato de la artista cachorra en animación 2D

 

Qué delicia para la vista el gozar de una película animada que geográficamente no pertenece a los Estados Unidos o al Japón. «Hola Frida” (2025), dirigida por Karine Vézina y  André Kadi, es una cinta de animación que va para su tercera semana en cartelera y que explora los años de infancia de la simbólica pintora mexicana Frida Kahlo. Inspirada en el libro infantil «Frida, c’est moi” de Sophie Faucher y Cara Carmina, esta producción francocanadiense ofrece una visión delicada y adaptada al público infantil sobre la formación de la artista, centrándose en su creatividad y su contexto cultural.

La cinta combina una estética visual de vivaces colores que equilibra lo educativo con lo onírico. Los directores buscaron destacar la niñez de la artista, un período menos conocido pero fundamental en su desarrollo artístico y personal. Realizada en los estudios de Toon Boom Harmony  y Du Coup Animation (Canadá), con la colaboración de  Tobo Media  y  Haut et Court (Francia), un equipo de 30 artistas trabajó arduamente en estudio, priorizando la autenticidad histórica y visual mediante la investigación de campo, tanto en Coyoacán como Ciudad de México.

La película adopta una estética similar a la de los libros ilustrados, con fondos coloridos y diseños de personajes de cabezas redondas y líneas limpias, inspirados en las ilustraciones de Cara Carmina. La vibrátil paleta de colores evoca el universo pictórico de Kahlo, mientras que las secuencias oníricas incorporan elementos de sus obras futuras, como “Las dos Fridas».

La trama sigue a Frida niña (voz de Emma Rodríguez/Layla Tuy-Sok) en Coyoacán, donde explora su entorno con curiosidad e imaginación. La narrativa se estructura en dos actos: 1.  Infancia y enfermedad: Frida contrae polio a los 6 años, enfrentando aislamiento y rehabilitación. Sus ensoñaciones la llevan a interactuar con una versión idealizada de sí misma y a negociar con La Catrina (representación de la muerte en la cultura mexicana), quien le concede más tiempo de vida. 2. Superación y empoderamiento: Tras recuperarse, lucha contra el acoso escolar (encarnado por el niño Rafael) y aspira a ser médico, desafiando los roles de género de la época.

El apoyo de su familia—especialmente de su padre Guillermo (fotógrafo)—y su amigo Toñito son claves para su crecimiento. Los colores vivos representan la vitalidad de México y la imaginación de Frida, mientras que las escalas de gris ilustran el dolor y la enfermedad. Las secciones oníricas—donde la niña dialoga con su alter ego y La Catrina—son las más eficaces desde el punto de vista narrativo, integrando elementos de la cultura zapoteca y las alusiones a pinturas kahloianas sin explicitarlas directamente ya que pueden herir la sensibilidad del público infantil.

La película incorpora referencias a la Revolución Mexicana, el patrimonio zapoteca de Frida (por vía materna) y tradiciones como el Día de los Muertos, aunque su representación prioriza la accesibilidad para niños por encima del rigor histórico.

La versión original en spanglish genera debates sobre autenticidad versus alcance comercial, aunque se ofrece una versión doblada al español para mercados latinos como la que vimos en Supercines.

La idea de la Frida adulta es implantada en el mundo infantil del filme: se usa el arte para sobrellevar el dolor, reflejando la idea de que «el arte cura, libera y eleva». La relación con su padre—quien la anima a crear—y la compasión hacia su acosador (Rafael, que sufre por la pérdida de su padre) son subtramas aleccionadoras que actúan como imanes de interés.

La narración simplifica o altera eventos; por ejemplo, la inclusión de una carrera de patines como metáfora de superación, y omite aspectos complejos de su vida adulta (sexualidad, affaires, dolor crónico).

El enfoque en el público preescolar (a partir de 5 años) hace que veamos un tratamiento excesivamente edulcorado pues es pensado en espectadores familiarizados con la intensidad estética de Kahlo. La representación de La Catrina y rituales zapotecas, como por ejemplo, el talismán «sagrado», podrían confundir a niños pequeños, especialmente sin una contextualización cultural.

Pese a estos reparos, “Hola Frida” funciona como introducción accesible (para niños) al arte y a la cultura de México, aunque se recomienda complementarla previamente con recursos biográficos para que los pequeños espectadores tengan una visión más integral. «Hola Frida” es, en definitiva, una obra bien intencionada que logra capturar la esencia imaginativa de la artista surrealista en formato infantil. Su mayor acierto radica en humanizar al símbolo Kahlo desde una narrativa visual antihollywoodense, con mensajes inspiradores sobre la diferencia y la creatividad; sin embargo, su elección de forzarse a ser accesible para los niños deviene en poca profundidad histórica y espiritual, y la convierte en un retrato incompleto, ideal para jóvenes espectadores, pero insuficiente para puristas del arte o la historia. Como puerta de entrada al universo kahloiano, cumple su rol de gustar y sensibilizar, invitando a su audiencia a preguntarse cómo pudo haber sido la artista durante su decisiva niñez.

TERENCE STAMP DEJA SU ESTAMPA EN LA HISTORIA DEL CINE (1938-2025)

Terence Stamp, el actor británico cuyo atractivo andrógino lo convirtió en uno de los intérpretes fundamentales de la historia del cine, ha fallecido a los 85 años, dejando una estela que trasciende generaciones. Nacido en Stepney, Londres, en 1938, Stamp emergió como una figura singular en el panorama cinematográfico de los años sesenta, época en la que el cine británico experimentaba una renovación sin precedentes.

Su debut cinematográfico en “Billy Budd” (1962), dirigida por Peter Ustinov, fue una revelación que anunció el desembarco de un talento de excepción. En esta adaptación de la novela de Herman Melville, Stamp encarnó al joven marinero con una vulnerabilidad y una intensidad tales que interesaron tanto a la crítica como al público, estableciendo desde el primer momento los parámetros de lo que sería una carrera marcada por elecciones arriesgadas y colaboraciones con algunos de los directores más visionarios del siglo XX.

La década de los sesenta del siglo anterior vio a Stamp convertirse en un símbolo de la contracultura cinematográfica europea. Su colaboración con Federico Fellini en el episodio “Toby Dammit” de “Tre passi nel delirio” o Historias extraordinarias (1968) resultó en una de las más recordadas interpretaciones de su carrera. En el corto inspirado en el personaje de Edgar Allan Poe, Stamp dio vida a un actor shakespeariano decadente y autodestructivo, ofreciendo una performance que combinaba el histrionismo teatral con algo que él manejaba muy bien: la introspección genuinamente perturbadora. La dirección de Fellini, magistral en la exploración de los límites entre realidad y pesadilla, encontró en Stamp al actor ideal para materializar sus visiones oníricas más oscuras y decadentes. Fun fact: Se dice que Michael Keaton construyó su personaje de Beetlejuice a partir del Toby Dammit de Stamp.

Aún más emblemática fue su participación en “Teorema” (1968) de Pier Paolo Pasolini, película que se convirtió en un hito del cine de arte y ensayo. En esta obra, provocadora como todo lo de Pasolini y filosóficamente compleja, Stamp interpretó a un misterioso visitante cuya presencia transforma radicalmente la vida de una familia burguesa de Milán. Su actuación, caracterizada por una sensualidad ambigua y una presencia casi sobrenatural, sirvió como catalizador perfecto para las reflexiones pasolinianas sobre la sexualidad, la clase social y la hipocresía burguesa. La película, que generó controversia y debates en su estreno, ha pasado a las enciclopedias de historia del cine como una obra maestra del cine europeo, y la interpretación de Stamp como elemento central de su poder perturbador.

Sin embargo, fue su interpretación del General Zod en “Superman” (1978) y especialmente en “Superman II” (1980) lo que catapultó a Stamp hacia el lugar menos pensado: la inmortalidad de la cultura popular. Su encarnación del villano kriptoniano se convirtió en una de las interpretaciones más simbólicas del género de superhéroes, estableciendo un estándar difícilmente igualado para todos los antagonistas cinematográficos que le siguieron.

Stamp transformó lo que podría haber sido un papel unidimensional en una creación fascinante y compleja. Su General Zod no era simplemente un villano megalómano, sino un aristócrata caído, un militar desposeído de su reino que mantenía una dignidad férrea incluso en el exilio. La famosa frase “Kneel before Zod!” se convirtió en una de las líneas más memorables de la historia del cine de superhéroes, pronunciada con una mezcla perfecta de desprecio aristocrático y furia contenida que solo Stamp podía lograr.

La presencia física de Stamp resultó fundamental para el éxito del personaje. Su estatura imponente (1,83 cms), combinada con esa belleza andrógina que había definido ya su carrera, creaba una figura tan seductora como amenazante. El actor entendió instintivamente que Zod debía ser el reflejo oscuro de Superman: donde Kal-El representaba la esperanza y la humildad, Zod encarnaba la arrogancia y el despotismo. La dinámica shakespereana entre ambos personajes, el de Stamp y el Superman de Christopher Reeve, añadió una dimensión trágica a la saga, pues ambos eran los últimos vestigios de una civilización perdida, condenados a ser enemigos eternos.

Lo extraordinario de la interpretación de Stamp fue su capacidad para dotar a Zod de una malevolencia natural, producto de una cultura militar rígida y de la pérdida traumática de su mundo. Esta complejidad psicológica elevó las películas de Superman por encima del entretenimiento superficial, convirtiéndolas en reflexiones sobre el poder, la responsabilidad y el legado de las civilizaciones perdidas, elementos recogidos posteriormente por las franquicias de superhéroes.

Décadas después, la interpretación de Stamp seguiría siendo el punto de referencia para otros villanos de cómic. Su influencia se puede rastrear en las posteriores adaptaciones cinematográficas y televisivas, donde otros villanos han intentado capturar esa alquimia única de elegancia, amenaza y dignidad trágica que Stamp logró de manera tan natural.

La versatilidad de Stamp se manifestó también en su incursión en el cine español de la mano de Pilar Miró con “Beltenebros” (1991), una compleja adaptación de la novela de Antonio Muñoz Molina ambientada en la España de la posguerra. Su interpretación de un agente republicano que regresa clandestinamente a Madrid para ejecutar una misión imposible demostró su capacidad para adaptarse a diferentes contextos culturales y lingüísticos, en una trama profundamente española sobre memoria histórica y culpa colectiva.

El cine estadounidense también se benefició del talento de Stamp, quien supo encontrar su lugar en producciones de gran presupuesto sin perder su esencia artística. En “Wall Street” (1987) de Oliver Stone, aunque en un papel secundario, Stamp aportó con su característica elegancia decadente al retrato que Stone hacía de la codicia financiera de los años ochenta. Su participación en “Young Guns” (1988) mostró una faceta diferente, adaptándose al género western con la misma convicción que había demostrado en el cine de autor europeo. En “Éxtasis” (1997) de Lance Young, volvió a demostrar su afinidad con cineastas que buscaban explorar los límites de la narrativa cinematográfica convencional: hizo de un coach sexual experto en terapia íntima con parejas problemáticas.

Después del General Zod su interpretación más memoriosa fue la de Bernadette Bassinger en “Adventures of Priscilla, Queen of the Desert” (1994). En esta obra señera de Stephan Elliott, Stamp logró algo extraordinario: despojarse completamente de su inquietante presencia masculina para encarnar a una mujer transgénero con una vulnerabilidad y autenticidad que pocos actores de su generación se habrían atrevido a explorar.

Stamp demostró en “Priscilla” una versatilidad actoral que redefinió su legado cinematográfico. Su Bernadette no era una caricatura ni un ejercicio de travestismo cómico, sino un retrato profundamente humano de una mujer enfrentando el envejecimiento, la soledad y la búsqueda de aceptación en el hostil paisaje del down under australiano.

La película de Elliott llegó en un momento crucial del cine de los noventa, cuando la representación LGBTQI+ comenzaba a ganar complejidad narrativa más allá de los estereotipos. Junto a Guy Pearce y Hugo Weaving, Stamp formó un trío actoral que equilibró perfectamente el humor irreverente con momentos de genuina emotividad.

Desde una perspectiva histórica, “Priscilla” representa un hito en la evolución de la road movie, subvirtiendo las convenciones masculinas del género para crear un espacio narrativo donde la feminidad performativa se convierte en acto de rebeldía y supervivencia. Stamp comprendió intuitivamente que Bernadette no era simplemente un hombre disfrazado de mujer, sino una mujer completa cuya identidad trascendía las limitaciones biológicas.

El impacto cultural de la película sigue resonando hasta nuestros días, inspirando posteriormente el exitoso musical teatral. Pero es la actuación de Stamp la que permanece como su corazón emocional, recordándonos que el mejor cine de género es aquel que logra trascender sus propias categorías para tocar algo universal en la experiencia humana.

La muerte de Terence Stamp cierra el capítulo de una generación de actores británicos que no temieron reinventarse constantemente. En “Priscilla”, encontró quizás su papel más desafiante y revelador, uno que seguirá resonando indudablemente.​​​​​​​​​​​​​​​​

Una de sus últimas apariciones significativas fue en “Last Night in Soho” (2021) de Edgar Wright, donde su presencia añadió una dimensión nostálgica y siniestra que enriquecía la compleja estructura temporal de la película. A sus más de ochenta años, Stamp seguía demostrando que su magnetismo trasciendía las décadas, conectando con nuevas generaciones de espectadores.

Lo extraordinario de la carrera de Terence Stamp no residió en los premios que acumuló – de hecho, nunca ganó un Oscar, un Globo de Oro o una Palma de Oro – sino en la singularidad inquietante de su presencia cinematográfica. Su rostro, de una belleza casi cruel, se convirtió en lienzo perfecto para directores que buscaban explorar la ambigüedad moral y sexual de sus personajes. Su voz, de dicción impecable y resonancias teatrales, le permitió transitar entre idiomas y registros con una naturalidad pasmosa.

Stamp nunca necesitó el reconocimiento oficial de la industria porque su verdadero premio fue el estatus de leyenda que tiene entre los historiadores del cine. Sus colaboraciones con maestros como Fellini y Pasolini lo situaron en el centro de algunas de las obras más influyentes del cine posmoderno, mientras que su trabajo en producciones más comerciales como la saga de Superman demostró que era posible mantener la integridad artística sin renunciar al entretenimiento popular. Su General Zod permanecerá para siempre como uno de los villanos más carismáticos y complejos de la historia del cine, un personaje que trasciende su género para convertirse en arquetipo cultural. Su legado perdurará no solo en las películas que protagonizó, sino en la influencia que ejerció sobre generaciones de actores que vieron en él un modelo de cómo construir una carrera basada en la autenticidad y la búsqueda constante de la excelencia artística.

Un viaje que nunca termina: Spirited Away o El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) de Hayao Miyazaki

Vi esta película, hace casi un cuarto de siglo, en el cine Guayaquil, situado en el Gran Pasaje de mi ciudad natal. La he vuelto a ver en este feriado, en uno de los mejores centros de proyección en la actualidad: uno de los supercines de la avenida Orellana. Veinticuatro años después de su estreno original, “El Viaje de Chihiro” regresa a las salas comerciales no como un relicario nostálgico, sino como una experiencia cinematográfica que continúa revelando nuevas capas de significado. La obra cumbre de Hayao Miyazaki no solo resiste el paso del tiempo, sino que parece haberse vuelto más relevante en esta era digital y globalizada.

La película funciona como un diagnóstico de la condición de Japón en el cambio de milenio. Los padres de Chihiro, transformados en cerdos por su glotonería, representan una generación perdida en el consumismo de la burbuja económica japonesa. La casa de baños, con su jerarquía laboral rígida y su obsesión por la limpieza ritual, refleja tanto la estructura social tradicional como la alienación del trabajo contemporáneo.

La película presenta una cosmovisión animista (en su sentido más zen que junguiano) donde cada elemento del mundo natural posee conciencia y dignidad propias. Esta perspectiva, profundamente arraigada en las tradiciones sintoístas japonesas (todos a googlear esta tendencia filosófica), ofrece una alternativa refrescante a las narrativas occidentales que típicamente posicionan a la humanidad como separada (y superior) a la naturaleza. En el contexto de la crisis climática actual, esta visión animista se revela como un marco filosófico esencial para cambiar nuestra relación con el planeta. La pregunta es si podremos hacerlo o no.

El concepto de “contaminación espiritual” que Miyazaki explora a través de personajes como el dios del río envenenado anticipa nuestra comprensión contemporánea de cómo la contaminación industrial no solo degrada el ambiente físico, sino que erosiona el vínculo espiritual y cultural que las comunidades mantienen con sus paisajes ancestrales. Los gases invernadero son invisibles, pero sus efectos—como la “enfermedad” del dragón-río—se manifiestan en síntomas que alteran la identidad de los ecosistemas.

La película se adelantó por más de dos décadas a la verdad incómoda de las discusiones del mainstream sobre el calentamiento global y la crisis climática que ahora dominan el discurso público mundial. La capacidad de Chihiro para mantener su esencia mientras se adapta a circunstancias extraordinarias ofrece un modelo de resiliencia especialmente relevante para una humanidad que debe transformarse radicalmente para sobrevivir a la crisis ecológica. La niña es, esencialmente, una refugiada en un su «franja» onírica que debe aprender nuevas reglas para sobrevivir—una experiencia que millones de personas enfrentarán debido al desplazamiento forzado por eventos climáticos extremos.

La secuencia del Río Kohaku representa una de las metáforas más pertinentes sobre la degradación ambiental en el cine contemporáneo. El dragón-río, contaminado y enfermo por la basura y los desechos industriales arrojados a sus aguas, encarna los efectos de la contaminación descontrolada. Su agonía física refleja el estado de los ecosistemas fluviales reales no solo en el Japón industrializado, y también funciona como una alegoría sobre la destrucción de los sistemas naturales por la actividad humana irresponsable.

Miyazaki se adelanta a la teoría de la ecocrítica y presenta el concepto de “enfermedad ambiental” décadas antes de que términos como “eco-ansiedad” entraran al vocabulario intelectual. El Río Kohaku no puede recordar su nombre original porque su identidad fundamental ha sido corrompida por la contaminación, metáfora precisa sobre cómo el cambio climático está alterando irreversiblemente los patrones naturales que han definido a los ecosistemas durante milenios.

La casa de baños funciona como una alegoría de la economía extractivista. Su operación constante, la explotación laboral de sus trabajadores-espíritu y su enfoque en la limpieza superficial mientras ignora la contaminación sistémica reflejan las dinámicas del postcapitalismo industrial que recién ahora reconocemos como los principales motores del cambio climático. La criatura pestilente que resulta ser un dios de río contaminado constituye una representación visceral de cómo la industrialización ha transformado entidades naturales sagradas en monstruosidades tóxicas.

Los aspectos técnicos de la película siguen siendo (perdón el gerundio) un tour de force de la animación tradicional. Miyazaki y su equipo en Studio Ghibli emplearon más de 144,000 cels (hojas transparente de acetato) pintadas a mano, creando un universo visual de una riqueza táctil que las técnicas digitales contemporáneas siguen hoy en día luchando por igualar. La fluidez de la animación es algo fuera de lo ordinario: desde los movimientos sutiles de Chihiro al caminar descalza por los pasillos de madera, hasta la majestuosa presencia del encapuchado Sin Rostro, logrando que cada cuadro respire vida propia.

La paleta merece especial atención. Los tonos terrosos y dorados de la casa de baños contrastan con los verdes vibrantes del mundo natural y los azules profundos de las escenas nocturnas. Esta conciencia cromática no es meramente estética; funciona como una herramienta narrativa que guía las emociones del espectador a través del laberíntico mundo espiritual.

El diseño de personajes alcanza un equilibrio perfecto entre lo familiar y lo fantástico. Chihiro es dibujada con un realismo que permite la identificación inmediata, mientras criaturas como el Sin Rostro (Kaonashi) o los trabajadores hechos de hollín, logran simultáneamente ser grotescos y entrañables. Esta dicotomía visual refleja la complejidad moral del universo miyazakiano, donde no existen villanos absolutos ni héroes inmaculados (a tomar nota los que han visto todos los filmes de este indiscutible genio).

La partitura de Joe Hisaishi representa uno de los trabajos más sofisticados en la música cinematográfica contemporánea. Sus composiciones oscilan entre la melancolía nostálgica de la canción “One Summer’s Day” y la tensión dramática de las secuencias de transformación. Hisaishi emplea una orquestación, que combina instrumentos occidentales con elementos de la música tradicional japonesa, creando un paisaje sonoro que es tan universal como profundamente vinculado con su cultura de origen.

El diseño de sonido es igualmente draconiano en su confección. Los crujidos de la madera, el goteo del agua, los susurros de las criaturas espirituales y el rugido de la locomotora fantasma son parte de un ambiente inmersivo que trasciende la bidimensionalidad de la animación (¡Toma, Disney!).

La estructura narrativa de “El Viaje de Chihiro” funciona a través de una multiplicidad de niveles simultáneos. En su superficie, es una historia de coming-of-age en la que una niña aprende valores como la responsabilidad y empatía; en un nivel más profundo (miren lo bien que uso el punto y coma), constituye una alegoría sobre la pérdida de la inocencia en el Japón contemporáneo, una crítica al consumismo desenfrenado y una reflexión sobre la relación entre tradición y modernidad.

La esencia del arte de Miyazaki radica en que él logra construir su mundo con una lógica onírica que respeta la inteligencia del espectador infantil sin alienar jamás al público adulto. Las reglas del mundo espiritual son consistentes, pero nunca completamente explicadas (la sobreexplicación es un error que la animación de Occidente siempre comete), obligando al espectador a navegar entre la incertidumbre y el sueño junto con la protagonista. Esta ambigüedad narrativa es una de las marcas distintivas del director y lo que eleva su obra por encima del entretenimiento familiar de fin de semana (o de feriados como el del 10 de agosto).

“El Viaje de Chihiro” marcó un punto de inflexión en la historia de la animación japonesa. Su triunfo en los Premios de la Academia en 2003 —fue la primera película de animé en ganar el Oscar a Mejor Película Animada— legitimó el medio ante audiencias occidentales que previamente consideraban este arte como entretenimiento exclusivamente infantil. Ese año el filme de Miyazaki le ganó a Spirit, Lilo & Stitch y La era del hielo, que eran títulos de poderosas empresas como Dreamworks, Disney y Blue Sky, respectivamente. El año pasado el Oscar a El niño y la garza fue un nuevo homenaje a este genio que lleva años anunciando su jubilación (recomiendo fervientemente «Miyazaki and the Heron», el documental de Netflix de dos horas con el viejo genio como protagonista único).

El viaje de Chihiro demostró que la animación tradicional en 2D podía competir artística y comercialmente con las producciones digitales de Pixar y DreamWorks que dominaban el mercado. Su éxito inspiró una generación de animadores (no daré nombres porque la lista es vasta) a explorar técnicas híbridas que combinan lo artesanal con lo digital, influencia visible en obras posteriores como “Your Name” de Makoto Shinkai o los trabajos más recientes del propio Studio Ghibli.

Más allá de sus méritos individuales, “El Viaje de Chihiro” estableció una plantilla o template para el cine de animación de autor que continúa influenciando realizadores contemporáneos. Su demostración de que la animación puede ser simultáneamente comercialmente exitosa y artísticamente ambiciosa abrió puertas para directores como Mamoru Hosoda, Masaaki Yuasa y Naoko Yamada (prometí no dar nombres pero ahí se me fueron 3 y uno en el anterior párrafo).

Spirited Away (qué hermoso título en ingles) también preservó y revitalizó las técnicas de animación tradicional en un momento en que la industria se volcaba masivamente hacia lo digital. Su insistencia en la importancia del trabajo artesanal inspiró a estudios como Cartoon Saloon y Laika a mantener aproximaciones más táctiles en sus propias producciones.

Técnicamente, la película estableció nuevos estándares en la integración de elementos digitales con animación tradicional. Aunque principalmente dibujada a mano, incorpora efectos digitales en lo concerniente a elementos como el agua y el vapor, y transformaciones físicas de una manera tan sutil que impulsa la narración audiovisual sin distraer al espectador. Esta aproximación “invisible” a la tecnología digital constitiye el sello distintivo de las producciones de Ghibli.

Lo que convierte a “El Viaje de Chihiro” en un clásico de su género es su capacidad de abordar temas humanos fundamentales: la importancia del nombre personal, la responsabilidad hacia el medio ambiente, la necesidad de mantener conexiones humanas auténticas en un mundo cada vez más deshumanizado: estos temas resuenan de manera universal, independientemente del contexto cultural del espectador.

En su reestreno, la película nos recuerda por qué ciertos oficios en la industrial del cine trascienden su medio y su época. No es solo una excelente película de animación; es cine puro, una experiencia que utiliza cada elemento del lenguaje cinematográfico para crear algo mayor que la sumatoria de sus partes. Y en un mundo que sigue enfrentando crisis ecológicas sin precedentes, su mensaje sobre la interconexión de todos los seres vivientes se vuelve no solo artísticamente relevante, sino existencialmente necesario. El hecho de que el presidente Donald Trump haya destrozado cada tratado climático y le haya dado la espalda a la crisis del cambio climático hace de esta obra señera de Miyazaki un filme más necesario que nunca.

Veinticuatro años después, “El Viaje de Chihiro” no solo mantiene su poder de asombro, sino que revela nuevas profundidades semánticas cada vez que la vemos. Es una película que crece con su audiencia, ofreciendo diferentes tesoros interpretativos según la etapa vital en que se encuentra el espectador. En la era del entretenimiento desechable, representa un recordatorio de lo que puede lograr el cine cuando la ambición artística y la maestría técnica se unen en pos de una visión singular.

Para las nuevas generaciones que la descubren en salas de cine, será toda una epifanía. Para quienes la revisitan, será una confirmación de cómo ciertos milagros cinematográficos no pierden su magia con el paso del tiempo.